Charles Bukowski
Confesiones de un hombre lo bastante loco como para vivir con las bestias

1

Me recuerdo meneándomela delante del espejo del armario después de ponerme los zapatos de tacón alto de mi madre, mirándome las piernas, levantándome lentamente la falda por los muslos, más y más alta, como si estuviese descubriendo los muslos de una mujer, recreándome en la visión de las piernas oscurecidas por las medias; y siendo interrumpido por dos amigos entrando en la casa.

—Sé que está por aquí en alguna parte.

Y yo vistiéndome apresuradamente, y entonces uno de ellos abriendo la puerta y encontrándome.

—¡Hijos de mala puta! —grité yo, y los eché fuera de casa destempladamente, y los oí hablar mientras se alejaban:

—¿Qué le pasa?  ¿Qué coño le pasará?

 

 

2

K era una antigua modelo, y solía enseñarme sus viejos recortes y fotos. En una ocasión casi ganó un concurso de Miss América. La conocí en un bar de la calle Alvarado, lo más cercano del mar que se puede estar sin tener que mojarse el culo.

Había ganado peso y edad, pero quedaban todavía signos de una figura, una distinción, aunque fuesen signos muy velados. Ambos estábamos de baja. Ninguno de los dos trabajaba y jamás sabré cómo salimos adelante. Cigarrillos, vino y una casera que se creía nuestras historias de dinero a punto de llegar, pero no exactamente ahora. En fin, más que nada necesitábamos tener vino.

Dormíamos la mayor parte del día. A veces, cuando empezaba a oscurecer, teníamos que levantarnos, y nos parecía como si subiésemos de los abismos de un infierno particular.

K: —Mierda, no puedo aguantar sin un trago.

Yo seguía en la cama fumándome el último cigarrillo.

Yo: —Bueno, leches, baja al Tony's y trae un par de oportos.

K: —¿Botellas?

Yo: —Claro, dos botellas. Que no sean Gallo. Ni de ese otro, me ha dado un dolor de cabeza para dos semanas. Y trae dos cajetillas de tabaco. De cualquier clase.

K: —¡Pero sólo hay 50 centavos!

Yo: —¡Ya lo sé! Pelea y enróllatelo por el resto. ¿Qué te pasa, estúpida?

K: —Dijo que no nos daría más...

—Yo: —Dijo, dijo. ¿Quién es ese tío? ¿Dios? ¡Háblale deprisa, sonríele! ¡Agita el culo delante de él! ¡Hínchale la polla! ¡Tíratelo en la trastienda si es preciso, pero trae ese VINO!

K: —Está bien, está bien.

Yo: —Y no vuelvas sin él.

K decía que me amaba. Solía atarme cintitas alrededor de la polla y luego hacía un pequeño sombrerito de papel para la cabeza.

Si ella volvía sin el vino o sólo con una botella, entonces yo bajaba como un loco y gritaba, amenazaba y sacudía al viejo hasta que me daba lo que yo quería, y más. Algunas veces yo volvía con sardinas, pan y patatas fritas. Fue una época particularmente buena, y cuando Tony vendió el negocio empezamos el juego con el nuevo dueño, que era más duro de roer, demasiado duro. Eso se llevó lo mejor de nuestra relación.

 

 

 

3

Era como un taladro de madera, podía ser un taladro de madera, olí el aceite quemándose, y entonces ellos me metieron esa cosa en la cabeza, en mi carne, y empezó a taladrarme y a sacar sangre y pus, y yo había sentado allí a mi simiesco espíritu columpiándose sobre un precipicio. Mi cara estaba llena de granos del tamaño de pequeñas manzanas. Era ridículo e increíble. «El peor caso que he visto en mi vida», dijo uno de los doctores, y era bastante viejo. Me rodearon como si fuese una especie de monstruo. Era un monstruo. Sigo siendo un monstruo. Cogí el tranvía de ida y vuelta hasta el hospital de caridad. Los niños en los tranvías me miraban y preguntaban a sus madres:

—¿Qué le pasa a ese señor? Mamá, ¿qué le pasa a ese señor en la cara?

Y  las madres les decían: —¡¡¡SHSSSSSSHHH!!!

