Charles Bukowski
De cómo aman los muertos

1

Era un hotel cercano a la cima de una colina, lo suficientemente empinada para ayudarte a bajar corriendo hasta la tienda de licores, y, de vuelta con la botella, una subida suficiente para hacer el esfuerzo más meritorio. El hotel había estado alguna vez pintado de verde brillante, llamaradas cálidas de verde, pero ahora, después de las lluvias, esas peculiares lluvias de Los Ángeles, que lo limpian y marchitan todo, el verde cálido estaba apagado y al borde de la desaparición —como la gente que vivía dentro—.

De cómo me había ido a vivir allí, o porqué había abandonado mi anterior domicilio, apenas me acuerdo. Probablemente por causa de la bebida y de que apenas trabajaba, y por las violentas discusiones a media mañana con las señoras de la calle. Y al decir las discusiones a media mañana no me refiero a las 10:30 de la mañana, me refiero a las 3:30. Generalmente, si no llamaban a la policía, todo acababa con una pequeña nota pasada por debajo de la puerta, siempre escrita a lápiz en papel cuadriculado: «Estimado señor, vamos a tener que pedirle que se vaya de aquí tan pronto como sea posible». Una vez la cosa pasó a media tarde. La discusión acabó. Recogimos los cristales rotos, metimos todas las botellas en sacos de papel, vaciamos los ceniceros, dormimos, nos  despertamos, y yo estaba encima de ella actuando cuando oí una llave abriendo la puerta. Estaba tan sorprendido que me quedé con la polla bombeando dentro, sin parar el ritmo. Y allí estaba él, el casero bajito, de unos 45 años, sin pelo, excepto quizás en las orejas o las pelotas; se puso a mirarle a ella el culo, se acercó y apuntándola le dijo:

—¡Tú. Tú te vas DE AQUÍ HOY MISMO! —Yo paré de fornicar y me eché a un lado, mirándole de reojo. Entonces él me apuntó:

—¡Y usted TAMBIÉN SE VA de aquí hoy mismo! —Se dio la vuelta y se fue hacia la puerta, la cerró despacio y bajó las escaleras. Yo comencé otra vez la marcha y nos pegamos una buena despedida.

De cualquier modo, yo estaba allí, en el hotel verde, el marchito hotel verde, y estaba allí con mi maleta llena de harapos, solo, pero con el dinero para el alquiler. Estaba sobrio, y conseguí una habitación exterior, que daba a la calle, en el tercer piso, con el teléfono en el pasillo, pero al lado de mi puerta, un infiernillo al lado de la ventana, un gran lavabo, una nevera pequeña pero buena, un par de sillas, una mesa, una cama y el baño en el recibidor del hotel. Y aunque el edificio era muy viejo, tenía incluso un ascensor —el hotel había tenido en otro tiempo una cierta categoría—. Y ahora yo estaba allí. La primera cosa que hice fue procurarme una botella, y después de unos tragos y de matar dos cucarachas, me sentí como en mi casa. Entonces salí al pasillo y traté de telefonear a una dama que con seguridad podría ayudarme, pero ella estaba fuera, evidentemente, ayudando a algún otro.

 

 

2

Hacia las tres de la mañana alguien llamó a la puerta. Me puse mi vieja bata de cuadritos y abrí la puerta. Allí estaba de pie una mujer en bata.

—¿Sí? —le dije—. ¿Sí?

—Soy su vecina. Soy Mitzi. Vivo en el piso de abajo. Le vi esta tarde en el teléfono.

—¿Sí? —dije yo.

Entonces ella sacó algo de detrás de su espalda y me lo enseñó. Era una botella de buen whisky.

—Entra —dije.

Limpié dos vasos y abrí la botella. ¿Seco o mezclado?

—Con dos tercios de agua.

Había un pequeño espejo encima del lavabo y ella se puso delante de él, enrollándose el pelo con rulos. Yo le alcancé su vaso y me senté en la cama.

—Te vi esta tarde al teléfono. Sólo con verte me di cuenta de que eras un tipo simpático. Yo en seguida conozco a las personas. Algunos de ellos no son tan simpáticos.

—Suelen decir que soy un bastardo.

—No creo que sea cierto.

—Yo tampoco.

Acabé mi bebida. Ella bebía a pequeños sorbos, así que me preparé otro trago. Charloteamos. Me tomé un tercer vaso. Entonces me levanté y me puse detrás de ella. Le puse las manos en las tetas.

