Charles Bukowski
Todos los ojos del culo de este mundo y el mío

«El sufrimiento de un hombre no es nunca mayor que el determinado por la naturaleza.»

Conversación oída en una partida de dados

 1

Era la novena carrera y el nombre del caballo era Queso Verde. Ganó 6 a uno y yo me saqué 52 billetes por cinco dólares; estaba ganando pasta y eso requería un trago. «Tío, dame un cubata de queso verde», le dije al camarero. Esto no le confundió. El sabía lo que yo estaba bebiendo. Me había pasado allí toda la tarde. Había estado bebido toda la noche anterior, y cuando volví a casa, por supuesto, necesité algunos tragos más. Estaba bien surtido. Tenía whisky, vodka, vino y cerveza. Un funerario o alguien llamó hacia las 8 de la tarde y dijo que quería verme.

—Muy bien —le dije—, trae bebidas.

—¿Te importa si  traigo  amigos?

—Yo no tengo amigos.

—Quiero decir mis amigos.

—Me importa un carajo lo que hagas —le dije.

Entré en la cocina y llené un vaso de agua con tres cuartos de whisky. Me lo bebí de un trago como en los viejos tiempos. Solía beberme una botella de un quinto en una hora, y una de medio en dos. «Queso Verde», les dije a las paredes de la cocina. Abrí un bote largo de cerveza helada.

 

2

El funerario llegó y se apoderó del teléfono. Muy pronto empezó a aparecer gente desconocida, todos ellos trayendo bebidas. Había un montón de mujeres y yo me imaginé violándolas a todas ellas. Me senté en la alfombra, sintiendo la luz eléctrica contra mi cara, sintiendo el alcohol desfilar a través de mi cuerpo como una cabalgata de reyes, como un ataque sobre mi alma, como una incursión en la locura.

—¡Nunca tendré que volver a trabajar! —les dije—. ¡Los caballos me cuidarán como ninguna puta lo hizo NUNCA!

—¡Oh, ya lo sabemos, señor Chinaski! ¡Ya sabemos que es usted un GRAN hombre!

Había una zorrita de pelo gris en el sofá, frotándose las manos, mirándome y abriendo sus labios húmedos. Se me estaba insinuando. Me puso enfermo. Acabé la bebida que tenía en la mano, encontré otra en alguna parte y me la bebí también. Empecé a hablar a las mujeres. Les prometí las maravillas de mi poderosa polla. Ellas reían. Yo me insinuaba. Allí. Entonces me levanté y me fui hacia las mujeres. Los hombres me apartaron. Para cualquier hombre maduro yo debía parecer un chaval idiota recién salido del colegio. Si yo no hubiese sido el gran señor Chinaski, alguien me hubiera dado de hostias. Como lo era, me rasgué la camisa y me ofrecí a salir con cualquiera que tuviese cojones al jardín. Tuve suerte. Nadie tenía muchas ganas de partirme la cara.

Cuando mi mente se aclaró, eran las 4 de la mañana. Todas las luces estaban encendidas y todo el mundo se había ido. Yo seguía allí sentado. Encontré una cerveza caliente y me la bebí. Luego me fui a la cama con la sensación que todos los borrachos conocen:   que había hecho el imbécil, pero me importaba tres cojones.

 

3

Había estado jodido con hemorroides durante 15 o 20 años; también con úlceras, un hígado deshecho, forúnculos en el culo, ansiedad y neurosis, y otras diversas clases de enfermedades, pero me aguantaba y seguía con todo ello esperando a que un día todo desapareciese de golpe.

Parecía que la bebida me ayudaba a superarlo. Un día me sentí débil y atontado, pero eso era normal. Eran las hemorroides. No se arreglaban con nada: baños calientes, pomadas, nada valía. Mis intestinos casi colgaban fuera de mi culo como el rabo de un perro. Fui a ver a un médico. Sólo me lanzó una mirada.

—Operación —dijo.

—De acuerdo —dije yo—, lo único que ocurre es que soy un cobarde.

—Bien, ya, eso lo hagá más difícill.

Piojoso nazi cabrón, pensé.

—Quiego que tome usted este laxante el magtes porr la noche, y luego se levanta a las 7 de mañana ¿ya? y darse el enema, riegesé con este enema hasta que el lavadorr esté limpio ¿ya? Entonces yo darr un otro vistazo el miégcoles a las 10 de mañana.

—Ya wohl, mein Führer Furcia.

 

 

4

El tubo del enema se salía continuamente, y el cuarto de baño se quedó completamente mojado y yo tenía frío y me dolía la tripa, y me estaba ahogando entre babas y mierda. Así es como el mundo finaliza, no con una bomba atómica ni nada de eso, sino con mierda y mierda y mierda. Con todo el equipo que había comprado, no venía nada para apretar la pera del agua, y mis dedos no sabían hacerla funcionar bien, así que el agua salía a chorros que iban a parar fuera y lo encharcaban todo. Me llevó una hora y media y para entonces mis hemorroides se comían el mundo. Pensé continuamente en abandonarlo todo y morirme. Encontré un bote lleno de goma de terpentina en mi armario. Era un hermoso bote rojo y verde. «¡PELIGRO!», decía. «Nocivo o mortal si se traga.» Yo era un cobarde: volví a dejar el bote en su sitio.