Y  ese shsssssshhh era la peor condenación, y entonces dejaban a los pequeños bastardos mirarme por encima de los respaldos de los asientos y yo miraba por la ventanilla y veía pasar los edificios, y me ahogaba, aspiraba bocanadas de aire y me ahogaba, sin nada que hacer. Los médicos, por ausencia de casos precedentes o por lo que fuese, lo llamaban Acné Vulgaris. Yo me sentaba durante horas en un banco de madera mientras esperaba mi taladro. Vaya una historia digna de lástima, ¿eh? Recuerdo los viejos edificios de ladrillo, las enfermeras sencillas y descansadas,  los   doctores   riéndose,   teniéndolo  hecho.  Fue  allí cuando aprendí de la falacia de los hospitales: que los doctores eran dioses y los pacientes mierda y que los hospitales existían para que los doctores pudieran hacérselo en su blanca superioridad  almidonada,  pudiendo hacerlo  también,  cómo  no,  con las enfermeras:   «Doctor. Doctor.  Doctor, píncheme el culo en el ascensor,  olvide la  amenaza  del  cáncer,  olvide  la  amenaza  de vida. No somos unas pobres imbéciles, no moriremos nunca; bebemos  nuestro jugo de zanahoria, y cuando nos  sentimos mal podemos tomar una pastilla, una inyección, toda la  droga que necesitemos. Chiip, chiip, chiip, la vida nos cantará. Larga vida para nosotras». Yo me sentaba y ellos me metían el taladro. ZIRRRR ZIRRRR ZIRRRR ZIR, el sol mientras tanto hacía crecer dalias y naranjas y brillaba a través de los vestidos de las enfermeras, volviendo locos a los pobres diablos. Ziirrrr, zirrr, zirr.

 

—¡Nunca vi a nadie que soportara la aguja de este modo!

—¡Mírale, frío como el acero!

Veo otra vez el corro de folla-enfermeras a mi alrededor, un corro de hombres que poseían grandes casas y tenían tiempo para reírse y leer y acudir a los partidos y comprar pinturas y olvidarse de pensar, y olvidarse de sentir nada. Blancura almidonada y mi derrota. Por encima de mí y a mi alrededor, observándome.

—¿Cómo te sientes?

—Maravillosamente.

—¿No encuentras dolorosa la aguja?

—Que te den por culo.

—¿Qué?

—Dije que te den por culo.

—Es sólo un chaval. Es mal hablado. No se le puede culpar. ¿Qué edad tienes?

—Catorce.

—Sólo te estaba felicitando por tu valor, tu manera de aguantar la aguja. Eres duro.

—Que te den por culo.

—No puedes hablarme de ese modo.

—Que te den por culo. Que te den por culo. Que te den por culo.

—Deberías comportarte mejor. Imagínate que te quedas ciego si no te vacunásemos.

—Entonces no tendría que estar viendo sus malditas caras.

—Este chico está loco.

—Ya lo creo, déjale solo.

Esto fue en algún hospital de Los Ángeles y nunca pude imaginarme  que 20  años  después,  volvería  a  un  sanatorio de caridad. Hospitales, cárceles y putas: Estas son las universidades de la vida. Yo he alcanzado numerosos grados. Llámenme señor.

 

 

 

4

Tuve que sufrir otra de éstas. Vivíamos en el segundo piso de un viejo caserón y yo trabajaba. Eso fue lo que casi me mató, beber toda la noche y trabajar todo el día. Solía tirar siempre una botella contra la misma ventana. Solía bajar con esa ventana a la cristalería de la esquina a que la arreglaran, allí le ponían un vidrio nuevo en el marco. Hacía esto una vez a la semana. El hombre me miraba muy extrañamente pero siempre aceptaba mi dinero, que le parecía tan bueno como el de cualquier otro. Yo montaba la ventana y la rompía de nuevo de un botellazo. Había estado bebiendo fuerte durante 15 años, y una mañana me desperté y allí estaba: la sangre saliendo a borbotones de mi boca y culo. Moñigos negros. Sangre, sangre, cataratas de sangre. La sangre apesta peor que la mierda. Ella llamó a un doctor y la ambulancia vino a por mí. Los camilleros dijeron que yo era demasiado grande para acarrearme por las escaleras y me pidieron que bajara andando.

—Está bien, tíos —dije—. Con mucho gusto; no quiero que os matéis a trabajar.