—-¡OOOOOOh!  ¡Chico tonto!

Empecé a murmurar en su oído.

—¡Ooouch!  ¡SI que eres un bastardo!

Tenía un rulo en una mano. La agarré de la cabeza entre perifollos y besé su boquita ajada. Estaba blanda y abierta. Ella estaba lista. Puse el vaso en su mano, la llevé a la cama, la senté. «Bebe» le dije. Ella lo hizo. Se lo llené de nuevo. Yo no llevaba nada debajo de mi bata. La bata se abrió y la cosa salió afuera, tiesa. Dios, pensé, soy asqueroso. Soy un payaso. Como en una película. Una de las películas familiares del futuro. 2490 D.C. Adrenalina, escarabajos. Era difícil no empezar a reírme de mí mismo, estar ahí colgado de ese nido de horquillas como si nada. Lo único que quería era el whisky. Quería un castillo en las colinas. Un baño de vapor. Nada más que esto. Nos sentamos los dos con nuestras bebidas. La besé otra vez, sumergiendo mi lengua podrida de tabaco por su garganta. Me aparté para tomar aire. Abrí su bata y allí estaban sus tetas. No gran cosa, poca cosa. Bajé mi boca y agarré una. Se hundía y resurgía como un balón a medio hinchar. Yo hice estómago y me puse a chupar el pezón mientras ella me cogía la verga con la mano y doblaba la grupa. Nos caímos de espaldas en la cama barata, y allí, con las batas puestas, la tomé.

 

 

3

Su nombre era Lou, era ex-presidiario y ex-minero. Vivía en la planta baja del hotel. Su último trabajo había consistido en restregar manchas de caramelo quemado en una fábrica de dulces, y lo había perdido —como todos los anteriores— por culpa de la bebida. El seguro de desempleo se gastaba, y allí nos quedábamos como ratas —ratas sin ningún lugar donde esconderse, ratas con un alquiler que pagar, con vientres que tenían hambre, con pollas que se ponían duras, espíritus que estaban cansados, y nada de educación, ni ocupación alguna—. Mierda pura, como ellos dicen, esto es América. No queríamos nada y no conseguíamos nada. Mierda dura.

Conocí a Lou mientras bebíamos sentados sobre la cama, con la gente entrando y saliendo, de un lado a otro, bebiendo. Mi habitación era el lugar de la fiesta. Vino todo el mundo. Había un indio, Dick, que robaba botellas de whisky y las almacenaba en su armario. Decía que eso le daba una sensación de seguridad. Cuando no podíamos conseguir una botella en ninguna parte, siempre teníamos al indio como último recurso.

Yo no era muy bueno para robar botellas, pero había aprendido un truco de Alabam, un tío flaco y bigotudo que había trabajado conmigo de ordenanza en un hospital. Metes la carne y otros productos de valor en un gran saco y lo cubres con patatas. El tendero lo pesa y te lo cobra a precio de patatas. Pero yo era más hábil en conseguir crédito de Dick. Había muchos Dicks en el vecindario, y el encargado de la tienda de licores también se llamaba Dick. Pasábamos la tarde sentados y la bebida se acababa Mi primera medida era mandar alguien a la tienda de licores.

—Me llamo Hank —le decía al tío—. Dile a Dick que yo te mando, que te dé una botella, y si hay alguna duda que me llame por teléfono.

—Vale, vale —el tío se iba. Nosotros esperábamos, saboreando ya la bebida, fumando, dando vueltas y volviéndonos locos. Entonces el tío volvía:

—Dick dijo que ¡No! Dijo que tu crédito ya está agotado.

—¡MIERDA! —gritaba yo.

Y con los ojos inyectados en ira me levantaba en un estado de indignación bíblica.

—¡MALDITA MIERDA, ESE HIJO DE MALA MADRE!

Yo estaba furioso de verdad, era un cabreo honesto, no sé de dónde provendría. Cerraba de un portazo, cogía el ascensor, y bajaba la colina como un ángel vengador sediento.

—¡Le voy a... Sucia madre, esa sucia madre!... —Irrumpía en la tienda.

—Está bien, Dick.

—Hola Hank.

—¡Quiero DOS BOTELLAS! —(y nombraba una marca muy buena)— dos paquetes de cigarrillos, un par de esos puros, y déjame ver... un bote de ésos de cacahuetes, sí.

