Charles Bukowski
Un mozo de cuerda con la nariz roja

La primera vez que me encontré con Randall Harris, él tenía 42 años y estaba viviendo con una mujer de pelo gris, una tal Margie Thompson. Margie tenía 45 años y no era demasiado guapa. Yo estaba editando por ese tiempo la pequeña revista Mad Fly y había ido a visitarlos en un intento de conseguir algún original de Randall.

Randall era conocido como un hombre aislado e insociable, un borracho, antipático y amargo, pero sus poemas eran crudos, crudos y honestos, simples y salvajes. Estaba escribiendo como ningún otro por ese tiempo. Aparte, trabajaba como mozo de cuerda en un jodido almacén.

Me senté delante de Randall y Margie. Eran las siete y cuarto de la tarde y Harris ya estaba borracho de cerveza. Puso una botella delante mío. Yo había oído hablar de Margie Thompson. Era una comunista de los viejos tiempos, una salva-mundos, una mensajera de bondad. Uno se preguntaba qué estaba haciendo ella con Randall, al que todo le importaba tres cojones y además lo admitía.

—Me gusta fotografiar la mierda —me dijo—, ése es mi arte.

Randall había comenzado a escribir a la edad de 38 años. A los 42, después de tres libros breves {La muerte es un perro más sucio que mi país, Mi madre se folló a un ángel y Los caballos meones de la locura), estaba consiguiendo lo que se dice la aclamación de la crítica. Pero él no se creía nada de su escritura ni de nadie, y decía:

—No soy más que un jodido mozo de cuerda en la marea aplastante de mierda y saliva negra.

Vivía en un viejo caserón en Hollywood con Margie, y verdaderamente era un ser fuera de lo normal.

—Sólo pasa que no me gusta la gente —me dijo—. Ya sabes, Will Rogers dijo una vez: «Nunca encontré un hombre que no me gustara». Yo por mi parte digo: Nunca encontré un hombre que me gustara.

Pero Randall tenía sentido del humor, y capacidad de reírse del sufrimiento y de sí mismo. Acababa gustándote. Era un hombre feo con una cabezota y una cara parida a golpes —sólo la nariz parecía haber escapado de la paliza general—. «No tengo suficiente hueso en mi nariz, es como goma», me explicó. Su nariz era larga y de un color rojo encendido.

Yo había oído historias sobre Randall. Le daba por golpear ventanas y romper botellas contra la pared. Era un borracho sucio e intratable. También tenía períodos en que no contestaba nunca al teléfono ni abría la puerta. No tenía televisión, sólo un pequeño aparato de radio, y no oía otra cosa que no fuese música sinfónica —extraño en un tío tan bestia como él—.

También tenía temporadas en las que abría el teléfono y metía papel higiénico alrededor del timbre para que no pudiese sonar. Así se quedaba durante meses. Uno se preguntaba por qué tenía teléfono. Su cultura era dispersa, pero evidentemente había leído a la mayoría de los buenos escritores.

—Bueno, cabronazo —me dijo—, seguro que te estás preguntando lo que hago con ella —señaló a Margie.

Yo no contesté.

—Es un buen coño —me dijo—, y me da buena cantidad del mejor sexo al oeste de San Luis.

Este era el mismo tío que había escrito cuatro o cinco magníficos poemas de amor a una mujer llamada Annie. Te preguntabas cómo leches podría hacerlo.

Margie se quedó allí sentada gesticulando. Ella también escribía poesía, pero no era muy buena. Trabajaba en dos tiendas y ganaba algún dinero que les ayudaba con dificultad.

—¿Así que quieres algunos poemas? —me preguntó él.

—Sí, me gustaría ojear algunos.

Harris se fue hacia el armario, abrió la puerta y cogió un puñado de papeles arrugados del suelo. Me los entregó.

—Escribí éstos la noche pasada.

Se fue a la cocina y salió con dos cervezas más. Margie no bebía.

Empecé a leer los poemas. Todos eran poderosos. Escribía a máquina con fuerza y las palabras parecían como grabadas en el papel. La fuerza de su escritura siempre me había dejado atónito. Parecía decir todas las cosas que cualquiera de nosotros debería haber dicho pero nunca habíamos pensado en decir.