Una vez fuera, subí a la camilla; me la pusieron delante y yo me tumbé en ella como una flor marchita. Un infierno de flor. Los vecinos asomaban sus cabezas por las ventanas, me miraban mientras era llevado hacia la ambulancia. Me habían visto borracho casi siempre.

—Mira, Mabel —dijo alguien—. ¡Allá va ese horrible hombre!

—¡Que Dios tenga piedad de su alma! —respondió Mabel.

Buena mujer, esa Mabel. Eché una bocanada de sangre por el borde de la camilla y alguien exclamó  ¡OOOOhhhhhhooooh!

Aunque estaba trabajando, no tenía dinero, así que me llevaron al hospital de caridad. La ambulancia estaba llena. Pobres moribundos apelotonados. «Completoo», dijo el conductor, «vámonos». Fue un viaje horrible. Éramos sacudidos, caíamos unos encima de otros, gemíamos, la ambulancia se inclinaba. Hice todos los esfuerzos posibles para no echar sangre, porque no quería que aquello encima empezase a apestar.

—Oh —dijo la voz de una mujer negra—, no puedo creer que esto me esté sucediendo a mí, no puedo creerlo. ¡Oh, Dios mío, ayúdame!

Dios se hace muy popular en sitios como aquél.

Al llegar me bajaron a un oscuro sótano con algunos catres, alguien me dio algo en un vaso de agua y eso fue todo. Pasaron unos minutos y me puse a vomitar algo de sangre sobre la cama. Éramos cuatro o cinco enfermos en aquel sótano. Uno de ellos era alcohólico —y loco— pero parecía fuerte. Se levantó de su cama y empezó a vagar de un lado a otro, delirando, tropezando, cayéndose encima de los otros enfermos, golpeando cosas,

—Ra ra era, soy Raba el joba, soy juba soy jumma jubba el raskas, soy juba.

Yo agarré la jarra del agua para pegarle, pero nunca pasó cerca mío. Finalmente cayó en una esquina y se quedó allí, pasando de todo. Estuve en ese sótano toda la noche y hasta el mediodía del día siguiente. Entonces me subieron arriba. La sala estaba repleta y me pusieron en un oscuro rincón.

—Ooh, se va a morir en esta esquina tan oscura —dijo una de las enfermeras.

—Sí —dijo la otra.

Me levanté por la noche y no pude llegar hasta el retrete. Me puse a cagar sangre en medio del suelo. Caí y estaba demasiado débil para poder levantarme. Llamé a la enfermera, pero las puertas de la sala estaban cubiertas con estaño de casi 10 centímetros de grosor y no pudieron oírme. Una enfermera solía pasar cada dos horas para mirar si alguien se había muerto. Sacaban muchos cadáveres por las noches. Como yo no podía dormir, solía mirarles. Sacaban al tío de la cama, lo ponían sobre la camilla y le cubrían la cara con una sábana. Las camillas estaban bien engrasadas para no hacer ruido. Yo ahora tendría que esperar a que entraran a por alguno. Tal vez a por mí. Gritaba:

«¡Enfermera!», sin saber bien por qué. «¡Cállate!», me dijo un viejo, «queremos dormir». Perdí el sentido.

Cuando lo recobré estaban todas las luces encendidas. Dos enfermeras estaban tratando de levantarme.

—Le dije que no se levantara de la cama —dijo una de ellas.

Yo no podía hablar. Tenía tambores en la cabeza. Me sentí vaciado y muerto. Era como si pudiese oír todo, pero no podía ver, sólo llamaradas de luz. No sentía pánico, ni miedo; sólo una sensación de espera,  de esperar algo sin preocuparme.

—Es usted demasiado grande —dijo una de ellas—, vamos a sentarle en esa silla.

Me sentaron en la silla y me arrastraron con ella. Yo me sentía como si no pesase más de tres kilos.

Entonces vinieron a mi alrededor: gente. Recuerdo un doctor con un gorro verde, un gorro de operar. Parecía furioso. Estaba hablándole a la enfermera jefe.

—¿Por qué no le han hecho una transfusión a este hombre? Está a punto de... m.p.d.

-—Sus papeles pasaron por el piso de abajo cuando yo estaba arriba y los rellenaron antes de que pudiera verlos. Y, aparte, doctor, el paciente no tiene ningún crédito de sangre.

—¡Quiero que suban sangre, y la quiero aquí arriba AHORA!