 

 

5

El doctor me tumbó encima de una mesa.

—Ahoga reloje la espalda, ¿ya?, relójese, relójese...

De repente, me metió en el culo un extraño aparato en forma de cuña, y empezó a extender un tubo que se arrastraba por mi intestino buscando obstrucciones, buscando cánceres.

—¡Ha! Ahoga si duele un poco, ¿nien? Aulle como un perro, vamoss. ¡Ja ja ja ja ja jaaa!

—¡Sucio cabrón follamadres!

—¿Kómmo?

—¡Mierda, mierda, mierda! ¡Tú, quemador de perros! ¡Tú, puerco, sádico...! Tú hiciste arder a Juana en el poste, tú metiste clavos en las manos de Cristo, tú votaste por la guerra, tú votaste por Goldwater, tú votaste por Nixon... ¡Hijo de puta! ¿Qué me estás HACIENDO?

—Pgonto ya acabo. Usted aguanta bienn. Va a serr un buen paciente.

Volvió a guardar el tubo y entonces le vi escudriñándome con algo que parecía un periscopio. Me echó de un golpe unas cuantas gasas en el culo ensangrentado y yo me levanté y me puse mis ropas.

—¿Y para qué va a ser la operación?

El sabía lo que yo quería decir.

—Simplemente porr hemorroidess.

Mientras me iba, le miré las piernas a su enfermera. Ella sonrió dulcemente.

 

 

6

En la sala de espera del hospital una niña miró nuestras caras grises, nuestras caras blanquecinas, nuestras caras amarillentas...

—¡Todo el mundo se está muriendo! —proclamó. Nadie le contestó. Yo pasé la página de un viejo ejemplar del Time.

Luego de la rutina de rellenar los impresos... análisis de sangre... orina. Me llevaron a una sala de cuatro camas en el octavo piso. Cuando vino la pregunta acerca de mi religión, yo contesté «Católico» para salvarme de las miradas e interrogatorios que habitualmente seguían a una declaración de ateísmo. Estaba cansado de todas las discusiones y papeleos y explicaciones. Era un hospital católico —tal vez conseguiría así mejor servicio o la bendición del Papa—.

Bueno, me encerraron con otros tres tíos. Para mí, el monje, el solitario, jugador, playboy, idiota, todo estaba acabado. Mi soledad amada, el refrigerador lleno de cervezas, los puros a cualquier hora, los números de teléfono de las mujeres de grandes culos, de grandes piernas. Todo.

Había uno con la cara amarilla. Parecía algo así como un gran pájaro gordo sumergido en orina y secado al sol. Continuamente estaba apretando su timbre. Tenía una voz quejumbrosa y sollozante.

—Enfermera, enfermera, ¿dónde está el doctor Thomas?

—No sé dónde está.

—El doctor Thomas me dio ayer un poco de codeína. ¿Dónde está el doctor Thomas?

—No lo sé.

—¿Puede darme una píldora para la tos?

—Están en su mesilla, coja una.

—Pero estas no me paran la tos, y esa medicina que me dan tampoco es nada buena.

—¡Enfermera! —aullaba un tío de pelo blanco desde la última cena—. ¿Puede darme más café? Quiero más café.

—Voy a ver —dijo ella, y salió.

Mi ventana dejaba ver colinas, un declive de colinas levantándose. Miré a las colinas. Estaba oscureciendo. Nada más que casas encima de colinas. Viejas casas. Tuve la extraña sensación de que estaban deshabitadas, que todo el mundo había muerto, que todo el mundo se había rendido. Escuché a los tres hombres quejarse de la comida, del precio del hospital, de los doctores y enfermeras. Cuando uno hablaba, los otros dos no parecían escuchar, no contestaban. Entonces otro comenzaba a hablar. Hacían turnos. No había otra cosa que hacer. Hablaban vagamente, eliminando sujetos. Estaba allí con un okie, un cameraman y el pájaro amarillo meado. Fuera de mi ventana una cruz cambiaba intermitentemente de color en medio del cielo —primero era azul, y entonces se ponía roja, y luego azul de nuevo—. Era de noche y cerraron las cortinas alrededor de nuestras camas. Me sentí mejor, y me di cuenta de que el dolor o la posible muerte no me acercaban a la humanidad, sino más bien al contrario. Empezaron a llegar visitantes. Yo no tuve ninguno. Me sentía como un santo. Miré por mi ventana y vi algo escrito cerca de la cruz luminosa intermitente, MOTEL, decía. Los cuerpos allí estarían tumbados en mejor armonía. Follando.

