Charles Bukowski
Sin cuello y malo como el demonio

Yo estaba con ardor de estómago y ella andaba fotografiándome sudando y muriéndome en el área de espera, y mirando a una chica rolliza con un corto vestido púrpura y tacones altos disparar a una fila de patos de plástico con una escopetita. Le dije a Vicki que volvía en un momento y me fui a pedirle a la señorita del mostrador un vaso de papel con un poco de agua. Me lo dio y yo eché dentro mis Alka-Seltzers. Me volví a sentar y seguí sudando.

Vicki estaba feliz. Salíamos de la ciudad. Me gustaba que Vicki estuviese feliz. Se merecía la felicidad. Me levanté y fui al lavabo a cagar. Cuando salí estaban llamando a los pasajeros. No era un hidroavión muy grande. Dos hélices. Llegamos los últimos. Sólo había seis o siete asientos. Estaban todos ocupados.

Vicki se sentó en el asiento del copiloto y a mí me hicieron un asiento al lado de la puerta. ¡Allí íbamos! LIBERTAD. Mi cinturón de seguridad no funcionaba.

Había un tío japonés mirándome.

—Mi cinturón de seguridad no funciona —le dije. El me contestó gesticulando sonriente, feliz.

—Chupa mierda, querido —le dije. Vicki miraba continuamente hacia atrás y sonreía. Era feliz, un niño con un dulce, un hidroavión de hace 35 años.

Pasaron 12 minutos y amerizamos. No me había mareado. Salí.

Vicki me lo contó todo sobre el bicho. El avión fue construido en 1940. Tenía agujeros en el suelo. Manejaban el timón con una palanca que había en el techo:

—Estoy asustada, le dije, y él me contestó: Yo también estoy   asustado.   ¡Y  era  el  capitán!   Uf,  qué  emoción,   querido.

Yo asentía silencioso a sus explicaciones.

Dependía de Vicki para toda mi información. Yo no era muy bueno para hablar con la gente. Bueno, nos metimos en un autobús, sudando, bromeando y mirándonos el vino al otro. Desde la terminal del autobús al hotel había dos manzanas, y Vicki me suministró información:

—Hay un sitio para comer, y una tienda de licores para ti, hay un bar, y otro sitio para comer, y otra tienda de licores...

La habitación no estaba mal, con vistas al mar. La televisión funcionaba de un modo vago y titubeante; me tumbé en la cama y traté de verla mientras Vicki abría el equipaje.

—¡Oh, me encanta este sitio! —dijo— ¿y a ti?

—Sí.

Me levanté, bajé a la calle, la crucé y compré hielo y cervezas. De vuelta metí el hielo en el lavabo y las cervezas hundidas en él. Me bebí 12 botellas de cerveza, tuve una pequeña discusión sobre algo con Vicki después de la décima botella, me bebí las otras dos y me fui a dormir.

 

 

Cuando me desperté, Vicki había comprado una neverita portátil y estaba dibujando en la cubierta. Vicki era una niña, una romántica, pero yo la amaba por eso. Tenía tantos demonios siniestros dentro de sí que no podía menos que agradecer su manera de ser.

«Julio 1972. Avalon Catalena» escribió en la neverita. No sabía cómo se escribía. Bueno, ninguno de los dos sabíamos.

Entonces me dibujó a mí, y abajo puso: «Sin cuello y malo como el demonio».

Luego dibujó una señora, y abajo: «Henry aprecia un buen culo cuando lo ve».

Y en un círculo: «Sólo Dios sabe lo que hace con su nariz».

Y: «Chinaski tiene unas piernas espléndidas».

También dibujó una variedad de aves y soles y estrellas y palmeras, y el océano.

—¿Eres capaz de bajar a desayunar? —me preguntó. Bueno, nunca había sido llevado a la ruina por ninguna de mis anteriores mujeres. Pero a mí me gustaba arruinarme; creo que merecía que me arruinara por una mujer. Bajamos y encontramos un sitio agradable y razonable donde podías comer en una mesa en medio de la calle. Mientras desayunábamos me preguntó:

—¿De verdad ganaste el premio Pulitzer?

—¿Qué premio Pulitzer?

—Me dijiste anoche que habías ganado el premio Pulitzer. 500.000 dólares. Dijiste que te lo habían notificado con un telegrama púrpura.

—¿Un telegrama púrpura?

—Sí, dijiste que habías vencido a Norman Mailer, Kenneth Koch, Diane Wakoski y Robert Creeley.

Acabamos el desayuno y comenzamos a andar. El lugar entero no ocupaba más de cinco o seis manzanas. Todo el mundo tenía diecisiete años. Se sentaban indiferentes y esperaban. No todo el mundo. Había unos pocos turistas, viejos, con una ciega determinación a pasarlo bien. Se paraban frenéticos en los escaparates, caminaban, pateando el pavimento, despidiendo sus rayos: Tengo dinero, tenemos dinero, tenemos más dinero que tú, somos mejores que tú, nada nos preocupa; todo es una mierda, pero nosotros no somos una mierda y lo sabemos todo, míranos.