¿Quién coño será este tío?, pensé, demasiado amable, muy raro, muy extraño para ser un doctor.

Comenzaron las transfusiones: tres litros y medio de sangre y dos de glucosa.

Una enfermera trató de darme de comer un rosbif con patatas, guisantes y zanahorias en mi primer almuerzo. Puso la bandeja delante mío.

—Infiernos, no puedo comerme esto —le dije—. ¡Me mataría!

—Cómalo —dijo—, está en su lista, está en su dieta.

—Tráigame algo de leche —dije.

—Cómase eso —dijo ella, y se fue.

Yo lo dejé allí sin tocarlo.

Cinco minutos más tarde, entró corriendo en la sala.

—¡NO SE COMA ESO! —gritó—. ¡No puede TOMAR ESO!   ¡Ha habido una equivocación en la lista!

Se lo llevó y volvió con un vaso de leche.

Tan pronto como me metieron la primera botella de sangre, me sentaron en una camilla y me bajaron a la sala de rayos X. El doctor me hizo poner de pie. Yo no podía sostenerme y me caía hacia atrás continuamente.

—¡ME CAGO EN LA PUTA! —gritó—. ¡ME HA HECHO ARRUINAR OTRA PLACA! ¿SE VA A QUEDAR QUIETO SIN MOVERSE DE UNA MALDITA VEZ?

Lo intenté pero no podía sostenerme. Me caí de nuevo.

—Oh, mierda —dijo a la enfermera—. Llévenselo.

El Domingo de Resurrección, el Ejército de Salvación se puso a tocar justo debajo de mi ventana a las 5 de la mañana. Tocaban una horrible música religiosa, la tocaban mal y con un estruendo infernal, y a mí me ahogaba, me atravesaba, casi me mata. Me sentí más cerca de la muerte esa mañana de lo que nunca me había sentido. Estuve a un centímetro, a un pelo de ella. Finalmente se fueron con la cencerrada a otra parte y yo empecé lentamente a revivir. Yo diría que aquella mañana esta gente mató probablemente a media docena de cautivos con su música.

Entonces apareció mi padre con mi puta. Ella estaba borracha y me di cuenta de que él le había dado dinero para que bebiera y así traérmela deliberadamente en ese estado a mi presencia, para hacerme sentir desgraciado. El viejo y yo éramos enemigos desde tiempo inmemorial, en todo lo que yo creía él estaba en contra, y viceversa. Ella se sentó y empezó a bambolear la cama, enrojecida y borracha.

—¿Por qué la has traído así? —pregunté—. ¿Por qué no esperaste a otro día?

—¡Te dije que no era buena! ¡Te he dicho siempre que no era una buena mujer!

—Tú la has emborrachado y luego la has traído aquí. ¿Por qué estás siempre jodiéndome?

—¡Te dije que no era una buena mujer, te lo dije, te lo dije!

—¡Tú, hijo de la gran puta, una palabra más y voy a sacarme esta aguja del brazo, me voy a levantar y te voy a sacar la mierda a hostias!

El la cogió del brazo y se fueron.

Me imaginé que les habían telefoneado diciendo que iba a morirme. La hemorragia continuaba. Esa noche vino el sacerdote.

—Padre —le dije—, no se ofenda, pero, por favor, me gustaría morir sin ninguna clase de ritos, sin ninguna clase de palabras.

Me quedé sorprendido porque entonces él empezó a agitarse, a gesticular, a temblar atónito y furioso. Digo que me quedé sorprendido porque siempre creí que estos tíos tenían más frialdad. Pero al fin y al cabo, se limpian el culo como todo el mundo.

—Padre, hábleme a mí —dijo un anciano—, puede hablarme a mí.

El cura se fue con el anciano y todos felices.

Trece días después de aquella noche en la que ingresé regando sangre, yo estaba conduciendo un camión y descargando paquetes de más de 25 kilos. Una semana más tarde me tomé mi primer trago, el que decían que me mataría.

Supongo que algún día moriré en ese condenado hospital de caridad. Simplemente parece que no puedo escapar de él.

 

 

5

Mi suerte estaba de nuevo en decadencia y yo estaba demasiado nervioso debido a mis excesos con el vino; la mirada enloquecida y una gran debilidad; estaba demasiado deprimido para buscar mi habitual trabajo sencillo y ocasional como mozo de carga o chico de recados, así que me fui a una planta empaquetadora de carne en el matadero y entré en la oficina.