 

 

7

Un pobre diablo vestido de verde entró y me afeitó el culo. ¡Había trabajos tan terribles en este mundo! Este era uno que yo no conocía.

Me pusieron una especie de gorro de baño en la cabeza y me echaron encima de una camilla. Ya estaba. El quirófano. El cobarde deslizándose por pasillos hacia la muerte ridícula. Había un hombre y una mujer, me empujaban la camilla y sonreían, parecían muy tranquilos. Me metieron en un ascensor. Había cuatro mujeres en él.

—Voy al quirófano. ¿A alguna de ustedes, señoras, le gustaría cambiar el puesto conmigo?

Ellas se pegaron a la pared y rehusaron contestar.

En la sala de operaciones esperamos la llegada de Dios. Dios entró por fin:

—¡Bienn, bienn, bienn, aquí está mein amigo!

Ni siquiera me molesté en replicar una mentira tan evidente.

—Póngase boca abajo, porr favorr.

—Bueno —dije—, supongo que es demasiado tarde para echarme atrás.

—Ya —dijo Dios—. ¡Aboga está usted en nuegstro poderr!

Vi cómo me ataban con correas. Me abrieron las piernas. Entró el primer espinal. Sentí cómo me ponían toallas por la espalda y alrededor del ojo del culo. Otro espinal. Un tercero. Yo no paraba de hablar, de gritar e insultarles. El cobarde, el showman, silbando en la oscuridad.

—Pónganle a dogmirr ¿ya? —dijo él. Sentí un pinchazo en el hombro. Anestesia. No estaba bien. Tenía a demasiados borrachos a mi espalda como para dejarles solos.

—¿Alguien tiene un cigarro? —pregunté.

Alguien se rió. Yo me estaba quedando frito. Mala forma. Decidí quedarme tranquilo.

Pude sentir el cuchillo hurgándome en el culo. No sentía dolor.

—Aquí egsto —le oí decir—, égsta ess la obstrucciónn prrincipal. ¿Vess? Enn aquí...

 

 

8

La sala de recuperación era de lo más triste. Había algunas mujeres de muy buen aspecto paseando por ahí, pero me ignoraban. Me incorporé sobre mi codo y miré a mi alrededor. Cuerpos por todas partes. Todo muy muy blanco y en silencio. Operaciones de verdad. De pulmón. Cardíacas. De todo. Me sentí como un aficionado, me sentí avergonzado. Me alegré cuando me sacaron de allí. Mis tres compañeros de habitación se quedaron mirándome fijamente cuando me entraron. Me eché de la camilla a la cama. Me encontré con que mis piernas estaban todavía dormidas y no tenía control sobre ellas. Decidí dormir. El lugar entero era deprimente. Cuando desperté me dolía de verdad el culo. Pero las piernas seguían dormidas. Pensé en mi polla y me pareció como si no estuviese. Quiero decir que no había ninguna sensación de tacto o presencia. Excepto que tenía ganas de mear y no podía hacerlo. Era horrible y traté de olvidarlo.

Uno de mis antiguos amores vino a visitarme, y se sentó allí mirándome. Yo le había dicho que iba a ser operado. Por qué se lo dije, no lo sé.

—¡Hola! ¿Qué tal estás?

—Bien, sólo que no puedo mear.

Ella sonrió.

Hablamos un poco sobre algo y luego se marchó.

 

9

Era como en las películas: todos los enfermeros parecían ser homosexuales. Uno me pareció algo más macho que los otros.

—¡Eh, compadre!

El se acercó.

—No puedo mear. Quiero mear pero no puedo.

—Vuelvo dentro de un momento. No se preocupe, le solucionaré su problema.

Esperé un buen rato. Entonces volvió, abrió la cortina de mi cama y se sentó. Me agarró la polla.

Jesús, pensé, ¿qué va a hacerme? ¿Me la irá a chupar?

Pero miré y me di cuenta de que había traído una especie de aparato. Vi cómo sacaba una aguja hueca y me la metía por el agujero de la uretra. Las sensaciones, que yo pensaba que habían desaparecido de mi polla, volvieron de repente.

—¡Mierda cabrona! —me quejé.

—No es la cosa más agradable del mundo, ¿eh?

—Cierto, cierto, tienes toda la razón. ¡Weeowe! ¡Mierda y Jesús!

—Pronto acabo.

Me fue introduciendo la aguja hasta tocar la vejiga. Presionó y pude ver cómo el orinal plano al que iba a dar el tubo se iba llenando de orina. Esta era una de las cosas que no sacaban en las películas.

—¡Por Dios, muchacho, ya vale, ya vale! Te aseguro que has hecho un buen trabajo.

—Sólo un momento. Ya está.

