Charles Bukowski - El Capitán Salió A Comer Y Los Marineros Tomaron El Barco 

02-10-91

23.03 h.

La muerte les llega a los que esperan y a los que no.

Un día hirviente hoy, un día hirviente y estúpido. Salí de Correos y el coche no me arrancaba. Bueno, yo soy un buen ciudadano. Pertenezco a una asociación de ayuda en carretera. De modo que necesitaba un teléfono. Hace cuarenta años había teléfonos en todas partes. Teléfonos y relojes. Siempre podías mirar a algún sitio y ver la hora que era. Eso se acabó. Ya no te dan la hora gratis. Y los teléfonos públicos están desapareciendo.

Seguí mis instintos. Entré en Correos, bajé por las escaleras y allí, en un rincón oscuro, solitario y sin anunciar, había un teléfono. Un pegajoso y sucio y oscuro teléfono. No había otro en tres kilómetros a la redonda. Sabía cómo manejar un teléfono. Tal vez. Información. Oí la voz de la operadora y me sentí a salvo. Era una voz tranquila y aburrida, que me preguntó qué ciudad quería. Le di el nombre de la ciudad y de la asociación de ayuda en carretera. (Tienes que saber cómo hacer todas estas pequeñas cosas, y tienes que hacerlas una y otra vez, o estás muerto. Muerto en la calle. Ni atendido ni deseado.) La señorita me dio un número, pero era el número equivocado. Era el del departamento comercial. Luego me pusieron con el taller. Una voz viril, relajada, cansada pero combativa. Estupendo. Le di la información. “30 minutos”, me dijo.

Volví al coche, abrí una carta. Era un poema. Dios. Hablaba de mí. Y de él. Nos habíamos cruzado, al parecer, un par de veces, hacía unos 15 años. Él me había publicado también en su revista. Yo era un gran poeta, decía, pero bebía. Y había vivido una vida miserable y arrastrada. Ahora los poetas jóvenes bebían y vivían vidas miserables y arrastradas, porque creían que así era como se hacía. Además, yo había atacado a otras personas en mis poemas, incluyéndole a él. Y me había imaginado que él había escrito poemas nada halagadores sobre mí. No era cierto. Él era en realidad una buena persona; decía que había publicado a muchos otros poetas en su revista durante 15 años. Y yo no era una buena persona. Yo era un gran escritor pero no era una buena persona. Y él nunca hubiera sido “colega” mío. Eso es lo que decía: “colega”. Y cometía continuas faltas de ortografía. La ortografía no era su fuerte.

 Hacía calor en el coche. Estábamos a 38 grados, el primero de octubre más caluroso desde 1906. 

No iba a contestar aquella carta. El tipo me volvería a escribir.

Otra carta de un agente, adjuntándome el original de un escritor. Le eché un vistazo. Muy malo. Por supuesto. “si tienes alguna sugerencia sobre el manuscrito, o algún contacto editorial, le agradeceríamos mucho…”

Otra carta de una mujer que me daba las gracias por enviarle cuatro líneas a su marido, y un dibujo, a petición de ella, que le había hecho muy feliz. Pero ahora estaban divorciados, y ella trabajaba por su cuenta y que si podía venir a hacerme una entrevista. Recibo solicitudes de entrevistas dos veces a la semana. Pero sencillamente no hay demasiado de que hablar. Hay muchas cosas de las que escribir, pero no de las que hablar.

Recuerdo una vez, en los viejos tiempos, que me estaba entrevistando un periodista alemán. Yo lo había llenado de vinos hasta arriba, y le había hablado durante 4 horas. Cuando terminamos, se inclinó ebriamente hacia mí y me dijo: “No soy entrevistador. Sólo quería una excusa para verle…”.

Eché el correo a un lado y me quedé allí sentado, esperando. Luego vi la grúa. Un tipo joven, sonriente. Un chaval simpático. Claro.

—¡EH, TÍO! —le grité—. ¡ES AQUÍ!

20Entró haciendo marcha atrás con la grúa y me bajé del coche y le expliqué el problema.

—Remólcame hasta el taller de Acura —le dije.

—¿Sigue su coche en garantía? —me preguntó.

Sabía de sobra que no. Estábamos en 1991, y era un modelo de 1989.

—No importa —dije—. Remólcame hasta el concesionario de Acura.

—Tardarán bastante en arreglarlo, puede que una semana.

—Qué va. Son muy rápidos.

—Oiga, mire —dijo el chico—, tenemos nuestro propio taller. Podemos llevar el coche hasta allí, y a lo mejor arreglarlo hoy mismo. Si no, le tomamos nota y le llamamos lo antes posible.

