Los cafés cantantes (la madurez)

Eduardo Ternero - 2 de noviembre de 2019

Los cafés cantantes (la madurez)

Los grandes del flamenco del XIX como fueron El Nitri (rival de Silverio) Juan Breva, El Mellizo, el mismísimo Manuel Torre y tantísimos cantaores de aquellas fechas pasarían por los escenarios de aquellos cafés-cantantes. El propio Chacón subiría multitud de veces a la tarima de  estos locales y fue uno de los que elevó el caché de los artistas al exigir, por su valía, que se encumbrara, se le diera mejor lugar al flamenco.

 Pero los cafés-cantantes no fueron sinónimo de creación ni de pureza, ni un lugar donde poderse encontrar con los sentimientos más puros de lo jondo, aquello era un negocio en alza, nada más.

Tampoco fue un aglutinador de lo mejor,  de aquello que se guardaba en el baúl  del alma, no era el caso exhibirlo,  tampoco se establecía esa catarsis colectiva en la que pululaban los duendes que surgían en la cueva o en la desolación familiar, ni en el tabanco amigable…  El café-cantante sirvió como espectáculo,  como difusor del arte flamenco,  el que hizo que la calle, que el pueblo se interesara por él en masa, que la gente tarareara, que la gente se atreviera a cantar,  a expresarlo. Dentro de ese ajetreo popular, gracias a la proliferación y  a las  muchas horas de cante, hubo quienes, como buenos aprendices, se atrevieron a seguir sus enseñanzas y a convertirse en cantaores. 

  Pero a la par del éxito del  café-cantante, hubo quienes  no se sumaron a este proyecto de airearlo, de expandirlo… tal vez pensaron que se derramaría la esencia, que se adulteraría o que tal vez el gitano perdería la llave de aquel cofre que tanto había costado, que contenía el sufrimiento y la sabiduría  de siglos. ¡Cuán difícil es dilucidar lo mejor en ciertos momentos! El mundo gitano se debatía entre perder su condición de exclusividad, su idiosincrasia más pura o agarrarse a las lianas del futuro, aprovechar para salir del marasmo de la miseria y poder vivir de su riqueza artística. 

  En esa disyuntiva hubo sus fricciones, nosotros creemos que su cultura ancestral, sus reflexiones… tal vez sus atávicos patriarcas,  acertaron. Y en un acuerdo tácito, por mor de los duendes y ese dibé que les amparó siempre,  tuvieran  que discernir entre lo que habría que ventear y lo que guardar.

Tal vez se airearan aquellos cantes que podrían ser extrapolables a los escenarios, los que debieran hacerse universales, que el mundo los conociera  y otros, aquellos que formaban parte de  sus  ritos  litúrgicos, los más íntimos, aquellos que acompañaban los momentos más sublimes de su estirpe, quedarían guardados en un doble fondo de aquel cofre mágico. 

Creemos que muchos de aquellos cantes, de aquellas creaciones atadas al tiempo, aquellos romances inmemoriales, aquellos ligados a los sufrimientos, pudieron perderse;  seguramente,  el tiempo pudo con alguno de ellos, pero otros han seguido bajo una losa y solo la conjunción de sus dueños, los cancerberos de la memoria, pudieron aflorarlos y traerlos hasta hoy: cantes de alboreas, cantes de la “pedía”, cantes de bodas y misterio,  cantes ante el dolor por la muerte, siguieron ocultos al mundo, a ese mundo ajeno a la estirpe… fueron y son palos poco o nada escuchados. Incluso habrá algunos que se hayan perdido y  no volveremos a recuperar. 

Sabemos que muchos gitanos, grandes maestros, patriarcas del cante, se mantuvieron al margen de los cafés-cantantes, se negaron a salir a la palestra,  a exponer sus sentimientos más profundos a gente ajena. Agujetas  “el Viejo”, “Los Gordos de Alcalá”, Joaquín “El de la Paula”…un largo etcétera de genios,  creadores de los mejores cantes, siguieron en la pobreza de su   chabola,  en la soledad del candil, en las cuevas de sus aldeas entonando y rezando  cantes para los suyos, en las ocasiones que se requerían, pero sin darle el fasto ni extrapolarlos a los cafés-cantantes. Ellos no se subyugaron al dinero que  les obligaba a ser asalariados del cante.  

Para ellos, aquel arte, aquello que les quemaba el alma era mucho más que unas cuantas monedas que sirviera de distracción y divertimento para una turba que no entendía algo tan sublime.

 En esa disyuntiva ha estado el flamenco siempre, en ese dilema se ha movido durante siglos. Desde que el arte flamenco,  en todas sus acepciones, desde el nacimiento de modismos, desde que lo jondo tuvo uso de razón nos hemos  estado preguntando: “¿Lo importante es lo puro, guardar lo esencial, lo atávico y seguir “per secula”? o ¿Es necesario admitir variaciones, darle nuevos ritmos, amoldarse a los tiempos sin perder lo ancestral,  incorporar modernidad sin perder la jondura…? ¿Quién tiene la certeza de lo que es mejor para el flamenco? ¿Quién conoce los avatares del destino? 

Los cuasi profesionales siguieron merodeando por los caminos,  de ciudad en ciudad, de escenario en escenario, ganándose el jornal en los cafés-cantantes. Ahí tenemos a guitarristas, bailaoras, cantaores vagando por senderos embarrados. El propio Chacón se movía   subido en su borriquillo para ir a cantar a lugares tan distantes y distintos de la geografía andaluza.


Imágenes (Silverio Franconetti y Cafés cantantes de finales del XIX)