Sacó la aguja. Fuera de la ventana, mi cruz azul y roja cambiaba y cambiaba de color. Cristo colgaba de la pared con un trocito de palma seca clavado en los pies. Los hombres maravillas no se convertían en dioses. Aunque fuese duro admitirlo.

—Gracias —le dije al enfermero.

—A servir, a servir.

Cerró la cortina y se fue con su aparato.

Mi pájaro amarillo meado apretó su timbre.

—¿Dónde está esa enfermera? ¿Por qué no viene la enfermera?

Apretó de nuevo el botón.

—¿Funcionará el timbre?  ¿Estará estropeado mi timbre?

La enfermera entró.

—¡Me duele la espalda! ¡Oh, me duele terriblemente la espalda! ¡Nadie ha venido a visitarme! ¡Apuesto a que ustedes se han dado cuenta, eh, tíos! ¡Ni siquiera mi esposa! ¿Dónde está mi esposa? Enfermera, súbame la cama. ¡Me duele la espalda! ¡VAMOS! ¡Más alta! ¡No, no, Dios mío; la ha dejado demasiado alta! ¡Más baja, más baja! ¡Aquí, pare! ¿Dónde está mi cena?   ¡No he cenado todavía! Mire...

La enfermera se largó.

Mi pensamiento le daba más y más vueltas al aparatito de mear. Probablemente tendría que comprar uno, llevarlo conmigo el resto de mi vida. Utilizarlo en callejones, detrás de los árboles, en el asiento trasero de mi coche... con esa aguja...

El okie de la cama uno no hablaba mucho.

—Es mi pie —les dijo de repente a las paredes—. No puedo entenderlo, mi pie se queda todo hinchado por las noches y no vuelve a quedarse bien. Duele, duele.

El tipo del pelo blanco de la esquina pulsó su timbre.

—Enfermera —dijo—, enfermera. ¿Qué tal si me trae una taza de café?

Realmente, pensé, mi principal problema es procurar no volverme loco.

 

 

10

Al día siguiente, el viejo peloblanco (el cameraman) se acercó con su café y se sentó en una silla al pie de mi cama.

—No puedo aguantar a ese hijo de perra —me dijo.

Hablaba del pájaro amarillo meado. Bueno, no había otra cosa que hacer con el viejo peloblanco más que hablar con él. Le dije que la bebida había contribuido en gran manera a traerme a mi actual estado de vida. De paso le conté algunas de mis borracheras salvajes y algunas de las demenciales cosas que habían ocurrido. El también tenía algunas buenas para contar.

—En mis viejos tiempos —me contó—, solía haber grandes trenes de color rojo que circulaban entre Glendale y Long Beach, creo que era. Funcionaban durante todo el día y la mayor parte de la noche excepto durante un intervalo de hora y media, creo que entre las 3:30 y las 5:30 de la mañana. Bueno, yo andaba por ahí bebiendo una noche y conocí a un tío en un bar, cuando el bar cerró nos fuimos a su casa y acabamos con algo de mosto que él había dejado allí. Luego salí de su casa y me perdí. Me metí por una calle sin salida, pero sin saber que era una calle sin salida. Iba conduciendo muy de prisa. Seguí derecho hasta que choqué con los raíles del tren. En el choque, el volante me pegó en la barbilla y me dejó sin sentido. Y me quedé allí, con mi coche en medio de los raíles, desmayado. Sólo que tuve suerte porque era la hora y media en que los trenes no circulaban. No sé cuánto tiempo estuve allí. El pito del tren me despertó. Abrí los ojos y vi un tren viniendo derecho hacia mí a toda máquina. Tuve el tiempo justo de arrancar el coche y dar marcha atrás. El tren pasó atronador delante mío. Yo conduje hacia casa, con las ruedas delanteras dobladas y pinchadas, andando a tumbos, haciendo blop, blop, blop...

—Es emocionante.

—Otra vez estoy sentado en el bar. Justo enfrente hay un sitio donde comen los ferroviarios. El tren se para y los hombres bajan a comer. Yo estoy sentado al lado de un tipo en este bar. Se vuelve hacia mí y me dice: «Yo antes conducía una de esas cosas y estoy seguro de que puedo conducirla de nuevo. Vamos y verás cómo la arranco». Salgo con él y subimos a la locomotora. El, tranquilo, va y pone en marcha la cosa. Salimos a una buena velocidad. Entonces yo empecé a pensar: ¿qué coño estoy haciendo aquí?, y le dije al tío: «¡No sé lo que harás tú, pero yo me largo!». Conocía lo suficiente de trenes como para saber dónde estaba el freno. Tiré de la palanca y antes incluso de que el tren parase yo salté afuera por un lado. El saltó por el otro lado y nunca lo volví a ver. Muy pronto había una masa de gente alrededor del tren, policías, inspectores del ferrocarril, mecánicos, reporteros, mirones... Yo en medio del gentío, mirando. «¡Vamos a acercarnos a ver qué ha pasado!», dijo alguien a mi lado. «Ná, coño», dije yo, «no es más que un tren». Tenía miedo de que quizás alguien me hubiese visto. Al día siguiente aparecía una historia en los periódicos. La cabecera decía: «UN TREN VA HASTA PACOIMA POR SI SOLO...» Yo recorté el relato y lo guardé. Conservé ese recorte por diez años. Mi mujer solía verlo. «¿Por qué diablos guardas ese recorte?», me decía, «no lo entiendo, UN TREN VA HASTA PACOIMA POR SI SOLO». Yo nunca se lo dije. Todavía tenía miedo. Usted es el primero al que se lo cuento.

