Sácalo a la luz, que no se pierda.

Eduardo Ternero - 27 de septiembre de 2019

Sácalo a la luz, que no se pierda.

Situémonos a finales del XVIII, imaginen los medios de transporte de la época: un borriquillo, un carromato… por  caminos anegados o polvorientos, evitando ser visibles por miedo a represalias, intentando poder hacer una comida al día,  encontrar un lugar donde poder vender sus canastas, herrar unas “bestias”… llegar a un lugar donde te ofrezcan un poco de agua sin desconfianza, sin ojeriza.  Imaginen esa soledad del caminante, del solitario,  su entrada en una población donde compartir unos cantes, unos versos acompasados con sus semejantes y llegar a cortijadas, aldeas, a contadas poblaciones donde va gustando estas nuevas formas de expresar los sentimientos.   

     Estos primeros difusores del cante, estos primeros transmisores  recogían, aglutinaban estilos, transportaban letras, adaptaban ritmos y, en las posadas, en cantinas, en las postas, por unas monedas o por un plato de comida, por unos vasos de vino,  iban abriendo sus conocimientos de flamenco. Aquellos que,  extrañados por sus formas, por su incomprensible auge de expansión y por la dificultades que entrañaba, lo miraban con reserva. Pero aún así, el flamenco iba subiendo peldaños; sus intérpretes, cada vez más considerados, cada vez más profesionales, iban adquiriendo fama, iban metiendo el gusanillo de este arte en más grupos sociales. El abanico de los que querían escucharlo, de los que querían aprenderlo y aprehenderse a él,  iba en aumento.  

     Con los brazos abiertos era recibido el jerezano Tío Luis el de  “La Juliana” en los lugares donde pernoctaba. Se acercaba a los pueblos,  para visitar a congéneres, en asentamientos chabolistas, en las ferias, en las fiestas familiares, en todos los eventos grupales  era requerido. Ya  en el último tercio del XVIII, por el año  1770 aproximadamente, este gitano nómada,  era una especie de mesías del cante, era  portador de conocimiento, un maestro itinerante al que esperaban  los pueblos para escucharle cantar y bailar un cante nuevo, “la caña”, o sus formas de cantar-agitanar los fandangos castellanos, con ansia. 

     Quienes tenían interés por escuchar y aprender sus tonás grandes,  quienes querían saber sobre la toná-liviana, sobre la toná del Pajarito, le buscaban,  le seguían, le asistían durante unos días, la temporada que permanecía entre ellos, incluso podemos pensar que le darían algunas monedas,  pues era quien llevaba la antorcha encendida del flamenco  por donde iba. El paso de los años  hizo que esa llama prendiera y  en muchos lugares de la Baja Andalucía fueron apareciendo otros y otras, gente que tenía fluidez,  personas con facultades, dotadas como aprendices y capaces de incorporarse como maestros. Entre ellos, el Tobalo, el Planeta, el Fillo, María “La Jaca”, el Cautivo y un largo etcétera que fue diseminando este, nuestro arte,  por el triángulo milagroso de nuestra tierra.

Inexorablemente sigue pasando el tiempo y en los tajos de jornaleros, en las gañanías, ya se canturreaba; hombres y mujeres que, con memoria sensorial, ponían voz a lo escuchado, daban rienda suelta a sus sentimientos. Mientras faenaban, en los momentos de asueto, solían airear algún verso acompasado, alguna estrofa manaba de sus gargantas en forma de tonás, de cañas, de livianas o de primigenias seguiriyas.

    Dicen que Frasco “El Colorao”, fue uno de aquellos que se movería  entre Cádiz y  Triana, quizás de temporero, que  pudo  trabajar  por  la  campiña   de  Marchena  de  donde  se  cree  que  era  oriundo  y  tal  vez,  presumiblemente,  tuvo  un  bar. 

Después, este  excelente cantaor de seguiriyas,  marcharía a Triana a vivir y aseguran fue allí maestro de Cagancho, del Nitri, de Silverio… definitivamente se asentaría en el barrio trianero hasta el final de sus días. Pepe el de la Matrona comentaba que el “macho” de la seguiriya fue una creación de Frasco; para él uno de los mejores intérpretes de este palo.

     Con el devenir de los acontecimientos, en treinta-cuarenta años,  hasta inicios del XIX , el cante se fue haciendo un lugar, se fue distinguiendo, aglutinaba los restos de los distintos tipos de cantos, folklores, reminiscencias de expresiones  castellanas, árabes, judíos… se agitanaba. El tiempo fue acompasando los sonidos, una musicalidad distinta, que gustaba a todos o, al menos, para nadie pasaba desapercibido por su sentimentalidad, su capacidad de expresar, por su identificación con quienes lo ejercían y sobre todo porque les hacia valedores de algo propio, de un arte que habían preñado, ayudado al parto y estaban mimando y criando entre todos. Y para más honra eran los pobres en bienes materiales, no así en corazón y en sentimientos, los que estaban en poder de esa esencia, de esa pócima que no se guardaba en frasco alguno sino en el tarro de la memoria y que se transmitía como un torrente entre los pueblos.