Charles Bukowski
Cojones

Como cualquiera podrá deciros, no soy un hombre muy agradable. No conozco esa palabra. Yo siempre he admirado al villano, al fuera de la ley, al hijo de perra. No aguanto al típico chico bien afeitado, con su corbata y un buen trabajo. Me gustan los hombres desesperados, hombres con los dientes rotos y mentes rotas y destinos rotos. Me interesan. Están llenos de sorpresas y explosiones. También me gustan las mujeres viles, las perras borrachas, con las medias caídas y arrugadas y las caras pringosas de maquillaje barato. Me interesan más los pervertidos que los santos. Me encuentro bien entre marginados porque soy un marginado. No me gustan las leyes, ni morales, religiones o reglas. No me gusta ser modelado por la sociedad.

Una noche, estaba bebiendo con Marty, el ex-presidiario, en mi habitación. No tenía trabajo. No quería tener trabajo. Sólo quería sentarme con los zapatos quitados y beber vino y conversar, y reírme, a ser posible. Marty era un poco estúpido, pero tenía manos de trabajador, una nariz rota y ojos de topo; no era gran cosa pero lo sabía llevar.

—Me gustas, Hank —dijo Marty— eres un hombre de verdad, uno de los pocos hombres de verdad que he conocido.

—Ya —dije yo.

—Tienes cojones.

—Ya.

—Yo fui una vez minero...

—¿Sí?

—Y me peleé con un tío. Usamos mangos de hacha. El me rompió el brazo izquierdo con su primer golpe. Yo aguanté el dolor y solté mi golpe. Le hundí la cabeza. Cuando se recuperó del golpe, había perdido la cabeza. Yo le había roto el seso. Lo metieron en una casa de locos.

—Eso está bien —dije yo.

—Escucha —dijo Marty— quiero pelear contigo.

—El primer golpe es tuyo. Anda, pega.

Marty estaba sentado en una silla verde con respaldo. Yo iba hacia el lavabo a servirme otro vaso de la botella de vino. Me volví de pronto y le pegué un directo de derecha en medio de la cara. Se cayó de espaldas con la silla, se levantó y se vino hada mí. Descuidé la izquierda. Me pegó en lo alto de la nuca y me tumbó. Caí sobre un saco de papel lleno de vómito y botellas vacías. Saqué una botella, me puse de rodillas y se la arrojé. Marty la esquivó, yo me levanté y agarré la silla. Cuando la tenía levantada sobre Marty, se abrió la puerta. Era nuestra casera, una atractiva rubia de veintipocos años. Qué hacía ella llevando una casa como ésa, nadie se lo podía imaginar. Yo bajé la silla.

—Señor Chinaski —dijo ella— quiero que sepa...

—Quiero que sepa usted —dije— que es inútil.

—¿Qué es inútil?

—Es inútil. No es usted mi tipo. No quiero follar con usted.

—Escuche —dijo ella— quiero decirle algo. Le vi meando la otra noche en la puerta de al lado, y como siga haciendo eso, le voy a echar de aquí. Alguien ha estado también meando dentro del ascensor. ¿Ha sido usted?

—Yo no meo en los ascensores.

—Bueno, yo le vi anoche mear en la puerta de al lado. Estaba mirando. Fue usted.

—Y un cuerno que fui yo.

—Estaba demasiado borracho para enterarse. No vuelva a hacerlo.

Cerró la puerta y se fue.

Unos minutos más tarde, estaba sentado bebiendo vino y tratando de recordar si había meado en la puerta vecina, cuando se oyó un golpe en mi puerta.

—Adelante —dije.

Era Marty:

—Tengo algo que decirte.

—Claro, siéntate.

Le serví un vaso de oporto y se sentó.

—Estoy enamorado —dijo.

Yo no contesté. Lié un cigarrillo.

—¿Tú crees en el amor? —me preguntó.

—Supongo. A mí me pasó una vez.

—¿Y dónde está ella?

