Charles Bukowski
El aburrimiento es un arte...

3


Al día siguiente.

Yo había anulado la cita para hablar en la Cámara de Comercio de

Palm Springs.

Estaba lloviendo. El techo tenía goteras. La lluvia se colaba a través del techo y hacía spat, spat, spat, aspat, spat, spat, spat, aspat, spat, spat, spat, aspat, spat, spat, spat...

El sake me mantenía caliente. Pero caliente ¿qué? Nada de nada. Allí estaba yo, a mis 55 años y sin siquiera un cacharro para recoger la lluvia. Mi padre me había advertido que acabaría mis días meneándomela en el porche trasero de algún desconocido en Arkansas. Y aún estoy a tiempo de hacerlo.

Los autobuses para allá salen a diario. Pero los autobuses me producen estreñimiento y siempre hay algún viejo británico de barba rancia que ronca.

Tal vez fuera mejor trabajar en el caso Céline.

¿Era Céline Céline o era otra persona? A veces me parece que ni

siquiera sé quién soy yo. Bueno, sí, soy Nick Belane. Pero fíjate, si alguien grita: ¡–Eh, Harry! –Harry Martel!, casi seguro que le contesto: ¿Sí, qué pasa? Quiero decir que yo podría ser cualquier otro. Qué importancia tiene? oeQué tiene un nombre?

La vida es extraña, ¿verdad? Siempre me elegían al final en el equipo de béisbol porque sabían que yo podía lanzar la pelota-hija-de-puta desde allí hasta Denver, –Ratas celosas!, eso es lo que eran.

Yo tenía talento, tengo talento. A veces me miro las manos y me doy cuenta de que podría haber sido un gran pianista o algo así. Pero ¿qué han hecho mis manos? Rascarme las pelotas, firmar cheques, atar zapatos, tirar de la cadena de los retretes, etc., etc. He desaprovechado mis manos. Y mi mente.

Estaba sentado bajo la lluvia.

Sonó el teléfono. Lo sequé con una multa por impago a Hacienda y

descolgué.

–Soy Nick Belane –dije. ¿O era Harry Martel?

–Yo soy John Barton –me respondió una voz.

–Sí, sé que ha estado recomendándome, gracias.

–Le he estado observando. Tiene usted talento. Está un poco verde pero eso es parte del encanto.

–Me alegra saberlo. El negocio iba mal.

–Le he estado observando. Lo logrará, sólo tiene usted que ser

persistente.

–Sí. Y dígame, ¿en qué puedo ayudarle, señor Barton?

–Estoy intentando localizar al Gorrión Rojo.

–¿El Gorrión Rojo? ¿Qué demonios es eso?

–Estoy seguro de que existe y lo único que quiero es encontrarlo.

Quiero que usted me lo localice.

–¿Alguna pista para empezar?

–No, pero estoy seguro de que el Gorrión Rojo anda por ahí en algún sitio.

–Ese Gorrión no tendrá un nombre, ¿verdad?

–¿A qué se refiere?

–Me refiero a un nombre. Como Henry o Abner o Céline.

–No, simplemente Gorrión Rojo. Estoy seguro de que puede

encontrarle. Tengo confianza en usted.

–Pero eso cuesta dinero, señor Barton.

–Si encuentra al Gorrión Rojo le daré 100 dólares mensuales de por

vida.

–Hmmm... Y ¿qué le parecería dármelo todo de una vez?

–No, Nick, se lo fundiría en el hipódromo.

–Muy bien, señor Barton, déjeme su teléfono y me pondré a trabajar en ello.

Barton me dio su teléfono y después dijo:

–Tengo total confianza en usted, Belane.

Luego colgó.

Bueno, el negocio estaba remontando. Pero el techo goteaba más que nunca. Me sacudí algunas gotas de lluvia, le di un sorbo al sake, lié un cigarrillo, lo encendí, di una calada, me atragantó una tos seca, me coloqué mi sombrero marrón, puse en marcha el contestador automático, fui despacio hacia la puerta, la abrí y allí estaba McKelvey. Tenía un tórax inmenso y parecía que llevase hombreras.

–Tu contrato de alquiler ha vencido, imbécil –escupió–. Quiero que

saques tu culo de aquí.

Entonces me fijé en su barriga. Era como un suave montón de mierda seca. Le hundí el puño bien adentro. Su rostro se dobló sobre la rodilla que yo estaba levantando. Cayó y luego rodó hacia un lado. Una visión repugnante.

Pasé por encima. Le saqué la cartera. Fotos de niños en posturas

pornográficas.

Pensé en matarle, pero me limité a coger su tarjeta Visa Oro, le di una patada en el culo y cogí el ascensor para bajar.

Decidí ir caminando a la librería de Red. Cuando iba en coche siempre me ponían una multa de estacionamiento y tenía tantas que no podía hacerles frente.