—Me llevaré estos poemas —dije.

—De acuerdo —dijo él—. Bebe un trago.

Cuando ibas a ver a Harris, la bebida era un deber. Fumaba un cigarrillo tras otro. Se vestía con unos pantalones chinos de color marrón, dos tallas más grandes, y camisas viejas que estaban siempre rasgadas. Tendría alrededor de un metro noventa de altura y 110 kilos de peso, la mayor parte debido a su barriga de cerveza. Tenía los hombros caídos, y te escudriñaba desde las dos estrechas hendiduras de sus ojos. Bebimos duro durante dos horas y media, la habitación soportaba una pesada atmósfera de humo. De repente Harris se levantó y me dijo:

—¡Lárgate echando leches de aquí, cabronazo, me disgustas!

—Tranquilo, Harris...

—¡He dicho AHORA MISMO, hijoputa!

Me levanté y me fui con los poemas.

 

Volví al viejo caserón dos meses más tarde para entregarle un par de copias de Mad Fly a Harris. Había incluido diez de sus poemas. Margie me hizo entrar. Randall no estaba.

—Está en Nueva Orleans —dijo Margie—. Creo que tiene una cita. Jack Teller quiere publicar su próximo libro, pero quiere encontrarse antes con Randall. Teller dice que no puede editar a nadie que no le caiga bien personalmente. Ha pagado el billete de avión de ida y vuelta.

—Randall no es precisamente encantador —dije.

—Bueno, mira —dijo Margie—, Teller es un alcohólico ex presidiario. Pueden formar una adorable pareja.

Teller llevaba la revista Rifraff y tenía su propia imprenta. Hacía un trabajo muy cuidado. El último número de Rifraff llevaba la fea cara de Harris en la portada, chupando una botella de cerveza, y dentro habían unos cuantos de sus poemas.

Rifraff era generalmente considerada como la mejor revista literaria del momento. Harris estaba empezando a ser cada vez más conocido. Esta podía ser una buena oportunidad para él si no la fastidiaba con su lengua sucia y salvaje y sus maneras de borracho. Antes de irme, Margie me dijo que estaba preñada de Harris. Como ya dije antes, ella tenía 45 años.

—¿Qué dijo él cuando se enteró?

—Pareció indiferente.

Me fui.

 

El libro salió en una edición de 2.000 ejemplares, cuidadosamente impreso. La cubierta estaba hecha de corcho importado de Irlanda. Las páginas eran de varios colores, de un papel extremadamente bueno, escrito en raros caracteres de imprenta, y con algunos dibujos a tinta china de Harris intercalados. El libro fue recibido con entusiasmo, tanto por sí mismo como por su contenido. Pero Teller no pudo pagar los royalties. El y su mujer vivían asfixiados en un margen muy estrecho. En diez años el libro se vendería a 75 dólares en las librerías de viejo. Mientras tanto, Harris volvería a su empleo de mozo en el almacén.

Cuando llamé de nuevo, cuatro o cinco meses más tarde, Margie se había ido.

—Se fue hace mucho —dijo Harris—. Tómate una cerveza.

—¿Qué pasó?

—Bueno, después de volver de Nueva Orleans, escribí algunas historias cortas. Mientras yo estaba en el trabajo, ella empezó a revolver en mi escritorio. Leyó un par de mis historias y se cabreó como una loca.

—¿De qué trataban?

—Oh, pues leyó algo acerca de mis correrías en la cama con algunas mujeres de Nueva Orleans.

—¿Y eran ciertas las historias? —pregunté.

—¿Cómo va Mad Fly? —preguntó él.

 

El bebé nació, era una niña, Naomi Louise Harris. Ella y su madre vivían en Santa Mónica y Harris viajaba hasta allí una vez a la semana para verlas. Pagaba el mantenimiento de la niña y seguía bebiendo cerveza. Me enteré de que tenía una columna semanal en el periódico marginal L.A. Lifeline. Llamaba a su columna Escenas de un maníaco de primera clase. Su prosa era como su poesía: indisciplinada, antisocial y perezosa.