—Se fue. Muerta.

—¿Muerta? ¿Cómo?

—La bebida.

—Esta también bebe mucho. Me preocupa. Siempre está borracha. No puede parar.

—Ninguno de nosotros puede.

—Voy a las reuniones de Alcohólicos Anónimos con ella. Siempre va allí borracha. La mitad de los que van allí están borrachos. Puedes oler los vapores.

Yo no contesté.

—Dios, es joven. ¡Y vaya cuerpo! La amo, tío, ¡la amo de verdad!

—Oh, coño, Marty, eso es sólo sexo.

—No, yo la amo, Hank, lo noto de veras.

—Sí, es posible.

—Cristo, la han metido en una habitación del sótano. Por no poder pagar el alquiler.

—¿El sótano?

—Sí, tienen una habitación allá abajo con todas las cazuelas y la mierda.

—Es increíble.

—Sí, ella está allá abajo. Y yo la amo, tío, y no tengo nada de dinero para ayudarla.

—Eso es triste. Yo estuve en la misma situación. Se sufre.

—Si tuviera voluntad, si pudiera meterme diez días en el hospital y recobrar la salud, podría conseguir un trabajo en alguna parte, podría ayudarla.

—Bueno —dije— ahora estás bebiendo. Si la amas, tendrás que dejar de beber desde este mismo momento.

—Por Dios —dijo—. ¡Lo haré! ¡Voy a echar este vaso al retrete!

—No seas melodramático. Sólo tienes que pasármelo.

 

Bajé en el ascensor al primer piso, con la botella de whisky barato que había robado en la tienda de licores de Sam una semana antes. Luego bajé por las escaleras hasta el sótano. Había una pequeña luz encendida allá abajo. Me puse a buscar alguna puerta. Finalmente encontré una. Serían la una o las dos de la madrugada. Llamé a la puerta. Esta se entreabrió y allí estaba una mujer verdaderamente preciosa en camisón. No me esperaba tanto. Joven, rubia y con labios de fresa. Metí mi pie entre la puerta y la pared, y luego empujé con suavidad hasta meterme dentro. Cerré la puerta y miré a mi alrededor. No era un sitio tan malo después de todo.

—¿Quién eres? —dijo ella—. Lárgate de aquí.

—Tienes una habitación magnífica. Creo que es mejor que la mía.

—¡Vete de aquí!  ¡Vete!   ¡Vete!

Saqué la botella de whisky de la bolsa de papel. Ella se quedó mirándola.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté.

—Jeanie.

—Escucha, Jeanie ¿dónde guardas los vasos?

Señaló un estante de la pared y yo me acerqué y cogí dos largos vasos. Había un lavabo. Eché un poco de agua en cada uno y luego me fui hacia la mesa, los dejé, abrí la botella y llené el resto con whisky. Nos sentamos en el borde de la cama y bebimos. Ella era joven y atractiva. Yo no podía creerlo. Esperaba una explosión neurótica, alguna locura. Pero Jeanie parecía normal, incluso saludable. Eso sí, disfrutó su whisky. Se lo bebió en silencio conmigo. Yo había bajado con un enfebrecido ataque de ansiedad, pero ahora la ansiedad había desaparecido. Quiero decir que si ella hubiese sido una marranita o tuviese algo indecente o feo (un labio leporino, cualquier cosa) yo hubiera estado más cachondo y más dispuesto a enguilármela. Recordé una historia que había leído una vez en el Racing-Form acerca de un semental pura sangre al que no habían conseguido aparear con ninguna yegua. Le habían llevado las yeguas más bellas que se podían encontrar, pero el semental las rehuía. Entonces alguien, que sabía del asunto, tuvo una idea. Embadurnó de barro a una yegua magnífica y el semental se la montó inmediatamente. La teoría era de que el semental se sentía inferior ante todas esas bellezas, pero cuando estaban embarradas, afeadas, entonces se sentía igual, o quizás incluso superior. Las mentes de los caballos y las de los hombres podían tener muchos puntos en común.