Caminando hacia la librería de Red me sentía un poco deprimido. El

hombre ha nacido para morir. ¿Qué quiere decir eso? Perder el tiempo y esperar. Esperar el tranvía. Esperar un par de buenas tetas alguna noche de agosto en un cuarto de hotel en Las Vegas. Esperar que canten los ratones.

Esperar que a las serpientes les crezcan alas. Perder el tiempo.

Red estaba en la librería.

–¡Qué suerte tienes! –me dijo–. Se acaba de ir ese borracho de Chinaski.

Ha estado fanfarroneando con la báscula nueva que tiene en correos, una Pelouze.

–No le hagas caso –le contesté–. ¿Tienes algún ejemplar firmado del Mientras agonizo de Faulkner?

–Por supuesto.

–¿Cuánto cuesta?

–2800 dólares.

–Lo tengo que pensar...

–Perdona –dijo Red, y se volvió hacia un tipo que estaba hojeando una primera edición de No puedes volver a tu hogar.

–Haga el favor de dejar ese libro en su funda y lárguese de una

puñetera vez!

Era un tipo pequeño, de aspecto delicado, todo encorvado, que llevaba algo que parecía un impermeable amarillo.

Volvió a colocar el libro en su funda y pasó por donde estábamos

nosotros dirigiéndose a la salida con una nube de humedad en los ojos.

Había dejado de llover. Su impermeable amarillo ya no servía para nada.

–¿Puedes creer que hay gente que entra aquí tomándose un helado de

cucurucho?

–Y hasta cosas peores.

Después me di cuenta de que había alguien más en la librería. Estaba de pie cerca del fondo. Pensé que le conocía de foto. Céline. ¿Céline?

Me acerqué a él despacio. Me puse realmente cerca. Tan cerca que podía ver lo que estaba leyendo. Thomas Mann. La montaña mágica.

Me vio.

–Este tipo tiene un problema –me dijo señalando el libro.

–¿Cuál? –le pregunté.

–Considera que el aburrimiento es un arte.

Devolvió el libro a su estante y se quedó allí sin hacer nada, con aire de Céline.

Le miré.

–Esto es increíble –dije.

–¿El qué? –me preguntó.

–Yo pensaba que usted estaba muerto –dije yo.

Me miró.

–Yo pensaba que usted también estaba muerto –dijo él.

Entonces nos quedamos allí simplemente mirándonos el uno al otro.

Después oí a Red.

–EH, TÚ –dijo a gritos–. –SAL DE UNA PUÑETERA VEZ DE AH¸!

Éramos las dos únicas personas que había allí dentro.

–¿Quién es el que tiene que salir de una puñetera vez? –pregunté.

–EL QUE SE PARECE A CÉLINE. –QUE SALGA DE UNA

PUÑETERA VEZ DE AH¸!

–Pero ¿por qué? –pregunté.

–HUELO CUANDO NO VAN A COMPRAR!

Céline o quienquiera que fuese empezó a caminar hacia la salida. Yo le seguí.

Subió andando hacia el Boulevard y luego se paró en el quiosco de

periódicos.

Aquel quiosco de periódicos estaba allí desde que tengo memoria.

Recordé haber estado allí hacía dos o tres décadas con 3 prostitutas. Me las llevé a todas a mi casa y una de ellas masturbó a mi perro. Les parecía gracioso. Estaban borrachas y colocadas. Una de las prostitutas fue al cuarto de baño, se cayó, se dio con la cabeza contra el borde del retrete y lo llenó todo de sangre. Estuve limpiando aquello con unas toallas grandes humedecidas. La acosté y me fui a sentar con las otras, que luego se marcharon. La que estaba en la cama se quedó 4 días y 4 noches bebiéndose toda mi cerveza y hablando de sus dos hijos que estaban en Kansas City Este.

El tipo aquel –¿sería Céline?– estaba en el quiosco de periódicos leyendo una revista. Al acercarme vi que era The New Yorker. La volvió a colocar en el estante y me miró.

–Esta revista sólo tiene un problema –dijo.

–¿Cuál es?

–Simplemente que no saben escribir. Ninguno de ellos sabe.

Justo entonces pasó un taxi desocupado.

–EH, TAXI! –gritó Céline.

El taxi aminoró y él dio un salto hacia adelante, la puerta trasera se

abrió y en un tris estuvo dentro.

–EH! –le grité–. –QUIERO PREGUNTARLE ALGO!

El taxi se dirigió rápidamente hacia Hollywood Boulevard. Céline se

asomó, alargó el brazo y me hizo un corte de mangas. Después desapareció.

Era el primer taxi que yo veía por allí desde hacía décadas. Quiero decir un taxi libre, dando vueltas.

Bueno, la lluvia había parado pero seguía sin mejorar. Y, además, el aire era helador y todo olía como a pedos mojados.

Encogí los hombros y me dirigí hacia Musso's.

Tenía la tarjeta Visa Oro. Estaba vivo. Tal vez. Incluso empecé a

sentirme como Nicky Belane. Tarareé un trocito de una de Eric Coates.

La que dice “El infierno es lo que has hecho”.