—No se preocupe —le dije—, ni un alma volverá a escuchar esta historia de nuevo.

Entonces me empezó a doler de verdad el culo y peloblanco me sugirió que pidiera una inyección. Lo hice. La enfermera me la puso en la cadera. Cuando se fue, cerró la cortina de mi cama, pero peloblanco siguió allí al lado, sentado. De hecho, ahora tenía un visitante con el que hablar. Un visitante cuya voz me atravesaba mis jodidas tripas. Realmente me las sacaba.

—Voy a mover todos los barcos alrededor del cuello de la bahía. Haremos una toma ahí mismo. Estamos pagando al capitán de cada uno de esos barcos 890 dólares al mes y todos tienen dos chicos a su servicio. Hemos conseguido una flota y la tenemos que usar, pienso yo. El público está listo para una buena historia marina. No han olido una buena historia de barcos desde Errol Flynn.

—Ya —dijo peloblanco—, esas cosas van por ciclos. El público ahora está listo. Necesitan una buena historia marina.

—Claro, hay muchos chavales que no han visto nunca una película marina. Y hablando de chavales, es lo que voy a usar. Los haré correr por los barcos. La única gente mayor que vamos a usar será la que guíe el timón. Llevaremos los barcos por la bahía y rodaremos allí. Dos de los barcos necesitan mástiles, ese es el único defecto. Les pondremos unos mástiles y entonces empezaremos.

—El público seguro que está listo para una película marina. Es un ciclo y el ciclo se repite.

—Están preocupados con el presupuesto. Carajo, no va a costar mucho. Por qué...

Yo abrí la cortina y le dije a peloblanco:

—Mire, puede pensar que soy un hijo de puta, pero ustedes están encima de mi cama. ¿No puede irse con su amigo a su cama?

—¡Claro, claro!

El productor se levantó.

—Coño, lo siento. No sabía...

Era gordo y sórdido; satisfecho, feliz, enfermante.

—Está bien —dije yo.

Se fueron a la cama de peloblanco y siguieron hablando de la historia de barcos. Todos los moribundos del octavo piso del Queen of Angels Hospital pudieron oír la maldita historia de barcos. El productor finalmente se fue.

Peloblanco me miró.

—Ese es el productor más grande del mundo. Ha producido más películas que cualquier otro ser vivo. Ese era John F.

—John F. —dijo el pájaro meado—, ya, ha hecho algunas grandes películas. ¡Grandes películas!

Yo traté de dormirme. Era difícil dormir por la noche porque todos roncaban. A un tiempo. Peloblanco era el más estrepitoso. Por la mañana siempre me despertaba para quejarse de no haber podido dormir. Esa noche el pájaro amarillo de la pared se la pasó aullando. Primero porque no podía cagar. «¡Hagan algo, Dios mío, voy a reventar!» O porque algo la dolía. O ¿dónde estaba su médico? Continuamente cambiaba de médico. Cuando uno no podía aguantar más y se iba, otro venía a relevarle. No podían encontrarle ninguna enfermedad a este pájaro meado. No existía ninguna: quería a su madre, pero su madre estaba muerta.

 

 

 

11

Finalmente conseguí que me trasladaran a una sala semiprivada. Pero fue un mal envite. Su nombre era Herb y como me dijo el enfermero: «No está enfermo. No tiene nada mal». Llevaba puesta una bata de seda, se afeitaba dos veces al día, tenía un aparato de televisión que nunca apagaba, y visitantes todo el tiempo. Era la cabeza de un gran e importante negocio y utilizaba la fórmula de llevar su pelo gris muy corto para dar idea de juventud, eficiencia, inteligencia y brutalidad.