Ya estaba viendo mi coche metido una semana en el taller. Para que luego me dijeran que había que cambiar la transmisión. O la junta de culata.

—Remólcame hasta el taller de Acura —dije.

—Espere —dijo el chico—. Primero tengo que llamar a mi jefe.

Esperé. El chico regresó.

—Me ha dicho que le dé batería.

—¿Qué?

Que le dé batería.

—Bueno, muy bien. Vamos allá.

Me metí en el coche y lo dejé rodar hasta la parte de atrás de la grúa. El chico conectó los cables y el coche arrancó a la primera. Le firmé los papeles y se marchó y luego me marché yo…

Luego decidí dejar el coche en el taller de la esquina.

—A usted le conocemos. Viene aquí desde hace años —me dijo el encargado.

—Muy bien —le dijo, y sonreí—. Así que no me den el palo.

El encargado se limitó a mirarme.

—Dénos 45 minutos.

—De acuerdo.

—¿Quiere que le llevemos a algún sitio?

—Sí, gracias.

El encargado señaló con el dedo.

—Él le llevará.

Un chico simpático, allí de pie. Fuimos hasta su coche. Le expliqué por dónde tenía que ir. Nos pusimos en marcha y subimos la cuesta.

—¿Sigue haciendo películas? —me preguntó el chico.

Yo, como veis, era una celebridad.

—No —dije—. Que le den por el culo a Hollywood.

Eso no lo entendió.

—Para aquí —dije.

—Vaya, qué casa más grande.

—Es sólo donde trabajo —dije.

Era verdad.

Me bajé del coche. Le di 2 dólares al chico. Protestó, pero me los aceptó.

Subí por el callejón de entrada de mi casa. Los gatos estaban tirados por el suelo, ajenos a todo. En mi próxima vida quiero ser gato. Dormir 20 horas al día y esperar que me den de comer. Estar tirado todo el día, lamiéndome el culo. Los humanos son demasiado miserables e iracundos y monotemáticos.

Subí arriba y me senté delante del ordenador. Es mi nuevo consolador. Mi escritura se ha duplicado en potencia y rendimiento desde que lo tengo. Es una cosa mágica. Me siento delante de él como la mayoría de la gente se sienta delante del televisor.

“No es más que una máquina de escribir glorificada”, me dijo una vez mi yerno. Pero él no es escritor. No sabe lo que es que las palabras le hinquen el diente al espacio, y se encienda; que los pensamientos que te pasan por la cabeza se puedan convertir inmediatamente en palabras, que a su vez desencadenan más pensamientos, seguidos de más palabras. Con una máquina de escribir es como andar atravesando fango. Con un ordenador, es como patinar sobre hielo. Es un estallido de fuego. Claro que si no tienes nada dentro, da igual. Y luego está el trabajo de limpieza, correcciones. Qué demonios, yo antes tenía que escribirlo todo dos veces. La primera vez para ponerlo en el papel, y la segunda para corregir los errores y las meteduras de pata. Pero de esta manera se convierte en una sola carrera, llena de diversión, de gloria y de escapatoria.

Me pregunto cuál será el siguiente paso después del ordenador. Probablemente nos limitaremos a ponernos los dedos en las sienes y saldrá una masa perfecta de palabras. Por supuesto, habrá que llenar el depósito antes de arrancar, pero siempre habrá unos cuantos afortunados que lo puedan hacer. O eso esperamos.

Sonó el teléfono.

—Es la batería —me dijo el del taller—. Necesitaba una batería nueva.

—¿Y si no le puedo pagar?

—Entonces nos quedaremos con su rueda de repuesto.

—Voy para allá enseguida.

Cuando salía de casa oí la voz de mi anciano vecino. Me estaba gritando. Subí al porche de su cacha. Llevaba los pantalones del pijama y una vieja camiseta gris. Me acerqué a él y le estreché la mano.

—¿Quién es usted? —me preguntó.

—Soy su vecino. Llevo diez años aquí.

—Yo tengo 96 —dijo.

—Ya lo sé, Charley.

—Dios no me lleva con él porque tiene miedo de que le quite el empleo.

—Podría hacerlo.

—Y podría quitarle el empleo al diablo, también.

—Sí, podría.

—¿Y usted? ¿Cuántos años tiene?

—71.

—¿71?

—Sí.

—Es viejo, también.

—Ah, ya lo sé, Charley.

Nos dimos la mano y bajé de su porche y luego bajé por la cuesta, pasando junto a las plantas cansadas, las casas cansadas.

Me dirigía a la estación de servicio.

Otro día pateado en el culo.

Charles Bukowski en The Captain is Out to Lunch and the Sailors Have taken Over the Ship

Black Sparrow Press - Santa Bárbara, [(1983) 1998]