La Saeta se engrandece, se hace flamenca

Eduardo Ternero - 1 de abril de 2020

Ya hablamos del origen de la saeta, reconocemos que    provenían, con total seguridad,  de los cantos de los monjes franciscanos y  que poco a poco se fue adueñando de ella el pueblo llano. Conocemos que en muchas de las localidades de nuestra geografía se fue diversificando un tipo de saeta y que hay pueblos representativos en cada una de las provincias con una saeta distinta.  Podremos ver ahora como,  esa saeta primigenia, de oración y sin melodía prácticamente,  se fue convirtiendo en el sentir de un pueblo que explicitaba  sus cantes con otras formas, con una nueva manera de expresar sus sentimientos. Lo que fue un canto religioso, se fue fundiendo con el cante flamenco.

El Padre Luis Coloma

El devenir del tiempo, concretamente a partir del XVIII, se tuvo a bien ir diferenciando las saetas por su temática, independientemente del sentido melódico primigenio o flamenco que tuviera. Se distinguió la Saeta narrativa que describe los pasajes de la pasión,  la Saeta explicativa que va dando a conocer los misterios de la Semana Santa, aunque estas se acercan más a los  pregones y suelen cantarlas en sus “cuartas” un hermano nazareno. Las Saetas afectivas, que también eran cantadas por los hermanos y muestran el fervor y el cariño del pueblo hacia  Dios; estas se sitúan ya a mediados del XIX y seguramente se combinaban con cantes flamencos. El padre Luis Coloma nos dice en su novela “Juan Miseria”  que ya en 1803, en Jerez, los presos cantaban saetas  al paso de la cofradía por la Cárcel Vieja. Entendemos que los presos,  harían un cante por carceleras o similar.

Podemos decir que las carceleras entroncaban en este grupo y eran muy populares pues reflejaban los sentimientos de los presos, sus penas, su devoción y esperanza en su Dios y  por aquellos tiempos, casi todos los pueblos  solían tener su cárcel propia y, por desgracia, sus  habitaciones llenas. Pensamos que fueron estas saetas afectivas, estas reconvertidas en Carceleras,  las que recogieran el Mellizo, Chacón, Manuel Torre o Manuel Centeno, la propia Pastora “Niña de los Peines” para darles forma, para realzarlas y de alguna manera reconvertirlas en saetas flamencas,  a través de ecos flamencos, tal y como la conocemos hoy. 

 Coincidimos con lo que apunta Antonio Mairena: las cuartas,  quintas o sextas, que se cantaban en los Vía Crucis,  se fueron convirtiendo,  por  simbiosis, por el propio sentir flamenco emergente del XIX, en una estrofa que provenía de la fusión de culturas, que acuñaron los monjes franciscanos  que adquirió el aire de la seguiriya, de la toná, el martinete… que posiblemente partió de Jerez para entrar en Sevilla y convertirse en un cante grande”. 

El Niño del Museo

A partir de los años veinte del siglo pasado, era tal el interés que suscitaba la saeta que,  la mayoría de los cantaores flamencos, se atrevieron a cantarlas y divulgarlas. Además de los grandes citados anteriormente están  Vallejo, los Pavones,  Escacena, El Niño del Museo, Angelillo, Niña de la Puebla y muchísimos más. Y ¡Cómo no! el Niño de Marchena interprete de la saeta de su pueblo; no en  vano,  en la Semana Santa sevillana de 1928,  apareció en primera fila de una revista en la que decía que la comitiva procesional se agrupaba para escucharlo cantar por Saetas.

  La mayoría de estudiosos apuntan que el verdadero transformador de la Saeta flamenca, tal como se conoce hoy, fue el jerezano Manuel Torre. Lo suyo fueron puras creaciones. A partir de él la saeta se transformará y se revestirá de un eco profundo,  apoyándose en matices propios de su “quejío” flamenco. Escribiría Ortiz Nuevo, en su estudio sobre Manuel, tras escuchar su cante por saetas, “…la gente se estremecía de tal modo que el suelo quedaba lleno de trozos de camisas y chaquetas”. 

Comentan las hemerotecas de la época que, en casa de Eduardo Miura, en la Plaza de la Encarnación sevillana,  cantó de tal manera una  saeta Manuel Torre, al paso de la Sentencia, que  los propios santeros (por escucharle) movían el paso pero no andaban; ahí se inició la costumbre de  mecer la cofradía, algo inusual. Además, aflorarían miles los pañuelos,  en un  silencio profundo, como palomas blancas. En aquel mismo lugar,  en aquel balcón,  heredarían  y se escucharían  las  mejores  saetas como las del Gloria,  Antonio Mairena y de los más grandes saeteros de la historia. 

La Niña de la Alfalfa

En la historia también ha habido grandes mujeres saeteras, algunas de quitarse el sombrero. Tal vez la mejor de todos los tiempos, en el mundo del flamenco y como no en el de la saeta haya sido Pastora Pavón, “Niña de los Peines”, su personalidad y su eco la hacen única. Fiel al cante de Torre, fue capaz de impregnar aires nuevos al flamenco y recrear cantes que nos han llegado hasta hoy con su impronta indiscutible. Otras como Mercedes Valencia “La Serrana”, “La Niña de la Alfalfa”, “La Pompi”, Antoñita Moreno y un elenco de mujeres saeteras han llenado todo el siglo XX.

Hemos dado algunos nombres de los más grandes saeteros del XIX;  será  a partir de estos  (Centeno, Torre, Chacón…) cuando  vendría otra nueva generación que no se queda  a la zaga, los Vallejo, Marchena, Caracol, Mairena… que dejarán muy claro que el mejor  flamenco se había adueñado del canto religioso  y que  la saeta primitiva se había transformado en una expresión popular llena de matices y de  expresividad, con la enjundia de cantes por seguiriyas, martinetes, carceleras, tonás… y para aportar una musicalidad extraordinaria a la fiesta religiosa de la Semana Santa andaluza.