Con sus camisas rosas y sus camisas verdes y sus camisas azules, y sus cuerpos blanquecinos putrefactos de cabezas cuadradas, y calzones de rayas, ojos sin ojos y bocas sin bocas, caminaban por allí, muy coloridos, como si el color pudiera despertar a la muerte y convertirla en vida. Eran un carnaval de la decadencia americana en desfile, y no tenían la menor idea de las atrocidades que cometían consigo mismos.

Dejé a Vicki, subí a la habitación, me senté delante de la máquina de escribir, y miré por la ventana. No había esperanza. Toda mi vida había querido ser un escritor y ahora tenía mi oportunidad y no se me ocurría nada. No había corridas de toros ni combates de boxeo, ni jóvenes señoritas. Ni siquiera había un conocimiento profundo de nada. Estaba jodido. No pude conseguir la palabra y me tiraron a una esquina. Bueno, todo lo que podía hacer era morirme. Pero siempre me lo había imaginado distinto. Quiero decir, el escribir. Quizás fuera la película de Leslie Howard. O leer la biografía de Hemingway o D. H. Lawrence. O Jeffers. Podías empezar a escribir de mil maneras diferentes. Y entonces escribías un poco. Y conocías a algunos escritores. Los buenos y los malos. Y todos tenían almas mecánicas. Te dabas cuenta en cuanto te metías en alguna habitación con ellos. Sólo había un gran escritor cada 500 años, y tú no eras él, y ellos ciertamente tampoco. Estábamos jodidos.

Puse la televisión y vi a un saco de doctores y enfermeras vomitarse sus problemas amorosos. Nunca se tocaban. No importaba que estuviesen en problemas. Todo lo que hacían era hablar, discutir, romper los cojones, escudriñar. Me puse a dormir.

 

 

Vicki me despertó:

—Oh —dijo—.   ¡Me ha ocurrido la cosa más maravillosa!

—¿Sí?

—Vi a este hombre en una barca y le dije: ¿Adonde va?, y él dijo: Soy una barca taxi, llevo a la gente de la playa a sus canoas. Y yo le dije: De acuerdo, y sólo me costó cincuenta centavos y monté con él durante horas enteras mientras llevaba a la gente hasta sus barcos. Fue maravilloso.

—Yo vi a algunos doctores y enfermeras —le dije— y me ha entrado una depresión.

—Navegamos durante horas enteras —dijo Vicki—. Le dejé que se pusiera mi sombrero y me esperó cuando bajé a comprar un sandwich de pescado. Anoche se despellejó la pierna al caerse de la moto.

—Aquí suenan las campanas cada quince minutos. Es odioso.

—Subí a mirar todos los barcos. Y a bordo estaban todos los viejos borrachos. Y algunos tenían con ellos mujeres jóvenes vestidas con botas altas. Otros tenían hombres jóvenes. Eran verdaderos viejos borrachos y lujuriosos.

Si yo tuviera tan sólo la habilidad de Vicki para conseguir información, pensé, si pudiera escribir algo de verdad. Yo: tenía que quedarme allí sentado esperando a que me viniera la inspiración. Podía manipularla y darle forma una vez llegada, pero era incapaz de ir a buscarla. Todo lo que podía escribir era sobre borracheras de cerveza, ir al hipódromo, o escuchar música sinfónica. No es que sea una vida especialmente disminuida, pero es jodido. ¿Cómo puedo estar tan limitado? Yo antes tenía cojones para hacer cosas. ¿Qué les pasó a mis cojones? ¿Se vuelven los hombres de verdad viejos?

—Cuando bajé de la barca, vi un pájaro y hablé con él. ¿Te importa si compro el pájaro?

—No, no me importa. ¿Dónde está?

—Sólo unas calles más abajo. ¿Podemos ir a verlo?

—¿Por qué no?

Me puse algo de ropa y bajamos. Y allí estaba ese estallido verde con una pequeña mancha roja derramada por encima. No era gran cosa, ni siquiera para un pájaro. Pero por lo menos no se cagaba cada tres minutos como todos los demás, y eso estaba bien.

—No tiene cuello. Es igual que tú. Por eso lo quiero. Es un pájaro adorable con cara de pera.

Volvimos con el pájaro-cara-de-pera en una jaula. Lo pusimos en la mesa y lo llamamos «Avalon». Vicki se sentó y habló con él.

—Avalon, hola Avalon... Avalon, Avalon, hola Avalon... Avalon, oh, Avalon...

Encendí la televisión.

 

 

El bar estaba bien. Me senté con Vicki y le dije que iba a destrozarlo. Yo solía destrozar bares en mis viejos tiempos, ahora sólo hablaba de hacerlo.

Había una banda de música. Me levanté y bailé. Era fácil el baile moderno. Sólo tenía que agitar los brazos y las piernas en cualquier dirección, y mantener el cuello tieso, o moverlo como un hijo de perra y entonces ellos pensaban que eras grande. Podías engañar a la gente. Yo bailaba y me preocupaba por mi máquina de escribir.