Dick ponía el material delante mío en el mostrador y se quedaba allí quieto.

—Bueno ¿me vas a pagar?

—Dick, quiero que lo pongas en mi cuenta.

—Mira, ya me debes 23,50 dólares. Antes me pagabas. Me pagabas un poco cada semana, recuerdo que era todos los viernes por la noche. No me has pagado nada desde hace tres semanas. Tú no eres como todos esos parias. Tienes clase. Yo confío en ti. ¿No puedes pagarme la mitad ahora y luego el resto?

—Mira, Dick, no estoy para discusiones. ¿Vas a meterme esto en una bolsa o te lo vas a GUARDAR?

Entonces se lo ponía todo delante de él y esperaba, chupando mi cigarrillo como si fuese el dueño del mundo. Un enano en calzoncillos, eso es lo que yo era. No tenía más clase que un saltamontes. Sólo sentía miedo de que él tuviese la sensatez de volver a guardar las botellas y me dijera que me fuese a .la mierda. Pero su cara siempre se ablandaba y metía la mercancía en una bolsa, entonces yo esperaba a que totalizase la nueva cuenta. Me la daba; yo asentía y me iba. Las bebidas siempre sabían mejor bajo estas circunstancias. Y cuando yo entraba con las botellas para los chicos y las chicas, era realmente el rey.

Estaba sentado una noche con Lou en su habitación. El llevaba una semana de retraso en el pago del alquiler y yo dos. Estábamos bebiendo vino de oporto. Liando nuestros cigarrillos. Lou tenía una maquinita que los dejaba muy bien hechos. La cosa era mantener cuatro paredes a tu alrededor. Si tenías cuatro paredes, tenías una oportunidad. En cuanto estuvieses en la calle, las oportunidades se irían al carajo, ellos te tendrían, te tendrían bien cogido. ¿Para qué robar algo si no lo puedes cocinar? ¿Cómo te vas a follar a alguien si estás viviendo en un callejón? ¿Cómo vas a dormir si todo el mundo ronca en el albergue de la Misión? ¿Y se rompen tus zapatos? ¿Y huelen? ¿Y es insano? Ni siquiera puedes mear sin mojarte, ver sin tener que cerrar los ojos o morirte sin sufrir. Necesitas cuatro paredes. Dadle a un hombre cuatro paredes y moverá el mundo. Así que estábamos un poco preocupados. Cualquier paso en la escalera parecía el de la casera. Era una casera muy misteriosa. Una joven rubia con la que nadie había podido follar. Yo me había mostrado frío con ella pensando que así se sentiría atraída. Ella vino y llamó a mi puerta, pero sólo para cobrar el alquiler. Tenía un marido en alguna parte, pero nunca lo habíamos visto. Vivían allí y no vivían. Y nosotros ahora sólo pensábamos en ella. Suponíamos que si nos cepillábamos a la casera, nuestros problemas se acabarían. Era uno de esos edificios donde te acostabas con todas las mujeres por sistema, casi por obligación. Pero con ésta no había podido hacer nada, y eso me hacía sentir inseguro. Así que nos quedábamos allí sentados, fumando nuestros cigarrillos liados y bebiendo oporto, mientras veíamos cómo las cuatro paredes se iban disolviendo, derrumbando. En casos como éste, lo mejor es hablar. Hablas de un modo salvaje, bebes tu vino. Éramos cobardes porque queríamos vivir. No queríamos vivir demasiado mal, pero queríamos vivir de todos modos.

—Bueno —dijo Lou— creo que ya lo tengo.

—¿Sí?

—Sí.

Me serví otro vaso.

—Trabajaremos juntos.

—Claro.

—Muy bien. Tú hablas bien, cuentas muchas historias interesantes, no importa que sean o no verdaderas.

—Son verdaderas.

