Charles Bukowski

Lo que más me gusta es rascarme los sobacos:

Esperanza ante la desesperación

La esperanza aparece siempre como fondo a este re­lato de desesperación: al estar alienado en la forma más fundamental y realista, Bukowski está sostenido única­mente por la esperanza: «Eso era todo lo que un hom­bre necesitaba. Era la falta de esperanza lo que hundía a un hombre.» Sostenido por el hilo de la esperanza, el narrador trabaja en una fábrica de galletas para perros, en una empresa de confecciones femeninas, en una tien­da de bicicletas, de piezas de recambio para coches, de instalación de luces de neón, de frenos, de mozo de al­macén y de taxista, de chofer de la Cruz Roja y de reca­dero, de recolector de tomates y de encargado de la lim­pieza de un periódico, pasando de una borrachera a otra, de una prostituta a otra, cuya enumeración sería demasiado extensa: Laura, Jan, Mary, Lou y demás. Lue­go, un día, se despeja el cielo. Una revista le acepta un relato. Llega una carta que dice: «Le devolvemos estos cuatro relatos, pero nos quedamos uno. Hemos estado observando su trabajo desde hace tiempo y nos alegra­mos mucho de aceptar este relato.» Bukowski explica: «Me levanté de la silla sosteniendo todavía la nota entre mis manos, mi primer texto aceptado. De la revista lite­raria Número Uno de Norteamérica. Nunca me había pa­recido el mundo tan hermoso, tan lleno de promesas... Releí la nota, estudié cada curvatura de la firma de Gladmore... Me metí en la cama. No me podía dormir. Me levanté, encendí la luz y la leí de nuevo.»

Esta patética confesión que descubre hasta el fondo las ansias y las esperanzas del escritor frustrado va acom­pañada de las desconsoladas confesiones de su vida de vagabundo o de sus relaciones con los padres: unos pa­dres duros, que le acogen en casa entre un viaje y otro, pero anotan los gastos que les causa su mantenimiento con la intención de hacerse reembolsar el dinero apenas tenga un trabajo, humillándole, desanimándole, sumién­dole en una ausencia absoluta de comunicación. «No tie­nes la menor ambición, no tienes madera de peleador; ¿cómo demonios vas a arreglártelas en este mundo?», le dice el padre; y cuando se dispone a pagar la fianza de treinta dólares para hacerle salir de la cárcel donde le han metido por una borrachera, le reprocha también que no haya ido a la guerra: «Ya es bastante malo que no quieras servir a tu país en tiempo de guerra...» En el capítulo 11 se cuenta también el episodio que Bu­kowski repite en las entrevistas, del padre que quiere hundirle la cara en su vómito de borracho, y él que se defiende dándole un puñetazo.

También en este libro hay repeticiones de episodios ya narrados en otras partes, el del capítulo 7 en el que a los trabajadores de viaje se les reparten latas de conserva sin abrelatas para poder luego recuperarlas, o el del capítulo 17 en el que el protagonista es convencido de comprar un traje de segunda mano y el traje se le deshace encima, o los de los capítulos 32, 33, 34 y 35 con el millonario manco que arroja monedas por el suelo cuando se emborracha, se rodea de putas, pide a Chinaski que le escriba el libreto de la ópera que ha com­puesto y sube a todos a su barca. Los episodios repeti­dos no son exactamente idénticos: son idénticos los he­chos pero están narrados de nuevo, como si Bukowski estuviera obsesionado por el recuerdo de acontecimien­tos vividos sin alegría y sin participación. Aquí, como en sus restantes obras, la gente y la vida no le gustan. En el capítulo 31 dice: «Francamente, estaba horroriza­do de la vida. De todo lo que un hombre tenía que hacer sólo para comer, dormir y poder vestirse. Así que me quedaba en la cama y bebía. Mientras bebías, el mundo seguía allí fuera, pero por el momento no te tenía agarra­do por la garganta.»

Corno siempre, esta desesperación está rodeada de autoironía y de humor, por ejemplo cuando Chinaski di­ce: «Soy un genio, pero nadie más que yo lo sabe», o cuando dice: «¿Nadie te ha dicho que eres graciosa?», «No», «No me extraña». Pero los ejemplos de su humor personalísimo serían excesivos: reaparecen en los diálo­gos con los patronos, con las prostitutas, con los com­pañeros de bar, en la odisea sin objetivo vivida por el protagonista que se mueve sin ambición en el mundo de los trabajos manuales en el cual se ve obligado a vivir, indiferente a los ideales de la sociedad, carente de la decencia tradicional. El protagonista no lucha contra la inanidad del universo: se limita a mostrar la absoluta fal­ta de sentido de una vida de masas alienada por la despersonalización, encadenada a la necesidad económica, paralizada por la imposibilidad de liberarse en el trans­curso de un breve camino que sólo conduce a la tumba. Son los temas predilectos de las franjas del disenso no violento de los años cincuenta y sesenta norteamericanos, y Bukowski se acerca a ellos por caminos completamente diferentes de los seguidos por los protagonistas de aque­lla escena: se acerca a ellos en tanto que subproletario o proletario, pero también como aspirante a poeta, aspi­rante a escritor.

Su estilo está cada vez más alejado de la ingenuidad de sus primeros bocetos. Ahora el escritor es un narra­dor seguro, con un estilo sobrio, directo y al mismo tiem­po sugerente, que recuerda bastante de cerca al de Hemingway y todavía más de cerca al empastado de humour de John Fante, un escritor del que Bukowski no se cansa de repetir que le debe la mayor parte de su formación y cuyos libros, agotados en su totalidad, ha hecho reedi­tar por John Martin en su Black Sparrow Press.

Desesperado y sumiso, miserable y desconsolado, in­cluso demasiado horrorizado para ser cínico, el libro desarrolla de este modo, con una escritura ahora cana­lizada sobre los rieles definitivos de una indiscutible ha­bilidad narrativa, acontecimientos que describen la capa­cidad de paciencia de un hombre en la vida urbana mo­derna, denunciada como grotesca e insensata en una espe­cie de colosal teatro del ridículo.

en Entrevista a Charles Bukowski por Fernanda Pivano  

18 de enero - 11 de febrero de 1982.