Me senté con Vicki y pedí algunas copas más. Agarré la cabeza de Vicki y se la enseñé al barman.

—¡Mira, hombre, ella es hermosa! ¿Acaso no es hermosa?

Entonces Ernie Hemingway se acercó con su barba de rata blanca.

—Ernie —dije—. Creí que te habías volado los sesos.

Hemingway se rió.

—¿Qué estabas bebiendo? —le pregunté.

—Estoy invitando —dijo él.

Ernie nos invitó, pagó nuestras bebidas y se sentó. Parecía más delgado.

—Hice la crítica de tu último libro —le dije—. Le hice una crítica adversa. Lo siento.

—No pasa nada —dijo Ernie—. ¿Te gusta la isla?

—Es para ellos —le dije.

—¿Qué quieres decir?

—El público es afortunado. Todo les gusta: helados, conciertos de rock, cantar, bambolearse, el amor, el odio, la masturbación, los perros calientes, bailes típicos, Jesucristo, el patinaje, el espiritualismo, capitalismo, comunismo, circuncisión, tebeos, Bob Hope, esquiar, pescar matar jugar a los bolos hacer debates, cualquier cosa. No esperan mucho y no consiguen mucho. Son una gran pandilla.

—Eso es todo un discurso.

—Eso es todo un público.

—Hablas como un personaje sacado del primer Huxley.

—Creo que te equivocas. Yo soy un desesperado.

—Pero —dijo Hemingway— los hombres se hacen intelectuales para no ser unos desesperados.

—Los hombres se hacen intelectuales porque son cobardes, no desesperados.

—Y la diferencia entre cobarde y desesperado es...

—¡Bingo! —contesté—. ¡Un intelectual! ...mi copa...

Un poco más tarde le hablé a Hemingway de mi telegrama púrpura y entonces Vicki y yo nos fuimos y volvimos con nuestro pájaro y nuestra cama.

—No puedo hacer nada —dije—, mi estómago está despellejado y jodido, y contiene nueve décimas partes de mi alma.

—Prueba esto —dijo Vicki, y me alcanzó el vaso de agua con Alka-Seltzer.

—Vete a dar una vuelta por ahí —dije—. Yo hoy no puedo moverme.

Vicki se fue a dar una vuelta y volvió dos o tres veces a ver si yo estaba bien. Yo estaba bien. Bajé, comí y volví con una docena de cervezas y me encontré con una vieja película en la televisión, con Henry Fonda, Tyrone Power y Randolph Scott. 1939. Estaban todos tan jóvenes. Era increíble. Yo tenía diecisiete años entonces. Pero, por supuesto, me había mantenido mucho mejor que ellos. Estaba vivo.

Jesse James. La interpretación era mala, muy mala. Vicki volvió y me contó miles de cosas fascinantes y entonces se metió en la cama conmigo y vimos Jesse James. Cuando Bob Ford estaba a punto de disparar a Jesse (Ty Power) por la espalda, Vicki dejó escapar un grito y corrió a esconderse al cuarto de baño. Bob Ford acabó el asunto.

—Ya ha pasado todo —dije— ya puedes salir.

Eso fue lo más destacable del viaje a Catalina. No pasaron muchas más cosas. Antes de irnos, Vicki fue a la Cámara de Comercio y les dio las gracias por haberle hecho pasar unos días tan maravillosos. También le dio las gracias a la señora del bar Davey Jones y compró regalos para sus amigos Lita y Walter y Ava y su hijo Mike y algo para mí, y algo para Annie y algo para el señor y la señora Croty, y algunos más que no recuerdo.

Subimos al barco con nuestra jaula y nuestro pájaro y nuestra neverita y nuestra maleta y nuestra máquina de escribir eléctrica. Encontré un hueco en la parte trasera del barco y nos sentamos allí. Vicki estaba triste porque se había -acabado todo. Me había encontrado con Hemingway en la calle y me había dado un estrechón de manos a la manera hippie, me había preguntado si yo era judío y si iba a volver, y yo le había dicho que no respecto a lo de judío y que no sabía si iba a volver, que dependía de la señora, y él había dicho, no quiero inmiscuirme en tus asuntos personales, y yo había dicho, Hemingway, de verdad que eres divertido, y el barco comenzó a doblar hacia la izquierda y brincó y bamboleó y un joven que parecía como si acabase de sufrir un tratamiento de electroterapia pasó entre los pasajeros repartiendo bolsas de papel para los vómitos. Pensé que quizás era mejor el hidroavión, eran sólo doce minutos y mucha menos gente. Y San Pedro iba apareciendo lentamente, civilización, civilización, humo y asesinatos, mucho más bonito, mucho más bonito, los locos y los borrachos son los últimos santos que quedan sobre la tierra. Nunca he montado a caballo o jugado a los bolos, ni he visto los Alpes, y Vicki me miraba con su sonrisa infantil, y pensé que ella era una mujer en verdad fascinante, bueno, ya era hora de tener un poco de suerte, estiré las piernas y miré al frente. Necesitaba cagar de nuevo. Decidí dejar la bebida.