La televisión era peor de lo que había podido imaginar. Yo nunca había tenido un televisor y no estaba acostumbrado a su presencia. Las carreras de autos estaban bien, podía soportar las carreras de autos, aunque eran muy estúpidas. Pero había una especie de Campaña. Un Maratón por alguna causa, y estaban recolectando dinero. Empezaron por la mañana muy temprano y siguieron durante todo el día. Aparecían cifras indicando cuánto dinero habían recolectado hasta el momento. Había alguien con un gorro de cocinero. No sé qué coño significaría. Y había una vieja terrible con cara de rana. Era horriblemente fea. No me lo podía creer. No podía creer que toda esa gente no supiese lo feas y desnudas y carnosas y desagradables que parecían sus caras —como si estuviesen violando todas las ideas decentes, como si destrozasen a zarpazos todo cerebro no momificado—. Y ellos sólo se movían y tranquilamente ponían sus caras en la pantalla y hablaban entre sí y se reían de algo. Era muy difícil reír con sus chistes y sus bromas, pero no parecían tener ningún problema para hacerlo. Esas caras... ¡Esas caras! Herb no decía nada acerca de ello. Sólo se quedaba mirando como si estuviese interesado. Yo no conocía los nombres de aquella gente, pero todos eran estrellas de algún tipo. Anunciaban un nombre y entonces todo el mundo se excitaba —excepto yo—. No podía entenderlo. Me puse un poco enfermo. Deseé volver a la antigua habitación. Mientras tanto intentaba hacer mis primeros movimientos de intestino. No pasó nada. Un pequeño flujo de sangre. Era un sábado por la noche. Vino el cura.

—¿Quiere la comunión para mañana a las 10? —me preguntó.

—No, gracias, padre, no soy muy buen católico. No he ido a la iglesia desde hace 20 años.

—¿Fue usted bautizado católico?

—Sí.

—Entonces usted sigue siendo católico, solamente es una pobre oveja perdida.

Era como en las películas: hablaba como un pavo, justo igual que Cagney. ¿O era Pat O'Obrien el que llevaba el cuello blanco? Todas las películas que yo había visto estaban fechadas: la última que había visto era The Lost Weekend. El me dio un pequeño folleto.

—Lea esto —y se fue.

 

 

LIBRO DE ORACIONES, decía. Recopilación para uso en hospitales y otras instituciones.

Leí.

Oh Eterna y siempre bendita Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, con todos los ángeles y santos, te adoro.

 

Mi Reina y Madre, te entrego todo mi ser; y para mostrarte mi devoción, te consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi boca, mi corazón, mi entero ser sin ninguna reserva.

 

Corazón agonizante de Jesús, ten piedad del moribundo. Oh Dios mío, me postro de rodillas, te adoro...

 

Uniros a mí, Espíritus benditos, para dar gracias d Dios de los perdones que es tan generoso con una criatura tan despreciable.

 

Fueron mis pecados, querido Jesús, los que causaron tu amarga angustia... mis pecados que te azotaron, y te coronaron de espinas y te clavaron a la cruz. Confieso merecer sólo el castigo.

 

Me levanté y traté de cagar. Habían pasado tres días. Nada. Sólo algo de sangre de nuevo y las cicatrices de mi recto desgarrándose. Herb tenía puesto un show de variedades.

—El Batman va a venir al programa esta noche. ¡Quiero ver al Batman!

—¿Sí? —me arrastré de vuelta a mi cama.

 

Estoy especialmente avergonzado de mis pecados por impaciencia e ira, mis pecados de cobardía y rebelión.

 

El Batman apareció. Todo el mundo en el programa pareció excitado.

—¡Es el Batman! —dijo Herb.

—Bueno —dije yo—, mira qué bien, el Batman. Dulce corazón de María, sé mi salvador.

—¡Puede cantar! —dijo Herb—. ¡Mira: está cantando.!

El Batman se había quitado su traje de murciélago y estaba vestido en traje de paisano. Era un tipo de apariencia muy ordinaria, con una cara blanda y pálida. Cantó. La canción duró y duró y el Batman parecía muy orgulloso de su canto, por alguna razón.

—¡Puede cantar! —exclamó Herb, embobado.

 

Mi buen Dios, ¿qué soy yo y quién eres tú, a quien oso acercarme?

 

Soy sólo una pobre, miserable y pecadora criatura, totalmente inmerecedora de aparecer ante ti.

 

Le di la espalda a la televisión y traté de dormir. Herb la tenía puesta muy alta. Yo tenía algo de algodón que me puse en los oídos, pero ayudó muy poco. Nunca volveré a cagar, pensé, nunca podré volver a cagar, con estas cosas. Tengo las tripas cosidas, cosidas... ¡Seguro que de esta me vuelvo loco!

 

Oh Señor, mi Dios, desde este día acepto de tu mano deseoso y con sumisión, la clase de muerte que tú quieras mandarme, con todos sus sufrimientos, dolores y angustias. {Indulgencia completa una vez al día, bajo las condiciones usuales.)

 

Finalmente, a la 1:30 de la madrugada, no pude soportarlo más. La había estado escuchando desde las 7 de la mañana del día anterior. Mi mente estaba bloqueada para el resto de la eternidad. Sentí que había soportado largamente la cruz en esas dieciocho horas y media. Me volví hacia él.

