Charles Bukowski
Céline está muerto...

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Yo estaba sentado en mi oficina, mi contrato de alquiler había vencido y

McKelvey estaba empezando los trámites para desahuciarme. Aquel día hacía

un calor del demonio y el aire acondicionado se había roto. Una mosca se

paseaba lentamente por encima de mi escritorio. Extendí el brazo con la

palma de la mano abierta y la puse fuera de juego. Me estaba frotando la

mano con la pernera derecha del pantalón cuando sonó el teléfono. Lo cogí.

–¿Sí? –dije.

–¿Ha leído usted a Céline? –preguntó una voz femenina. La voz era

bastante sexy y yo llevaba mucho tiempo solo. Décadas.

–¿Céline? –dije–. Ummm...

–Quiero a Céline –dijo ella–. Tengo que conseguirlo.

Aquella voz tan sexy me estaba poniendo realmente cachondo.

–¿Céline? –dije–. Déme alguna información. Hábleme, señora, siga

hablando...

–Súbase la cremallera –me contestó.

Miré hacia abajo.

–¿Cómo lo sabe? –le pregunté.

–Da igual. Lo que quiero es a Céline.

–Céline está muerto.

–No lo está. Quiero que le encuentre. Quiero tenerlo.

–Puedo encontrar sus huesos.

–No, estúpido, –está vivo!

–¿Dónde?

–En Hollywood. He oído que se ha pasado varias veces por la librería de

Red Koldowsky.

–Entonces, ¿por qué no va a buscarle usted?

–Porque antes quiero saber si es el auténtico Céline. Tengo que estar

segura, absolutamente segura.

–Pero ¿por qué ha recurrido a mí? Hay cientos de detectives en esta

ciudad.

–John Barton le ha recomendado a usted.

–Ah, Barton, sí. Bueno, escuche, tendrá que darme algún adelanto y

tendré que verla a usted en persona.

–Estaré ahí dentro de unos minutos –dijo.

Ella colgó, yo me subí la cremallera.

Y esperé.