Charles Bukowski
Doctor nazi

Bueno, soy un hombre con muchos problemas y supongo que la mayoría me los he creado yo mismo. Quiero decir, con las mujeres, el juego, y ese sentimiento de hostilidad hacia grupos de personas, cuanto mayor el grupo, mayor mi hostilidad. Dicen que soy negativo y resentido, rudo.

Recuerdo a aquella mujer gritándome:

—¡Eres tan condenadamente negativo! ¡La vida puede ser bella!

Supongo que puede serlo, especialmente con menos gritos. Pero quiero hablaros de mi doctor. Yo no voy a curanderos, no valen nada y están demasiado satisfechos. Pero un buen doctor está a menudo disgustado y/o loco, y es mucho más entretenido.

Fui a ver al doctor Kiepenheuer a su consulta porque era la más cercana. Mis manos estaban deshechas, llenas de pequeñas ampollas blancas —un signo, pensé, de mi actual estado de ansiedad o de un posible cáncer—. Llevaba puestos gruesos guantes de obrero para que la gente no pudiese verlas. Y mis manos ardían bajo los guantes mientras yo fumaba dos cajetillas diarias.

Entré en la salita de espera. Tenía la primera cita de la mañana. Debido a mi gran ansiedad, me había presentado media hora antes, pensando obviamente en el cáncer, de modo obsesivo. Crucé la salita y me asomé al despacho. Allí estaba la enfermera agachada en el suelo, con su apretado uniforme blanco encogido por la postura, el vestido estirado dejaba al descubierto sus muslos, macizos y poderosos muslos visibles a través del nylon tenso y ajustado de las medias. Me olvidé por completo del cáncer. Ella no me había oído y yo me quedé mirando sus piernas y muslos al aire, medí su deliciosa grupa con mis ojos. Estaba recogiendo agua del suelo, el retrete se había desbordado y ella estaba maldiciendo; era apasionada, era rosa y blanca y viva y al aire, y yo miraba.

Ella levantó la vista:

—¿Sí?

—Siga —dije yo—, no se preocupe por mí.

—Es el retrete —dijo ella—, no deja de salirse.

Siguió limpiando y yo seguí mirándola por encima de la revista Life. Finalmente se levantó. Me fui hacia el sofá y me senté. Ella cogió su cuaderno de citas.

—¿Es usted el señor Chinaski?

—Sí.

—¿Por qué no se quita los guantes? Hace calor aquí dentro.

—Prefiero no hacerlo, si no le importa.

—El doctor Kiepenheuer estará aquí dentro de poco.

—Muy bien. Puedo esperar.

—¿Cuál es su problema?

—Cáncer.

—¿Cáncer?

—Sí.

La enfermera desapareció y yo leí el Life y luego leí otro número de Life y luego leí Sports Illustrated y luego me quedé sentado mirando los cuadros de paisajes marinos y terrestres, y de alguna parte salía una música de saxofón. Entonces, de repente, se apagaron las luces, y luego se encendieron de nuevo, y yo me preguntaba si habría algún modo de violar a la enfermera y largarme, cuando el doctor entró. Yo le ignoré y él me ignoró, se fue derecho a su despacho, así que imaginé que no había aparecido.

Pero al poco rato me hizo llamar. Estaba sentado en un taburete y cuando entré me miró. Tenía la cara amarilla y el pelo amarillo y sus ojos estaban apagados. Estaba muriéndose. Tendría unos 42 años. Le eché una ojeada y no le di más de seis meses de vida.

—¿Qué pasa con esos guantes? —me preguntó.

—Soy un hombre sensible, doctor.

—¿Lo es?

—Sí.

—Entonces debo decirle que en un tiempo fui nazi.

—Muy bien.

—¿No le importa que yo haya sido nazi?

—No, no me importa.

—Fui hecho prisionero. Nos llevaron a través de toda Francia en un camión descubierto y la gente se ponía a lo largo del camino y nos lanzaba huevos podridos y piedras y toda clase de basuras: espinas de pescado, plantas muertas, excrementos, cualquier cosa imaginable.

Entonces el doctor se sentó y me habló de su esposa. Estaba tratando de sacarle la piel. Una verdadera perra. Tratando de llevarse todo su dinero. La casa. El jardín. El cobertizo del jardín. El jardinero también, probablemente, si no lo había hecho suyo ya. Y el coche. Y los alimentos. Y una gran masa de capital. El había trabajado tan duramente. Cincuenta pacientes al día a diez dólares por cabeza. Casi imposible de soportarlo y sobrevivir. Y esa mujer. Mujeres. Sí, mujeres. Me analizó la palabra. No me acuerdo si era la palabra mujer o hembra o la que fuera, me la analizó en latín y me mostró sus raíces: en latín, las mujeres eran básicamente insanas.