—¡Herb! ¡Hombre, por el amor de Cristo! ¡No puedo más! ¡Voy a explotar, voy a perder un tornillo! ¡Herb! ¡PIEDAD! ¡NO PUEDO AGUANTAR LA TELEVISION! ¡NO PUEDO AGUANTAR A LA RAZA HUMANA!  ¡Herb! ¡Herb!

Se había quedado dormido, sentado.

—Tú, sucio lamecoños —dije.

—¿Quezz?  ¿Qué?

—¿POR QUE NO APAGAS ESA COSA?

—¿Apa... gar? Ah, claro, claro... ¿Por qué no me lo dijiste, chico?

 

12

Herb también roncaba. Y además hablaba en sueños. Conseguí dormirme hacia las 3:30 de la madrugada. A las 4:15 me despertó algo que sonaba como una mesa arrastrada por el pasillo. De repente, las luces se encendieron y una enorme mujer de color apareció de pie ante mí con una libreta. Cristo, era fea, era una puta gorda y estúpida. ¡Que Martin Luther King y la igualdad racial se condenen! Era bestial, podía sacarme con facilidad la mierda a golpes. ¿Quizás fuese una buena idea? ¿Sería la última ceremonia? ¿Sería ya mi fin?

—Mira, nena —dije—. ¿Te importa decirme qué pasa? ¿Es éste el jodido final?

—¿Es usted Henry Chinaski?

—Me temo que sí.

—Le esperan abajo para la comunión.

—¡No, espere! El confundió las señales. Yo le dije: No quiero comulgar.

—Ah —dijo ella.

Cerró la cortina y apagó las luces. Pude oír la mesa o lo que quiera que fuese arrastrándose con más fuerza por el pasillo. El Papa iba a disgustarse conmigo. La mesa hacía un ruido infernal. Pude oír a los enfermos y moribundos despertándose, tosiendo, haciendo preguntas a la oscuridad, llamando a las enfermeras.

—¿Qué era eso, chico? —preguntó Herb.

—¿Qué era qué?

—Todo ese ruido, y las luces.

—Era el Ángel Negro, el Bestia del Batman preparando el Cuerpo de Cristo.

—¿Qué?

—Duérmete.

 

 

13

Mi médico vino a la mañana siguiente; examinó mi culo y me dijo que podía irme a casa.

—Pego hijo mmío, no se le ocugga montarr a caballo, ¿ya?

—Ya. ¿Pero qué me dice de algún coño caliente?

—¿Commo?

—El acto sexual.

—¡Oh, nein, nein! Pasagán de seiss a occho semanas antes de que udsted poder hacerr algo normal.

El se fue y yo comencé a vestirme. La televisión ya no me molestaba.  Alguien  dijo en  la  pantalla:   «Me pregunto  si  mis spaguettis estarán ya hechos». Metía su cara en la cazuela y cuando levantaba la mirada tenía todos los spaguettis pegados a la cara. Herb se reía. Yo le estreché la mano.

—Hasta la vista, tío —le dije.

—Ha estado bien —dijo él.

—Sí —dije yo.

Estaba listo para irme, cuando ocurrió. Corrí al retrete. Sangre y mierda. Mierda y sangre. Era lo suficientemente doloroso como para hacerme hablar a las paredes. «¡Oooh, mamá, sucios hijos de puta, oh mierda mierda, oh monstruos dementes, oh vosotros, apaleamierdas, cielos, soplapollas, fuera, fuera! ¡Mierda, mierda y mierda, YOW!»

Finalmente cesó. Me limpié, me puse una gasa, me subí los pantalones, me fui hacia mi cama y cogí mi bolsa de viaje.

—Hasta la vista, Herb querido.

—Hasta la vista, chico.

Lo adivinasteis. Volví a salir corriendo hacia el retrete.

—¡Vosotros, sucios jodegatos jorobamadres! ¡Ooooooh, mier-damierdamierda!   ¡MIERDA!

Salí y me senté un rato. Hubo un mínimo movimiento de tripas, no pasó nada y me sentí listo para irme. Bajé al recibidor y firmé una fortuna en facturas. No estaba en condiciones de leer nada. Me llamaron un taxi y me quedé fuera de pie, en la entrada de ambulancias, esperando. Llevaba conmigo mi pequeño orinal portátil. Un cacharro en el que puedes cagar después de llenarlo con agua caliente. Allí había tres okies de pie, dos hombres y una mujer. Sus voces eran fuertes y sureñas, y tenían el aspecto de no haberles pasado nunca nada —ni siquiera un dolor de muelas—. Mi culo empezó a temblar y a dolerme. Traté de aliviar la cosa sentándome, pero eso fue peor. Había un niño con ellos. Se vino corriendo hacia mí y trató de agarrar mi orinal. Empezó a tirar con fuerza.

—¡No, cabronazo, no! —le grité.

Casi consiguió quitármelo. Era más fuerte que yo, pero yo lo sujetaba con desesperación.

 

Oh Jesús, te encomiendo a mis padres, allegados, benefactores, maestros y amigos. Recompénsales de un modo muy especial por todos los cuidados y sufrimientos que les he hecho padecer.

