CRÓNICA DEL DÍA 1º DESPLAZAMIENTO SEVILLA-MARRKECH-AÏT BOUGUEMAZ
Los cinco alpargateros motrileños llegamos al aeropuerto de Sevilla sobre la hora prevista. Al poco tiempo de degustar nuestras vituallas se produce el feliz encuentro con el resto de la expedición: dos alpargateros granadinos y cinco compañeros sevillanos. Se inicia la ceremonia de los habituales saludos, y se produce alguna que otra presentación de caras nuevas para algún que otro compañero, con furtivos abrazos, besos y sonrisas, pero sobre todo con esa ilusión dibujada en nuestros rostros, que rebosan entusiasmo por la aventura común que está a punto de empezar. No escasea el buen humor y las bromas. Acechantes al comentario del compañero, el más rápido en desenvainar la palabra, da un giro lingüístico al dicho del otro con una ocurrencia sorprendente e ingeniosa. Quizá sean los nervios que se nos escapan por el flujo de las palabras. Los chascarrillos de genialidad se disparan como descargas reduciendo la tensión de tan esperado y deseado momento.
Pasamos todos los controles del aeropuerto sin contratiempos y subimos al avión de la compañía aérea Ryanair. Una vez acomodados en los asientos, escuchamos por la megafonía del avión esa conocida voz de azafata: “Señores pasajeros y tripulantes, bienvenidos a bordo. Por favor, apriétense los cinturones, dentro de unos momentos vamos a despegar”. Una vez hubo despegado la aeronave, ésta se transforma de inmediato en un mercadillo no ambulante sino volante. Las azafatas circulan por el estrecho pasillo con el carrito, intentando arrancarnos de los bolsillos, algunos euros de los pasajeros que estamos allí retenidos. Tomo asiento en el centro de la fila izquierda de la cabina de pasajeros. A mi izquierda viaja un marroquí vestido con una túnica corta y terrosa, por debajo de ésta se asoma un deslucido pantalón vaquero, y sus pies calzan sendas sandalias. Una vez pasado el Mediterráneo, como el ala del avión me impedía la visión del paisaje marroquí, me acerco a él para mirar por la ventanilla. Cada vez que inclino mi cabeza, inhalo un ligero tufillo moruno. Él no deja de mirar el paisaje, parece ansioso, como si quisiera llegar pronto a su destino. El otro pasajero que hay sentado a mi derecha lee un libro, ajeno a nosotros. Aterrizamos en Marraquech sobre las seis y media de la tarde hora española, así que atrasamos dos horas nuestros relojes. Piso suelo africano por primera vez. Aquí el calor es más intenso, hace un bochorno desagradable. A nuestra llegada al aeropuerto nos esperaba Brahim, nuestro guía, un joven bereber licenciado en geología y biología, gerente y guía de su propia empresa de trekking y aventura, natural de Azilal, pero reside en Marraquech. Lo saludamos con efusividad y sin demasiados preámbulos nos disponemos a cargar nuestro equipaje en la baca del minibús que nos esperaba, ayudados por su conductor que aguardaba pacientemente nuestra llegada bajo el tórrido sol marroquí. Nos quedaba algo más de cinco horas de carretera hasta llegar al albergue de montaña Chez Aït Benali, situado en Agouti, una pequeña aldea escarpada a las espaldas de unos plegamientos ondulados en las faldas de una fantástica loma, aquí es donde termina la carretera asfaltada.
Comenzaba nuestro periplo por diferentes carreteras sobre las seis y media de la tarde, hora marroquí. Antes que anocheciera paramos en una especie de zona de servicio, pero a lo magrebí, llamada Amdghdes, donde existía un bar, éste estaba vacio por el ramadán. Necesitábamos bebidas frescas para poder engullir nuestros bocadillos. Teniendo en cuenta que estábamos en ramadán, Brahim no podía comer ni beber, ni siquiera agua, desde la hora del alba hasta que se pone el sol.
Nuestra ruta continuó por estrechas carreteras hasta llegar a la población de Azilal. Bajamos del minibús para comprar agua embotellada. Una multitud de musulmanes rezaban arrodillados sobre unas esterillas colocadas en el suelo, junto a una mezquita. Un número indeterminado de sandalias mugrientas se alineaban por el suelo, los fieles flexionaban sus cuerpos hacia la Meca al ritmo de sus cantos. La voz del imán que salía del altavoz situado en el minarete de la mezquita, acompañaba las oraciones de aquellos musulmanes. Tan insólito espectáculo religioso que vieron mis ojos, no sé por qué razón, pero me hacía sentir que estuviera viendo una especie de atracción turística, quizá por lo exótico de aquel momento. Pero el Islam es algo serio. Continuamos el viaje por carreteras cada vez más intransitables, atravesando ríos y suelos pedregosos, cada vez más estrechas e impracticables. Cuando salimos de Azilal, dejamos de cruzarnos con otros vehículos, esto nos facilitaría el viaje. Se nos hizo de noche durante el trayecto, barruntábamos el paisaje circundante por el leve resplandor de una luna creciente. Profundos barrancos sombreados escudriñábamos a un lado u otro de las ventanillas del minibús. De vez en cuando éste se detenía en seco, antes de iniciar una pronunciada subida, parecía como si tuviéramos que bajarnos del vehículo para empujarle cuesta arriba. En la negrura de la noche, nos sorprendimos al ver algunos solitarios viandantes que circulaban peligrosamente por el borde de esa angosta carretera, ninguno de ellos llevaba chaleco refractante. Llegamos al albergue cerca de las doce de la noche.
Descargamos nuestro equipaje y nos acomodamos en sus habitaciones. Éramos los únicos ocupantes así que pudimos elegir a nuestro antojo nuestros aposentos para descansar esa primera noche en el Alto Atlas.
Nos descalzamos antes de entrar en el comedor. Sobre una mesa baja presidía nuestra cena en aquel recinto decorado de paredes alicatadas de azulejos con figuras geométricas y un diván con coloridos almohadones. Nuestro menú consistía en una sopa, estofado de cordero, melón y té verde. Un pan redondo como una torta lo partíamos con la mano. El estafado se componía de cordero, patatas, zanahorias y pasas. Lo sirvieron en el tajine, un recipiente redondo de barro barnizado y cubierto por una tapadera puntiaguda que encaja perfectamente, de tal manera que sirve para cocinar, mantener caliente y servirlo a la mesa. Al finalizar la cena, felicitamos al joven cocinero que nos sirvió aquella exquisita cena. Cuando pasamos al té, se produce un silencio en aquella sala, la emoción nos embargaba, sólo se escuchaba el tintineo de las cucharillas batiendo contra los pequeños vasos de nuestro primer té en el Atlas. Felicitamos al conductor del minibús por habernos traído sanos y salvos hasta este recóndito lugar, y por último, nuestro guía nos presentó a Ismael, el que sería nuestro cocinero de campaña. Terminamos de cenar sobre las doce y media, y prolongamos nuestra estancia en el comedor hasta las una, con una tertulia que mantuvimos con Brahim.
Crónica escrita por Miguel