—Quiero decir que da igual. Tienes un buen pico. Ahora te voy a decir lo que haremos. Hay un bar de lujo bajando la calle, ya lo conoces, el Molino's. Vas allí. Todo lo que necesitas es algo de dinero para la primera copa. Lo juntaremos entre los dos. Te sientas, coges tu bebida y buscas a algún tío que parezca tener pasta. Por ahí van algunos peces gordos. Tú eliges al tipo y te acercas. Te sientas a su lado y te enrollas con él, sacas la labia y tus historias. A él le gustará. Tú tienes incluso un gran vocabulario. Siempre culto y amable. Muy bien, él te invitará a copas toda la noche, él beberá toda la noche. Tú harás que beba mucho. Cuando cierren, lo llevas hacia la calle Alvarado, lo llevas hacia el oeste pasado el callejón. Dile que le vas a conseguir un bonito coño de jovencita, cuéntale cualquier cosa pero llévalo hacia el oeste. Yo estaré esperando en el callejón con esto.

Lou se fue detrás de la puerta y volvió con un bate de béisbol, un inmenso bate de béisbol, creo que de más de 42 onzas.

—¡Cristo, Lou, lo vas a matar!

—No, no, es imposible matar a un borracho, ya lo sabes. Quizás si él estuviese sobrio, lo matara, pero borracho sólo perderá el sentido. Le cogemos la cartera y nos largamos por caminos diferentes.

—Escucha, Lou, yo soy un buen hombre, yo no hago esas cosas.

—Tú no eres un buen hombre; eres el hijo de puta más salvaje que he visto en mi vida. Por eso me gustas.

 

 

 

4

Encontré a uno. Un gordo sonriente. Me había pasado toda mi vida pisoteado por gordos estúpidos como él. En trabajos duros y estúpidos, indignos y mal pagados. Iba a ser bonito. Empecé a hablar. No sabía de qué estaba hablando. El escuchaba y se reía y asentía agitando la cabeza y pedía bebidas. Tenía un reloj de pulsera, una mano repleta de anillos y una cartera llena y estúpida. Era un trabajo jodido. Le conté historias sobre prisiones, bandas de vagabundos, casas de putas. A él le gustaba el material sobre casas de putas.

Le conté aquélla del tío que pasaba cada dos semanas y pagaba muy bien. Todo lo que quería era una puta con él en una habitación. Los dos se quitaban la ropa, jugaban a las cartas y hablaban. Sólo se sentaban allí y hablaban. Luego, dos horas más tarde aproximadamente, él se levantaba, se vestía, decía adiós y se iba. Nunca tocaba a la puta.

—Es la hostia —dijo él.

—Sí.

Decidí que no me iba a importar nada que el bate gigante de Lou hiciera un buen chichón en ese cráneo obeso. Vaya un gilipollas. Vaya una masa de mierda inútil.

—¿Te gustan las chicas jovencitas? —le pregunté.

—Oh, sí, sí, sí.

—¿De unos catorce años y medio?

—Oh, cristo, sí.

—Hay una que viene hoy de Chicago en el tren de la 1:30 de la mañana. Estará en mi casa hacia las dos y media. Es limpia, cálida e inteligente. Bueno, te estoy ofreciendo algo fuera de lo normal, así que te pido diez billetes. ¿Es muy alto?

—No, está bien.

—De acuerdo, cuando cierren este sitio, te vienes conmigo.

A las dos de la madrugada salimos por fin, y yo lo alejé de allí, llevándole hacia el callejón. Quizás Lou no estuviese. Quizás el vino le había tumbado, o simplemente se había rajado, o había vuelto a casa. Un viento como ése podía matar a un hombre. O dejarle impedido para toda la vida. Caminábamos bajo la luz de la luna. No había nadie por los alrededores, nadie en las calles. Iba a ser fácil.

Nos metimos por el callejón. Lou estaba allí. Pero el gordo le vio. Levantó un brazo y bajó la cabeza cuando Lou golpeó. El mazo me dio a mí de lleno detrás de la oreja.

 

 

 

5

Lou recuperó su antiguo trabajo, el que había perdido por emborracharse, y ahora juraba que sólo iba a beber los fines de semana.

—De acuerdo, amigo —le dije— mantente lejos de mí, yo estoy bebido y bebiendo todo el tiempo.

—Ya lo sé, Hank, y me gustas, me gustas más que cualquier otro hombre que haya conocido, sólo que tengo que dejar la bebida para los fines de semana, es necesario, sólo los viernes y sábados por la noche y nada los domingos. Yo seguía aún bebiendo los lunes por la mañana y eso me costó el empleo. Me voy a apartar de la bebida, pero quiero que sepas que esto no tiene nada que ver contigo.

—Sólo que yo soy un borracho desesperado.

—Sí, bueno, pero yo estoy decidido.

