La importancia de subir a la tarima

Eduardo Ternero - 18 de octubre de 2019

La importancia de subir a la tarima

 Los gitanos itinerantes, los cantaores del primer tercio del XIX, se dejarían ver por los pueblos, acamparían en la sierra con los perseguidos,  con los amos de la serranía. Llegarían a las poblaciones, a las aldeas,  donde ya eran conocidos,   serían “convidados” por los señores en los eventos y juergas, en los saraos… las propias  posadas, las tabernas,  las casas de comidas y bebidas les daban unas monedas, sus dueños pagaban su arte por entretener al público. 

Juerga Gitana

Con sus cantes  mantenían más tiempo la clientela en el local, acudía la gente  de otras localidades, de los campos, para escucharles, eran sus únicas diversiones.

   En cada pueblo de nuestra tierra se habilitaba algún lugar: un patio, un gran salón, un solar,  una bodega… donde poder  meter al mayor número  de clientes, donde poder servir más vinos y viandas. Los cantaores se dejaban acompañar con alguna bailaora, algún acompañante con  guitarra primigenia y aguantaba hasta la extenuación las exigencias de los dueños, de un público que, por turnos, iba llenando los locales. Sabemos que los pagos, como todo, empezaron siendo ridículos pero las ganancias de los empresarios de entonces les hizo ir subiendo el caché. Richard Ford, uno de los grandes viajeros y escritores extranjeros, nos cuenta: “…había grupos de gitanas que cantaban en estos locales y había que pagar para verles”.  Estos artistas,  se alojaban en casas de los suyos, de sus parientes, de su raza.  Muchos concurrían muchos días seguidos a estas tabernas, a estos lugares de cante y los alternaban con eventos familiares: bodas, ferias… lo que suponía pasar temporadas en los mismos lugares.

No podemos ver aún,  a los cantaores gitanos,  como profesionales del cante,  aunque los hay que cobran por cantar, que reciben dinero por ello,  pero no está  regularizada su actuación; se les llama de forma esporádica, muchos aún se mantenían al margen del público. 

Guitarrista del XVIII

No debemos olvidar que, muchas de estas familias cantaoras, en principio no vieron con buenos ojos airear aquello que era parte de su patrimonio, su secreto artístico más íntimo. Muchos se llevaron a la tumba sus cantes, mantuvieron la boca cerrada a un público que ansiaba escucharlo.

 Pero el tiempo y el hambre lo pueden casi todo y otros muchos vieron en el cante una forma de salir de la miseria. Así fueron sacando de la cueva una de sus mejores armas, un sentimiento, un arte: “el flamenco”,  que a los demás fascinaba, en un momento histórico que el que  una gran mayoría del público sigue siendo  neófito.

El cante de alguna manera ayudó a muchos  gitanos a ser más libres,  a no dejar de ser lo que eran: nómadas del camino. El hecho de ir de un lugar a otro, recorrer la geografía andaluza llevando el arte, cantando, aireando sus sones, sin ataduras, sin dueño, sin jefe…les hacía volver a sus más ancestrales raíces, volvían a su endógena idiosincrasia. Estos cantaores ambulantes iban teniendo un nombre, conocemos los del Fillo, el Planeta… pero había muchos más, Andalucía es muy grande, y a muchos rincones se acercaban. En muchos  pueblos se les esperaba, se ansiaba su llegada y llenaban locales las noches que actuaban. Dicen cronistas de la época que cobraban dependiendo de su largura en los cantes, de su conocimiento de los palos… tal vez ya veríamos acuñarse los términos cantaor largo por ser un artista que domina casi todos los estilos.

Pero, el dinero no es tonto y ya había empresarios que estaban vislumbrando que aquello del cante, aquellos espectáculos podían  llenar los establecimientos, que, detrás de aquel movimiento artístico, habría negocio. Los locales, con el pretexto de escuchar y ver a los artistas del momento, por disfrutar con aquellos novedosos cantes, se llenaban.

Cante en los patios

La gente al sentir aquello tan hermoso que salía de las gargantas y llegaba a los corazones, al alma, se enfrascaba en la bebida, se disparaban las ventas de licores, la gente entraba en una especie de éxtasis que hacia gastarse el dinero y eso lo aprovecharían muchos para poder ampliar los garitos. Para poder verles, no hubo más remedio que  poner un entarimado donde poder subir a los artistas (Cantaores, músicos, guitarristas…). Estamos dibujando una platea con mesas y sillas para que el público tome sus cañas de vino, sus chatos de anís… pique trozos de chacinas, de queso… y al fondo  un escenario donde puedan exhibirse los cantes y los bailes durante la velada.

Aquello sería un paso de gigante para el flamenco, que venía de la oscuridad de la cueva, de la llama insulsa de un candil, de la tiniebla de una choza, bajo la luz de la luna o  de la espeluznante galera… y ahora se alzaba sublime encima de un escenario. El flamenco se encumbraba, sale de su expresión clandestina, de cantar para el capricho de unos “señoritos caprichosos”.

 El flamenco había cambiado: de ser algo familiar, no extrapolable,  a ser vitoreado, reconocido, aplaudido, por la mayoría,  incluso es capaz de producir una catarsis colectiva. Ahora se reconocía, se pagaba para escucharlo, eran los protagonistas del momento. El flamenco se hizo eco en la calle, por fin, parecía que  el pueblo gitano sería recompensado tras siglos  de padecimientos. Ahora adquirirían categoría de artistas, era un espectáculo… nacían los “cafés-cantantes”.