Mientras hablaba de la insanidad de las mujeres, empezó a caerme bien. Mi cabeza se movía en señal de asentimiento.

De repente, me llevó hacia los aparatos, me pesó, me auscultó el corazón y los pulmones. Me sacó los guantes rudamente, me lavó las manos en alguna especie de mierda y abrió las ampollas con una cuchilla, hablando todavía del rencor y el deseo de venganza que todas las mujeres llevaban en su corazón. Era glandular. Las mujeres eran dirigidas por sus glándulas, los hombres por sus corazones. Eso explicaba por qué sólo los hombres sufrían.

Me dijo que me diera un baño en las manos regularmente y que tirara los condenados guantes bien lejos. Habló un poco más acerca de las mujeres y de su esposa y entonces me fui.

 

Mi siguiente problema fueron los vértigos que me hacían desvanecer. Sólo me venían cuando estaba en una cola. Empezó a aterrorizarme el hecho de estar metido en una cola. Era insoportable.

Me daba cuenta de que en América y probablemente en cualquier otra parte del mundo era una obligación guardar cola. Lo hacíamos en todas partes. El carnet de conducir: tres o cuatro colas. El mercado: colas. El hipódromo: colas. El cine: más colas. Yo odiaba las colas. Pensaba que debería de haber algún modo de librarse de ellas. Entonces me llegó la respuesta. Tener más empleados. Sí, ésa era la solución. Dos empleados por cada cliente. Tres empleados. Que hicieran cola los empleados.

Sabía que las colas me estaban matando. No podía aceptarlas, pero todo el resto del mundo lo hacía. Todo el resto del mundo era normal. La vida les parecía bella. Podían estar en una cola sin sentir dolor. Podían estar en una cola durante siglos. Incluso les gustaba guardar cola. Charlaban y gesticulaban y sonreían y flirteaban con el de al lado. No tenían otra cosa que hacer. No podían imaginarse otra cosa que hacer. Y yo tenía que mirar sus orejas y bocas y cuellos y piernas y culos y orificios de la nariz, todo eso. Podía sentir rayos de muerte manando de sus cuerpos, y escuchando sus conversaciones me sentía como gritando: «¡Cristo, que alguien me ayude! ¿Tengo que sufrir todo esto sólo para comprar una libra de hamburguesa y una rebanada de pan seco?».

El vértigo llegaba y yo trataba de estirar las piernas firmemente para no caerme; el supermercado empezaba a dar vueltas y también las caras de los empleados, con sus mostachos rubios y castaños y sus ojos inteligentes y felices. Todos llegarían un día a ser dueños de supermercados, con sus caras blancas de restregarse y satisfechas, comprando casas en Arcadia y montándose por la noche encima de sus agradecidas mujeres de pelo rubio platino.

Pedí una nueva cita con el doctor. Me dieron la primera. Llegué media hora antes y el retrete estaba arreglado. La enfermera estaba barriendo el despacho. Se doblaba hacia adelante, doblaba su cuerpo hasta la mitad y luego para la derecha y para la izquierda, y movía el culo delante mío, y barría y se inclinaba. El uniforme blanco se estiraba y amenazaba reventar, trepaba, se subía; aquí una rodilla con hoyuelos, allí un muslo, aquí una nalga, allí el cuerpo entero. Me senté y abrí un número de Life.

Ella paró de barrer y volvió la cabeza hacia mí, sonriendo:

—Se deshizo de sus guantes, señor Chinaski.

—Sí.

El doctor llegó y parecía un poco más cercano a la muerte; me hizo un gesto y yo le seguí al despacho.

Se sentó en su taburete.

—Chinaski: ¿cómo le va?

—Bien, doctor...

—¿Problemas con las mujeres?

—Bueno, por supuesto, pero...

No me dejó acabar. Había perdido más pelo. Sus dedos se estiraron. Parecía corto de respiración. Más delgado. Era un hombre desesperado.

Su mujer le estaba chupando el hígado. Habían ido a juicio. Ella le abofeteó en medio del juicio. A él le había gustado. Eso ayudaría a la causa. Habían visto a esa perra en acción. De cualquier manera, el asunto no había acabado muy mal. Ella le dejó algunas cosas. Pero claro, ya conoce las tarifas de los abogados. Bastardos. ¿Alguna vez se ha fijado en un abogado? Casi siempre están gordos. Mejillas, papadas.