—Está bien, Lou, pero no vengas a llamar a mi puerta hasta el viernes por la noche. Puede que oigas cantar y reír a bellas jovencitas de diecisiete años, pero no vengas a llamar a mi puerta.

—Tío, tú no jodes otra cosa que sacos.

—Pero parecen diecisieteañeros por el ojo de la cerradura.

Comenzó a explicarme la naturaleza de su trabajo, algo acerca de la limpieza del interior de las máquinas de dulces. Era un trabajo sucio y jodido. El dueño sólo empleaba a ex-presidiarios a los que sacaba el culo haciéndoles trabajar hasta la muerte. Explotaba a estos desgraciados de un modo brutal durante todo el día y ellos no podían hacer nada. Les rebajaba la paga y ellos no podían hacer nada. Si se quejaban estaban perdidos. Muchos de ellos estaban comprometidos con él bajo juramento. El cabronazo los tenía agarrados por los cojones.

—Suena como un tío que necesita ser asesinado —le dije a Lou.

—Bueno, a mí me gusta, dice que soy el mejor obrero que ha tenido nunca, pero que tengo que alejarme del vino; él necesita de alguien en quien pueda confiar. Una vez me llevó a su casa y todo, para pintarle algunas cosas, le pinté el cuarto de baño, hice un trabajo muy bueno, también. Tiene una casa en las colinas, una casa enorme, y tendrías que ver a su esposa. Nunca pensé que pudiese haber mujeres así, tan hermosas, sus ojos, sus piernas, su cuerpo, su manera de andar, de hablar, es la hostia.

 

 

 

6

Bueno, Lou cumplió su palabra. No le vi durante algún tiempo, ni siquiera los fines de semana, y mientras tanto yo me estaba sumergiendo en una especie de infierno personal. Estaba muy nervioso, con los nervios rotos —un pequeño ruido imprevisto me hacía brincar fuera de mi piel—. Tenía miedo de ir a dormir: pesadilla tras pesadilla sacudían mi alma, cada una más terrible que la precedente. No pasaba nada si te ibas a dormir totalmente borracho, eso estaba bien, pero si te ibas a dormir medio borracho, o aún peor, sobrio, entonces los sueños comenzaban a atormentarte, y nunca estabas seguro de cuándo estabas durmiendo y cuándo la acción era real y en tu propia habitación; porque cuando dormías, soñabas la habitación entera, los platos sucios, los ratones, las paredes doblándose, el par de bragas cagadas que alguna puta había dejado olvidadas en el suelo, el grifo goteante, la luna allí fuera como una bola encendida, coches llenos de hombres sobrios y bien alimentados, anuncios luminosos atravesando tu ventana, todo, todo, estabas en una especie de esquina oscura, oscura y oscura, sin ayuda, sin razón, la razón perdida y perdida, esquina oscura y sudorosa, la tiniebla extraviada, oscuridad e inmundicias, la realidad fétida, el hedor de todas las cosas: arañas, ojos, caseras, aceras, bares, edificios, hierba y no hierba, luz y no luz, sin jamás pertenecerte nada. Nunca aparecían elefantes rosas en mis pesadillas, pero sí montañas de hombrecillos sonrientes hirviendo y esgrimiendo trucos salvajes, o feroces hombres gigantescos apareciendo como una tormenta brutal para estrangularte, o clavar sus dientes en tu garganta. O te quedabas tumbado de espaldas paralizado, sudando, con la mirada dilatada de terror, con esta cosa negra, hedionda y peluda de baba verde subiendo arrastrándose lentamente por tu cuerpo por tu cuerpo por tu cuerpo.