En fin, Jeanie se sirvió otro vaso de whisky, me preguntó mi nombre y en qué habitación estaba. Le dije que vivía por los pisos de arriba y que sólo quería tomar un trago con alguien.

—Te vi una noche en el bar Clamber hace cerca de una semana —dijo— estabas muy divertido, tenías a todo el mundo riéndose, invitabas a beber a todos.

—No recuerdo.

—Yo sí me acuerdo. ¿Te gusta mi camisón?

—Sí.

—¿Por qué no te quitas los pantalones y te pones más cómodo?

Lo hice y me volví a sentar en la cama con ella. Todo pasó muy despacio. Recuerdo estar diciéndole que tenía unas tetas muy bonitas y luego estaba chupándole una. Luego me di cuenta de que estábamos metidos en el ajo. Yo estaba encima. Pero algo no funcionó bien. Me eché a un lado.

—-Lo siento —dije.

—No pasa nada —dijo— me sigues gustando.

Nos sentamos y nos acabamos el whisky, hablando vagamente.

Entonces se levantó y apagó las luces. Yo me sentí muy triste y me metí en la cama pegado a su espalda. Jeanie estaba caliente, llena, y yo podía sentir su respiración, y podía sentir su pelo contra mi cara. Mi pene comenzó a levantarse y yo se lo apoyé en el trasero. Ella se movió y lo guió hacia dentro.

—Ahora —dijo— ahora, eso es...

Estuvo muy bien de ese modo, largo y agradable, luego acabamos y nos dormimos.

 

 

Cuando me desperté ella seguía durmiendo. Me levanté y empecé a vestirme. Estaba completamente vestido cuando ella se volvió y me miró:

—Otra vez antes de que te vayas.

—De acuerdo.

Me desnudé otra vez y me metí en la cama. Se volvió de espaldas y lo hicimos de nuevo, del mismo modo. Luego de que yo llegara al orgasmo, ella siguió dándome la espalda.

—¿Volverás aquí a verme? —me preguntó.

—Por supuesto.

—¿Vives arriba?

—Sí, en la 309. Puedo venir a verte o tú puedes ir a verme.

—Prefiero que vengas tú a verme —dijo.

—De acuerdo —dije—. Me vestí, abrí la puerta, salí y la cerré. Caminé hacia la escalera, subí, monté en el ascensor y apreté el botón número 3.

Fue cerca de una semana después, una noche, bebiendo vino con Marty. Hablábamos de cosas varias sin importancia y entonces dijo:

—Cristo, me siento como un idiota.

—¿Otra vez?

—Sí. Mi chica, Jeanie. Te hablé de ella.

—Sí. La que vive en el sótano. Estás enamorado de ella.

—Sí. Pues la han echado del sótano. Ni siquiera podía pagar el alquiler del sótano.

—¿Y adonde ha ido?

—No sé. Se ha ido. Me enteré de que la habían echado. Nadie sabe lo que hizo después, adonde fue. Fui a la reunión de Alcohólicos Anónimos y no estaba allí. Me siento mal, Hank, me siento muy mal. Yo la quería. Voy a perder la cabeza.

Yo no contesté.

—¿Qué puedo hacer, tío? Estoy completamente desquiciado...

—Bebamos por su suerte, Marty, por su buena suerte.

Bebimos un gran trago por ella.

—Era magnífica, Hank, tienes que creerme, era magnífica.

—Te creo, Marty.

Una semana más tarde echaron a Marty por no pagar el alquiler y yo conseguí un trabajo en un matadero. Había un par de bares mexicanos cruzando la calle. Me gustaban esos bares mexicanos. Después del trabajo, yo olía a sangre, pero allí a nadie le importaba. No era hasta que subía en el autobús de vuelta a casa que las narices empezaban a arrugarse y la gente me miraba como a un sucio diablo y yo comenzaba a sentirme otra vez como un salvaje. Eso ayudaba.