 

—¡Tú, pequeño mamón!  ¡Suelta mi cagadero! —le dije.

—¡Donny! ¡Deja a ese hombre tranquilo! —le gritó la mujer.

Donny se alejó corriendo. Uno de los hombres me miró:

—¡Hola! —dijo.

—Hola —le contesté.

El taxi parecía bueno.

—¿Chinaski?

—Sí, vámonos.

Entré delante con mi orinal. Me senté sobre una nalga y con las piernas fuertemente cruzadas. Le di la dirección. Y luego le dije:

—Escuche, si me pongo a gritar, pare detrás de algún anuncio, en una gasolinera, donde sea. Pero pare de conducir. Puede que tenga que ponerme a cagar.

—De acuerdo.

Nos pusimos en marcha. Las calles tenían buena pinta. Era mediodía. Yo seguía vivo.

—Escuche —le pregunté—. ¿Dónde hay una buena casa de putas? ¿Dónde puedo agarrar un buen pedazo de culo limpio y barato?

—No sé nada de esa materia.

—¡VAMOS! ¡VAMOS! —le grité—. ¿Parezco un imbécil? ¿Acaso parezco un enano? ¡Soy igual que tú, As de monos!

—No, no estoy bromeando. No sé nada de esas cosas. Yo conduzco de día. Puede que un taxi nocturno le sepa guiar en esas cosas.

—Está bien, te creo. Dobla aquí a la derecha.

El viejo caserón tenía buena pinta en medio de todos esos rascacielos. Mi Plymouth del 57 estaba cubierto con cacas de pájaro y los neumáticos estaban deshinchados. Todo lo que quería era un baño caliente. Un baño caliente. Agua caliente acariciando mi pobre ojo del culo. Tranquilidad. Los viejos folletos de apuestas, las cuentas del gas y de la luz. Las cartas de mujeres solitarias demasiado lejos para follar. Agua. Agua caliente.

Tranquilidad. Y yo mirando a las paredes, volviendo al hoyo de mi condenado espíritu. Le di una buena propina y caminé lentamente por el sendero de entrada. La puerta estaba abierta. Todo era espacioso. Alguien estaba martilleando contra algo. Las sábanas estaban fuera de la cama. Dios mío. ¡Había sido olvidado! ¡Había sido desalojado!

Entré.

—¡HEY! —grité.

El casero salió del cuarto de baño.

—¡Eeeh, no esperábamos que volviese tan pronto! El termo del agua caliente estaba roto y se inundó todo y tuvimos que quitarlo. Vamos a poner uno nuevo.

—¿Quiere decir que no hay agua caliente?

—No, no hay agua caliente.

 

Oh buen Jesús, acepto deseoso esta prueba a la que has tenido a bien someterme.

 

Su mujer entró.

—Oh, iba a hacerle la cama ahora mismo.

—De acuerdo. Muy bien.

El podría intentar tener el termo montado para ese mismo día. Podríamos estar faltos de medios. Es difícil obtener medios en domingo.

—Está bien, voy a hacerme la cama —dije.

—Yo la haré por usted.

—No, por favor, yo la haré.

Entré en el dormitorio y empecé a hacerme la cama. Entonces me vino. Saqué corriendo mi orinal portátil. Pude oírle a él martilleando contra el termo mientras yo estaba agachado, cagando. Me alegré de que estuviese dándole al martillo. Solté una tranquila retahila de imprecaciones. Luego me metí en la cama. Oí a la pareja de la habitación de al lado. El estaba borracho Estaban discutiendo.

—¡El problema contigo es que no tienes idea de nada! ¡No sabes nada! ¡Eres estúpida! ¡Y por encima de todo, eres una puta!

Era de nuevo el hogar. Era magnífico. Me acurruqué sobre mi estómago. En Vietnam los ejércitos estaban en ello. En los callejones los vagabundos chupaban botellas de vino. El sol estaba alto todavía. La luz pasaba a través de las cortinas. Vi a una araña arrastrándose por el borde de la ventana. Vi un viejo periódico en el suelo. Había una foto de tres jovencitas saltando una valla, mostrando mucha pierna. El lugar entero se parecía a mí y olía como yo. El papel de la pared me conocía. Era perfecto. Yo era consciente de mis pies, mis codos y mi pelo. No me sentía un viejo de 45 años. Me sentía como un condenado monje que acaba de tener una revelación. Sentí como si estuviese enamorado de algo que era muy bueno pero no estaba seguro de lo que era, sólo sabía que estaba allí. Escuché todos los sonidos, los sonidos de las motos y de los coches. Oí perros ladrando. Gente riéndose. Entonces me dormí. Dormí y dormí y dormí. Mientras, una planta miraba por la ventana, mientras una planta me miraba. El sol seguía brillando y la araña se arrastraba por las paredes.