Harris se dejó crecer una perilla y el pelo más largo. La siguiente vez que le vi estaba viviendo con una chica de 35 años, una bonita pelirroja llamada Susan. Susan trabajaba en un almacén de material artístico, pintaba y tocaba la guitarra. También se bebía de vez en cuando una cerveza con Randall, que era mucho más de lo que Margie había hecho nunca. El piso parecía más limpio. Cuando Harris acababa una botella la tiraba dentro de una bolsa de papel, en vez de tirarla al suelo. Por lo demás, seguía siendo un borracho sucio e intratable, pienso.

—Estoy escribiendo una novela —me dijo— y voy a dar un recital poético aquí dentro de poco, y luego por las universidades cercanas. También tengo posibilidades de ir a Michigan y Nuevo México. Las ofertas son muy buenas. A mí no me gusta leer, pero lo hago muy bien. Les doy un espectáculo y les doy buena poesía.

Harris estaba empezando también a pintar. No pintaba muy bien. Pintaba como un niño de cinco años borracho de vodka, pero había conseguido vender uno o dos cuadros por 40 o 50 dólares. Me dijo que estaba pensando en dejar su empleo. Lo dejó tres semanas más tarde para irse a la lectura de Michigan. Ya había utilizado sus vacaciones para el viaje a Nueva Orleans.

Recuerdo que una vez me había dado su palabra:

—Yo jamás me pondré a leer delante de esos chupasangres, Chinaski. Me iré a la tumba sin haber dado en mi vida una puñetera lectura poética. Es sólo vanidad imbécil, es venderse como un idiota. —No le recordé su juramento.

Su novela Muerte en vida de todos los ojos de la tierra fue publicada por una pequeña editorial, de cierto prestigio, que pagó con normalidad los royalties standard. Las críticas fueron buenas, incluso una en el New York Review of Books. Pero seguía siendo un borracho obsceno e intratable y tenía muchas peleas con Susan por culpa de la bebida.

Finalmente, después de una borrachera terrible en la que se pasó toda la noche delirando, blasfemando y gritando, Susan le abandonó. Vi a Randall bastantes días después de que ella se marchase. Harris estaba extrañamente tranquilo, apagado, apenas obsceno e intratable.

—Yo la amaba, Chinaski —me dijo—. No voy a poder superarlo, cojones.

—Lo superarás, Randall. Ya verás. Lo superarás. El ser humano es mucho más resistente de lo que piensas.

—Mierda —dijo—. Espero que tengas razón. Tengo este condenado agujero en mi vientre. Las mujeres han puesto a muchos hombres debajo del puente. No sienten igual que nosotros.

—Sí sienten. Lo que pasa es que ella no pudo soportar tu trago.

—Joder, tío. He escrito todo mi material estando bebido.

—¿Es ése el secreto?

—Mierda, sí. Sobrio no soy más que un jodido mozo de carga, y no muy bueno...

Me fui y lo dejé solo, colgado de cerveza.

 

Volví a verle tres meses después. Harris seguía viviendo en el viejo caserón. Me presentó a Sandra, una rubia de 27 años con muy buena pinta. Su padre era un juez del Tribunal Supremo y ella se había graduado en la Universidad de Carolina del Sur. Aparte de estar muy buena, tenía una fría sofisticación de la que habían carecido las anteriores mujeres de Randall. Estaban bebiendo una botella de buen vino italiano.

La perilla de Randall se había convertido en una barba y su pelo estaba mucho más largo. Su ropa era nueva y a la última moda. Llevaba zapatos de 40 dólares, un reloj de pulsera nuevo y su rostro parecía más delgado y definido, las uñas limpias... pero su nariz todavía enrojecía bebiendo vino.

—Randall y yo nos mudamos al Oeste de L. A. este fin de semana —me dijo ella—. Este sitio es siniestro.

—He escrito una buena cantidad de mis cosas aquí —dijo él.

—Randall, querido —dijo ella—, no es el lugar el que escribe, eres tú. Creo que le vamos a conseguir a Randall un trabajo de profesor, tres días a la semana.

—Yo no puedo enseñar.

—Querido, tú puedes enseñarles Todo.