—De cualquier modo, mierda, ella me ha clavado de mala manera. Pero me he quedado con algo. ¿Sabe lo que cuestan unas tijeras como éstas? Mírelas. Hojalata con un tornillo. 18,50 dólares. Dios mío, y odiaban a los nazis. ¿Qué es un nazi comparado con esto?

—No sé, doctor. Ya le he dicho que soy un hombre confundido.

—¿Alguna vez ha probado un curandero?

—No vale la pena. Son estúpidos, sin imaginación. No necesito a los curanderos. He oído que siempre acaban molestando sexualmente a sus pacientes femeninas. Me gustaría ser curandero si me pudiera follar a todas las mujeres; fuera de eso, su labor es inútil.

Mi doctor se incorporó en su taburete. Se puso un poco más amarillento y grisáceo. Un gigantesco espasmo recorrió todo su cuerpo. Estaba ya casi al otro lado. Era un buen tipo.

—Bueno, me libré de mi esposa —dijo—, ya ha pasado todo.

—Magnífico —dije—; hábleme de cuando era nazi.

—Bueno, no teníamos mucha elección. Ellos simplemente nos metían. Yo era joven. Quiero decir, demonios, ¿qué vas a hacer? Sólo puedes vivir en un país a la vez. Vas a la guerra, y si no acabas muerto, acabas en un camión descubierto con la gente tirándote mierda por el camino...

Le pregunté si se había follado a su magnífica enfermera. El sonrió caballerosamente. La sonrisa decía que sí. Entonces me contó que después del divorcio, bueno, se había citado con una de sus pacientes, y sabía que no era ético hacer eso con los pacientes...

—No, a mí me parece bien, doctor.

—Ella es una mujer muy inteligente. Me he casado con ella.

—Muy bien.

—Ahora soy feliz... pero...

Entonces extendió las manos y abrió las palmas hacia arriba...

Le hablé de mi terror a las colas. Me recetó Librium.

 

Entonces me salió un nido de forúnculos en el culo. Era una agonía. Me ataron con correas de cuero; estos tíos pueden hacer lo que les dé la gana contigo. Me pusieron una anestesia local y me abrieron el culo. Volví la cabeza, miré a mi doctor y dije:

—¿Hay alguna posibilidad de que yo cambie de idea?

Había tres caras mirándome desde arriba. La suya y otras dos. El para cortar. Ella para cambiar las telas. La tercera para meter agujas.

—No puede cambiar de idea —dijo el doctor, y se frotó las manos y gesticuló y sufrió un espasmo y comenzó...

 

La última vez que le vi tenía algo así como cera en mis oídos. Podía ver sus labios moviéndose, trataba de entenderle, pero no oía nada. Por la expresión de sus ojos y su cara pude entender que eran de nuevo tiempos duros para él, y yo asentí con mi cabeza.

Se mostró cálido conmigo. Yo estaba un poco mareado y pensé, bueno, sí, es un tipo agradable, pero, ¿por qué no me deja hablar nunca de mis problemas? No es correcto, yo también tengo problemas, y además tengo que pagarle.

Casualmente, mi doctor se dio cuenta de que yo estaba sordo. Cogió algo parecido a un extintor de incendios y me lo metió en los oídos. Más tarde me enseñó gruesos pedazos de cera...

—Era la cera —dijo. Y me señaló el interior de un cubo. Parecía realmente algo así como judías refritas.

Me levanté de la mesa, le pagué y me fui. Seguía sin poder oír nada. No me sentía particularmente mal o bien y me pregunté cuál sería mi próxima indisposición, qué haría él al respecto, qué haría con su hija de 17 años, que estaba enamorado de otra mujer y que iba a casarse con esa mujer... y entonces me di cuenta de que todo el mundo sufría continuamente, incluidos aquellos que pretendían no sufrir. Me pareció un gran descubrimiento. Miré al chico de los periódicos y pensé; humm, humm, y miré a la siguiente persona que pasó y pensé, hummm, hmmm, hmmmmm, y al lado de la señal de tráfico que anunciaba el hospital, un coche nuevo de color negro dio la vuelta a la esquina y atropello a una bonita joven con una minifalda azul, y ella era rubia y llevaba lazos azules en el pelo, se quedó sentada en medio de la calzada bajo el sol y el escarlata salía fluido de su nariz.