Y si no era eso, eran días enteros sentado en una silla, horas de miedo indecible, miedo abriéndose y desplegándose en tu interior como una flor gigantesca; no podías analizarlo, saber porqué aparecía, y eso lo empeoraba. Horas de estar sentado en una silla en medio de una habitación, de levantarse y dar vueltas bordeando las paredes. Cagando y meando con mayor esfuerzo, cosas sin sentido, peinarse o cepillarse los dientes —actos ridículos e insanos—. Caminar a través de un mar de fuego. O llenar con agua una copa para vino —parecía como si no tuvieras derecho a llenar de agua una copa de vino—. Decidí que estaba loco, inhábil, y esto me hacía sentirme sucio. Fui a la biblioteca y traté de encontrar libros que hablasen sobre la causa que hacía sentir a las personas lo que yo estaba sintiendo, pero no había ningún libro, o si lo había, no lo pude entender. Ir a la biblioteca no era tampoco muy bonito —todo el mundo parecía tan cómodo, los bibliotecarios, los lectores, todo el mundo menos yo—. Tenía problemas incluso para usar los urinarios de la biblioteca, los tíos que había allí, los desconocidos mirándome mear, todos parecían más fuertes que yo —despreocupados y seguros—. Yo salía corriendo y me ponía a andar por la calle, subiendo luego por la escalera azotada por el viento de un edificio de hormigón donde almacenaban miles de cáscaras de naranjas. Una pintada en el tejado de otro edificio decía JESÚS SALVA pero ni Jesús ni las cáscaras de naranjas me importaban un carajo mientras subía por esa escalera en medio del viento asesino, en ese polvoriento y desierto edificio de hormigón. Aquí es adonde yo pertenezco, pensaba siempre, al interior de esta tumba de cemento.

La idea del suicidio estaba siempre allí, fuerte, como miles de hormigas corriendo por la parte inferior de las muñecas. El suicidio era la única cosa positiva. Todo lo demás era negativo. Y allí estaba Lou, agradecido de poder limpiar interiores de máquinas de caramelos para seguir viviendo.

 

 

 

7

Por ese tiempo conocí a una dama en un bar, un poco mayor que yo, muy sensitiva. Sus piernas estaban muy bien todavía, tenía un extraordinario sentido del humor, y vestidos muy caros. Había sido la amante de un hombre rico. Nos fuimos a mi habitación y vivimos juntos. Ella era un magnífico pedazo de culo, pero tenía que estar bebiendo continuamente. Su nombre era Vicki. Follábamos y bebíamos vino, bebíamos vino y follábamos. Yo tenía una tarjeta de lector de la biblioteca y me iba allí todos los días. A ella no le había dicho nada de la cosa del suicidio. Mi vuelta a casa después de salir de la biblioteca era siempre un juego divertido. Yo abría la puerta y ella me miraba. —Pero ¿y los libros?

—Oye Vicki, no tienen ni un solo libro en toda la biblioteca. Yo entraba, sacaba la botella (o botellas) fuera de la bolsa y empezábamos.

Una vez, después de toda una semana de borrachera, decidí matarme. No le dije nada. Pensé en hacerlo cuando ella estuviese en un bar buscando a algún «vivo». No me gustaba que esos payasos gordos se la tirasen, pero luego me traía dinero y whisky y puros, y eso estaba bien. Me consolaba diciéndome que yo era el único al que amaba. Me llamaba «Mister Van Culofrito» por alguna razón que no puedo imaginar. Se emborrachaba y decía continuamente:

—¡Te crees que estás caliente, te crees Mister Van Culofrito! —y yo no pensaba en nada más que en cómo matarme. Un día estuve ya completamente decidido a hacerlo. Fue después de toda una semana de estar bebiendo sin descanso, oporto, habíamos comprado garrafas y las habíamos puesto en fila en el suelo, y detrás de ellas habíamos alineado botellas de litro, ocho o nueve, y detrás de éstas una fila de cuatro o cinco botellas pequeñas. La noche y el día se esfumaron. Todo era fornicar y hablar y beber, hablar y beber y fornicar. Violentas discusiones que terminaban haciéndonos el amor. Ella era una pequeña y dulce zorra jodiendo, apretándose y retorciéndose. Una mujer entre doscientas. Con el resto es sólo una especie de acto, una broma. Sin embargo, quizás por todo ello, la bebida y el hecho de que todos esos bueyes gordos y estúpidos se tiraran a Vicki, me puse muy enfermo y deprimido, pero ¿qué coño podía hacer?

Cuando el vino se acabó, la depresión, el miedo, la inutilidad de seguir, vinieron con más y más fuerza y supe que iba a hacerlo. La primera vez que ella salió de la habitación, todo acabó para mí. Era la hora. Cómo hacerlo, no lo sabía muy bien, pero había cientos de maneras. Teníamos una pequeña estufa de gas. El gas era atrayente. El gas es como una especie de beso. Deja el cuerpo entero. El vino se había acabado. Yo apenas podía andar. Ejércitos de miedo y sudor corrían de un lado a otro por mi cuerpo. Era muy sencillo. La mayor recompensa era el no tener que volver nunca a cruzarse con otro ser humano por la acera, verlos pasear en su obesidad, ver sus pequeños ojos de rata, sus caras rotas y crueles, sus gestos animales. Vaya un dulce sueño: no tener que volver a mirar nunca otro rostro humano.

