Charles Bukowski
Algo acerca de una bandera del vit-cong

El desierto se cocía bajo el sol de verano. Red saltó fuera del tren mientras disminuía la marcha, cayó y corrió dando saltos por el terraplén de la vía. Cagó detrás de unas rocas mirando al norte, y se limpió el culo con unas hojas. Luego caminó cincuenta metros, se sentó a la sombra de otra gran roca y lió un cigarrillo. Vio entonces a los hippies acercarse caminando. Eran dos tíos y una chica. También habían saltado del tren.

Uno de los tíos llevaba una bandera del Viet-Cong. Los tíos parecían blandos e inofensivos. La chica tenía un culo grande y bonito, casi reventaba sus pantalones vaqueros. Era rubia y con bastantes granos. Red esperó hasta que llegaron a su lado.

—¡Heil Hitler! —dijo.

Los hippies se rieron.

—¿Adonde vais? —preguntó Red.

—Tratamos de llegar a Denver. Creo que lo vamos a conseguir.

—Bueno —dijo Red—, os vais a esperar un rato, porque yo voy a tener que usar a vuestra chica.

—¿Qué dices?

—Ya me habéis oído.

Red agarró a la chica. Con una mano agarrándola del cabello y otra del culo, la besó. El tío más alto cogió a Red del hombro.

—Espera un momento...

Red se volvió y lo mandó al suelo con un corto de izquierda. Directo en el estómago. El tío se quedó tumbado, respirando con dificultad. Red miró al otro tío, el de la bandera del Viet-Cong.

—Si no quieres que te haga pupa, déjame tranquilo —le dijo—. Vamos —le dijo a la chica—, nos iremos detrás de esas rocas.

—No, no pienso hacerlo —dijo la chica—, no pienso hacerlo.

Red sacó su navaja y presionó el resorte. La cuchilla surgió chasqueante frente a la nariz de la chica. Se la apoyó sobre la aleta.

—¿Qué tal aspecto tendrías sin nariz?

Ella no contestó.

—Te la cortaré —gruñó él.

—Escucha —dijo el tío de la bandera—, esto es un delito, te buscarán.

—Vamos, nena —dijo Red, empujándola hacia las rocas.

Red y la chica desaparecieron tras las rocas. El tío de la bandera ayudó a levantarse a su amigo. Se quedaron allí quietos. Pasó el tiempo.

—Se está follando a Sally. ¿Qué podemos hacer? En estos momentos se la está follando.

—¿Qué podemos hacer? Es un loco.

—Deberíamos intentar algo.

—Sally debe estar pensando que somos unas verdaderas mierdas.

—Lo somos. Somos dos. Podíamos haberle inmovilizado.

—Tiene un cuchillo.

—No importa. Podíamos haberle agarrado.

—Me siento terriblemente miserable.

—¿Cómo crees que se debe sentir Sally? Se la está follando.

Se quedaron allí y esperaron. El tío alto que había recibido los puñetazos se llamaba Leo. El otro era Dale. Hacía mucho calor bajo el sol mientras esperaban.

—Nos quedan dos cigarrillos —dijo Dale—, ¿nos los fumamos?

—¿Cómo infiernos vamos a fumar sabiendo lo que está ocurriendo tras esas rocas?

—Tienes razón. Dios. ¿Por qué tardan tanto?

—Dios, no sé. ¿Crees que la habrá matado?

—Estoy empezando a preocuparme.

—Creo que voy a acercarme a echar un vistazo.

—De acuerdo, pero ten cuidado.

Leo se fue hacia las rocas. Había un pequeño promontorio cubierto de arbustos. Subió arrastrándose por él y escondido entre los arbustos, miró abajo. Red se estaba jodiendo a Sally. Leo los observó. Parecía no tener fin. Red seguía y seguía. Leo bajó reptando el promontorio y caminó hacia donde estaba Dale.

—Creo que ella está bien —dijo.

Esperaron.

Finalmente, Red y Sally salieron de detrás de las rocas. Vinieron caminando hacia ellos.

—Gracias, hermanos —dijo Red—, ha sido un bonito bocado.

—¡Ojalá te caigas al infierno! —dijo Leo.

Red se rió.

—¡Paz! ¡Paz, hermanos!... —Hizo el signo con sus dedos—. Bueno, creo que me voy a ir...

Lió un cigarrillo rápido, sonriendo mientras lo pegaba. Entonces lo encendió, inhaló una bocanada, y se fue andando hacia el norte, buscando los lugares sombreados.

—Sigamos alegres el resto del camino —dijo Dale—, las cargas no sirven para nada.

—Sí, hacia la autopista del Oeste —dijo Leo—, ea, vámonos.

Empezaron a caminar hacia el Oeste.

—Cristo —dijo Sally—. ¡No puedo casi andar! ¡Es un animal!

Leo y Dale no dijeron nada.

—Espero no quedarme preñada.

—Sally —dijo Leo—, lo siento...

—¡Oh, cállate!

Caminaron. La tarde estaba cayendo y el calor del desierto iba en disminución.

—¡Odio a los hombres! —dijo Sally.

Un conejo salió corriendo de debajo de una mata y Leo y Dale dieron un salto de sorpresa.

—Un conejo —dijo Leo—, un conejo.

—¿Os asustó ese conejo, eh, tíos?

—Bueno, después de lo que ocurrió, estamos nerviosos.

—¿Vosotros nerviosos? ¿Y yo qué, eh? Mira, vamos a sentarnos un rato; estoy cansada.

Había un pequeño espacio de sombra y Sally se sentó entre los dos.

—Sabéis, después de todo... —dijo ella.

—¿Qué?

—No estuvo tan mal. En un plano puramente sexual, quiero decir. Me la metió de verdad. ¡Uau! En el aspecto estrictamente sexual fue algo grande.

—¿Qué? —dijo Dale.

—Quiero decir, bueno, moralmente, le odio. El hijo de puta debería ser fusilado. Es un perro. Un cerdo. Pero en el terreno estrictamente sexual fue algo...

Se quedaron allí sentados un rato sin decir nada. Entonces sacaron los dos cigarrillos y se los fumaron, pasándoselos de uno a otro.

—Ojalá tuviésemos algo de droga —dijo Leo.

—Dios, sabía que ibas a decirlo —dijo Sally—. Vosotros es que casi ni existís.

—¿Puede que te sintieras mejor si te violásemos? —preguntó Leo.

—No seas estúpido.

—¿Crees que no puedo violarte?

—Debería haberme ido con él. Vosotros no sois nada.

—¿Así que ahora él te gusta? —preguntó Dale.

—¡Olvídalo! —dijo Sally—. Vamos a bajar hasta la autopista y allí nos pondremos a hacer dedo.

—Yo puedo metértela de un golpe —dijo Leo—, puedo hacerte llorar.

—¿Y yo puedo mirar? —preguntó Dale, riéndose.

—No va a haber nada que mirar —dijo Sally—. Vamos. En marcha.

Se levantaron y caminaron hacia la autopista. Estaba a diez minutos de camino. Cuando llegaron allí, Sally se puso en el borde a hacer dedo. Leo y Dale se quedaron más atrás escondidos. Habían olvidado la bandera del Viet-Cong. Sé la habían dejado tirada en la explanada, junto a la escoria cercana a la vía. La guerra seguía. Siete hormigas rojas gigantes se deslizaban entre los pliegues de la bandera.