—Mierda —dijo él.

—Están pensando hacer una película del libro de Randall. Hemos visto el guión. Es un guión muy bueno.

—¿Una película? —pregunté.

—No es muy probable —dijo Harris.

—Querido, están trabajando en ello. Ten un poco de fe.

Me tomé otro vaso de vino con ellos y luego me fui. Sandra era una guapa chica.

 

Randall no me dio la dirección de su nueva casa y yo no me preocupé de buscarle. Dejé de verlo. Había pasado más de un año cuando leí la crítica de la película La flor en el rabo del diablo. Estaba basada en su novela. Una buena crítica. Harris había incluso tenido un papel en el film.

Fui a ver la película. Habían hecho un buen trabajo a partir del libro. Harris parecía aún un poco más serio y rígido que la última vez que le vi. Decidí buscarle. Después de un trabajo detectivesco llamé a la puerta de su chalet en Malibú una noche alrededor de las 9. Randall abrió la puerta.

—Chinaski, viejo perro —dijo—. Vamos, entra.

Una bella jovencita estaba sentada en el sofá. Aparentaba tener unos 19 años, y simplemente irradiaba belleza natural.

—Esta es Karilla —dijo él. Estaban bebiendo una botella de caro vino francés. Me senté con ellos y tomé un vaso. Tomé muchos vasos. Salió otra botella y hablamos calmosamente. Harris no se emborrachó ni se puso intratable y no parecía fumar mucho.

—Estoy trabajando en una obra de teatro para Broadway —me dijo—. Dicen que el teatro se está muriendo, pero yo tengo algo que mostrarles. Uno de los más importantes productores está interesado. Estoy dando forma al último acto en estos momentos. Es un buen medio. Yo siempre fui muy bueno charlando, ya sabes.

—Sí —contesté.

Me fui sobre las 11:30. La conversación había sido agradable... Harris empezaba a mostrar un gris distinguido en las sienes, y no dijo «mierda» más de cuatro o cinco veces.

 

La obra Dispara a tu madre, dispara a tu Dios, dispara el desenlace fue un éxito. Tuvo una de las mayores permanencias en la historia de Broadway. Tenía de todo: algo para los revolucionarios, algo para los reaccionarios, algo para los amantes de la comedía, algo para los amantes del drama, algo incluso para los intelectuales, y aún tenía sentido. Randall Harris se mudó de Malibú a un gran chalet en lo alto de Beverly Hills. Ahora leías a menudo cosas acerca de él en las columnas de chismorreos de los periódicos.

Un día me pasé por Beverly Hills y encontré el lugar donde ahora vivía, una mansión de tres pisos que dominaba las luces de Los Ángeles y Hollywood.

Aparqué, bajé del coche y caminé por el sendero hacia la puerta principal. Eran cerca de las 8:30 de la noche, una noche fría, casi helada; había luna llena y la atmósfera estaba fresca y clara.

Toqué el timbre. Me pareció esperar un largo rato. Finalmente la puerta se abrió. Era el mayordomo.

—¿Diga, señor? —me preguntó.

—Henry Chinaski, quiero ver a Randall Harris —dije.

—Un momento, señor. —Cerró la puerta despacio y esperé de nuevo largo rato. Entonces volvió el mayordomo—. Lo siento, señor, pero el señor Harris no puede ser molestado en estos momentos.

—Oh, de acuerdo.

—¿Acaso quiere dejar un mensaje, señor?

—¿Un mensaje?

—Sí, un mensaje.

—Sí, dígale «enhorabuena».

—¿Enhorabuena?  ¿Eso es todo?

—Sí, eso es todo.

—Buenas noches, señor.

—Buenas noches.

Volví a mi coche, entré. Arranqué y comencé a recorrer la larga bajada por las cuestas de las colinas. Llevaba conmigo aquel primerizo número de Mad Fly, el número con diez poemas de Randall Harris dentro. Quería que me lo firmase, pero probablemente estaría demasiado ocupado. Tal vez, pensé, si le mando la revista por correo con franqueo de vuelta, me la firme.

Eran sólo las 9 de la noche. Tenía mucho tiempo para ir a cualquier sitio.