—Voy a salir fuera a mirar algún periódico para ver qué día es hoy   ¿Te parece bien?

—Claro —dijo ella— claro.

Salí de la habitación. Nadie en el recibidor. Ni un solo ser humano. Eran alrededor de las 10 de la noche. Bajé en el ascensor con olor a orina. Hacía falta una gran voluntad para meterse en ese ascensor. Salí a la calle. Bajé la colina. Cuando volviera, ella se habría ido. Se movía deprisa cuando el vino se acababa. Entonces yo podría hacerlo. Pero primero quería saber qué día era. Bajé la colina hasta el drugstore, en la puerta había un puesto de periódicos. Era viernes. Muy bien, viernes. Tan bueno como cualquier otro día. Eso quería decir algo. Entonces leí los titulares del periódico:

AL PRIMO DE MILTON BERLE LE CAE UNA ROCA ENCIMA Y LE PEGA EN LA CABEZA

Me pareció no haber leído bien. Me acerqué más y lo leí con atención. Era lo mismo:

AL PRIMO DE MILTON BERLE LE CAE UNA ROCA ENCIMA Y LE PEGA EN LA CABEZA

Estaba escrito en grandes titulares negros, en la cabecera. De todas las cosas importantes que habían ocurrido en el mundo, ésta era su cabecera:

AL PRIMO DE MILTON BERLE LE CAE UNA ROCA ENCIMA Y LE PEGA EN LA CABEZA

Crucé la calle, me sentía mucho mejor, y entré en la tienda de licores. Compré dos botellas de oporto y un paquete de cigarrillos a crédito. Cuando volví a la habitación, Vicki estaba allí todavía.

—¿Qué día es? —preguntó.

—Viernes.

—Muy bien —dijo.

Llené dos vasos de vino. Había un poco de hielo en la neverita de la pared. El hielo flotó destelleante.

—No quiero que te sientas desgraciado —dijo Vicki.

—Ya sé que no.

—Tómate antes un trago.

—Claro.

—Mientras estabas fuera, ha entrado una nota por debajo de la puerta.

—Ya.

Me tomé un trago, tosí, encendí un cigarrillo, me tomé otro trago, y entonces me entregó la nota. Era una cálida noche en Los Ángeles. Un viernes. Leí la nota:

Querido señor Chinaski: Tiene hasta el próximo miércoles para pagar su alquiler. Si no lo hace, se largará de aquí. Sé que lleva mujeres a su habitación. Y hace mucho ruido. Y ha roto una ventana. Usted paga por sus privilegios, o se supone que lo hace. Yo he sido muy amable con usted. Ahora le digo que pague antes del miércoles o le echaré de aquí. Los inquilinos están cansados de tanto ruido, de sus blasfemias y canciones día y noche, noche y día, y yo también estoy cansado. No puede seguir viviendo aquí sin pagar. No diga que no le he advertido.

Me bebí el resto del vaso. Era una cálida noche de Los Ángeles.

—Estoy cansada de follar con imbéciles —dijo ella.

—No te preocupes, yo ganaré el dinero —le dije.

—¿Cómo? Si no sabes hacer nada.

—Ya lo sé.

—¿Entonces cómo vas a conseguirlo?

—De alguna manera.

—Ese último tío me jodió tres veces. Me dejó el coño despellejado de tanta refriega.

—No te preocupes, nena, yo soy un genio. El único problema es que nadie lo sabe.

—¿Un genio en qué?

—No sé.

—¡Mister Van Culofrito!

—Ese soy yo. Por cierto ¿sabes que al primo de Milton Berle le cayó una roca en la cabeza?

—¿Cuándo?

—Ayer u hoy.

—¿Qué clase de roca?

—No sé. Me imagino que una especie de gran piedra amarillenta.

—¿Y a quién coño le importa?

—A mí no. Desde luego que no. Excepto...

—¿Excepto qué?

—Excepto que creo que esa roca me ha hecho seguir vivo.

—Hablas como un gilipollas.

—Soy un gilipollas.

Hice una mueca de salvaje idiotización y serví vino a mi alrededor.