No hubo más remedio que abrir el cofre

Eduardo Ternero - 5 de octubre de 2019 

No hubo más remedio que abrir el cofre

    Damos un repaso a la historia: estamos dejando un siglo de convulsiones, un final de siglo, el XVIII, que pudo haber cambiado la España pretérita, de vasallaje, en una nación moderna. Hubiese bastado con seguir las corrientes francesas, las que nos llegaban de Europa y haber olvidado el Absolutismo de los Borbones,  aquella España caduca de latifundios, de esclavitud y hambre, donde la nobleza continuaba con su poder medieval y donde el pueblo seguía gritando  aquello de “¡Vivan las caenas!”.

    De Cádiz, de los Puertos, de  Jerez… mientras se  luchaba  contra el francés, partirían los cantes al compás de los vientos y cruzan las marismas de Lebrija, se meten en los callejones de Utrera, Alcalá y Triana. Da un respiro y se ensanchan por las campiñas de Mairena, Carmona,  Marchena, Arahal, Puebla, Osuna y Écija, llegando hasta las cordobesas Lucena, Puente Genil… y se refugian por las sierras de Morón, Arcos, Ronda… Ese triángulo bendito por sus saberes, por su herencia tartésica amalgamada con estirpes andalusíes, pero a la vez un triángulo maldito de calamidades, de hambre, de esclavos, de pobres de solemnidad… No puede caber más dolor  que,  en un cuerpo molido, habite un cerebro tan lúcido.

    Esa oleada flamenca que recorrió los campos y los pueblos fue adueñándose del sentir de su gente, de esa gente humilde que no puede perder ya nada, pero que se hace valedora del sentimiento que les une. Fue en el seno de algunas familias, en la cuna de muchos gitanos-andaluces, andaluces todos, donde se fue guardando. 

    Sería en ese cofre que abrían los itinerantes, que se oreaba en las candelas, en las alcobas, en las cárceles, en los tajos… e iban transmitiendo de voz en voz, de boca en boca, unos versos sentidos, unos desgarros de pena, unos jirones de piel que todos compartían, que todos sufrían, que a todos unía. Fue un consuelo de muchos, un alivio saber que eran muchos los que compartían aquel mundo que seguía  luchando. 

Ya hemos puesto nombre a algunos de los portadores de estos cantes por el triángulo “milagroso” del flamenco: hemos nombrado al Tío Luis “el de la Juliana”, quizás el primer nombre que aparece escrito y en la memoria de muchos.

    Después, coincidiendo con el interés suscitado por los escritores, sobre todo foráneos, hacia este arte tan misterioso, tan lleno de ternura y a la vez  tanta fuerza, se irradia  de boca en boca. Va adquiriendo tanto vigor en sus gestos, en su expresión, y tan hondo en el sentimiento… que ingente cantidad de virtuosos de la pluma lo plasmarían, negro sobre blanco, dejándonos la impronta de aquellos hombres y mujeres que se partieron el pecho por los caminos de barro y sol, llevando en sus alforjas poco pan, pero mucho arte. Así hablamos de hombres y mujeres como el Cautivo, el Tobalo, la Jaca, el Planeta… aún no hablamos de profesionales, aunque ya hubiera alguno que viviese de cantar para diversión de “esnobistas señoritos”, quienes, por unas monedas,  asaltasen la conciencia de algunos, que se encontraban ante la tesitura de las bocas hambrientas  que esperaban en casa y la esencia que se guardaba en el cofre del tiempo. 

    Quisiera recordar algún nombre de  jornalero de la campiña, que rebosaba cantes mientras faenaba, una voz que, al sesteo,  alisaba las espigas de los campos. Tres versos sentidos y una seguiriya cuajaba en sus gargantas mientras la hoz blandía las mieses. No tardarían los “amos” en sacarle del tajo, apartarlo de lo rural  y llevarle al caserío, para deleitarse de sus cantes, en sus saraos, para acompañar a amigos en las veladas  de jarana y vinos, en los tras-nocheos y diversiones, en bodegas y mancebías. 

    Parece ser que el esnobismo del rico, el salir de la monotonía, el embrujo del cante y el baile les llevó a interesarse por el flamenco. Era el nexo, la  justificación  para las salidas nocturnas, para hacer escapes hacia lo prohibido. Por estas fechas, Fernando (foto), el rey traidor,  se trasladaría a ocultarse a la Isla de León, a San Fernando, 150 años antes que por allí naciera Camarón. Dicen que se desplazaba a Cádiz muchas  noches para ir a las juergas flamencas que se montaban en el Ventorrillo del Chato. Pocas afrentas como la presencia del absolutista ha sufrido el flamenco.

    Pero no solo se abrió el cofre por estos lares; cuenta Molina Fajardo años más tarde, en una de sus referencias a la explotación de los cantaores: “Tío Antonio Cagancho y su hijo Manuel (trianeros), por vicisitudes  del destino fueron encerrados en la cárcel de Granada. La injusticia, su pesar era tal, que padre e hijo cantaban desgarrados y melodiosos cantes de tal forma que, al otro lado de la reja, los turistas de la época, los estudiosos… todo el que pasaba,  quedaba absorto ante aquellas voces lastimosas y tan bellas a la vez. Se agrupaba tanta gente que,  el Alcaide,  sacó provecho de ello y cada día los llevaba al Hotel “Siete suelos”  y al cabo, después de deleitar con sus cantes al personal,  los volvía a meter entre rejas.”