—¿No te he visto a ti antes? —me preguntó el encargado.

—No —mentí.

Había estado  allí dos  o  tres  años  antes,  había  pasado por todo el papeleo, el reconocimiento médico, y una vez admitido me habían conducido escaleras abajo, pasando hasta cuatro plantas, y cada vez iba haciendo más frío y los suelos estaban cubiertos con una capa de sangre, suelos verdes, paredes verdes. Me había explicado en qué consistía el trabajo: pulsar un botón y entonces salía de la portezuela de la pared un ruido parecido al estruendo de una manada de elefantes cayendo, y entonces aparecía algo muerto, en gran cantidad, ensangrentado, y entonces, me explicó él, lo coges y lo colocas en ese camión frigorífico. Luego aprietas el botón y saldrá otro nuevo. Acabó la explicación y se fue. Cuando lo perdí de vista me quité el mono, el casco, las botas (tres tamaños más pequeñas que mi pie), subí las escaleras y me largué de allí. Ahora estaba de vuelta.

—Pareces algo viejo para este trabajo.

—Quiero recobrar la forma. Necesito trabajo duro, un buen trabajo duro —mentí.

—¿Podrás aguantar?

—Soy todo músculos. Solía trabajar en el Ring. He peleado con los mejores.

—¿Ah, sí?

—Sí.

—Humm, puedo verlo por tu cara. Has debido encajar unas cuantas buenas palizas.

—No se preocupe por mi cara. Tengo manos veloces. Todavía las conservo. Tengo que utilizarlas en algo. Soy rápido y duro.

—Yo soy aficionado al boxeo. No me suena tu nombre.

—Peleaba bajo otro nombre, Kid Stardust.

—¿Kid Stardust? No me suena ningún Kid Stardust.

—Peleé por Sudamérica, África, Europa, las islas, peleaba en las ciudades industriales. Por eso hay tantos huecos en mi historial de trabajo. No me gusta poner que boxeo porque la gente se cree que estoy mintiendo o bromeando. Simplemente dejo los huecos y al infierno con ello.

—De acuerdo, preséntate mañana a las 9:30 y te pondremos a trabajar. ¿Dices que quieres un trabajo duro?

—Bueno, si hay alguna otra cosa...

—No, en estos momentos no. Sabes, aparentas por lo menos 50 años. Me pregunto si no estaré haciendo el imbécil. No queremos que la gente como tú nos haga perder el tiempo.

—Yo no soy ninguna gente: soy Kid Stardust.

—De acuerdo, Kid —dijo, riéndose—. ¡Te pondremos a TRABAJAR!

No me gustó su modo de decirlo.

Dos días más tarde entré en la planta 2 y le enseñé a un viejo que llevaba una libreta mi mono con mi nombre escrito: Henry Chinaski, y él me mandó a la cadena de carga, tenía que presentarme a Thurman. Me fui hacia allá. Había un grupo de hombres sentados en un banco de madera que me miraron como si fuese homosexual o apestado.

Les miré con lo que supuse que era un tranquilo desdén y pregunté lentamente con mi mejor acento barriobajero:

—¿Dónde está Thurman? Parece ser que tengo que ver a ese tío.

Alguien me lo señaló.

—¿Thurman?

-¿Sí?

—Estoy trabajando para ti.

—¿Sí?

—Sí.

Me miró.

—¿Dónde están tus botas?

—¿Botas? No me dieron —dije.

Se agachó bajo el banco y agarró un par, un viejo, gastado y maloliente par. Me las puse. La misma vieja historia: tres números demasiado pequeñas; mis pies estaban en ellas aplastados y doblados.

Luego me dio un delantal ensangrentado y un casco de metal. Me los puse. Me quedé allí de pie mientras él encendía un cigarrillo. Despachó  la cerilla con gesto  tranquilo y hombruno.

—Vamos.

Eran todos negros y cuando aparecí me miraron como si fuesen sultanes de color. Yo medía cerca de un metro noventa pero ellos eran todos más altos, y si alguno no lo era, era dos o tres veces más robusto.

—¡Hank! —gritó Thurman.

Hank, pensé, Hank, igual que yo. Es curioso.

Ya estaba sudando, con ese casco metálico encima de las orejas.

—¡Ponle a TRABAJAR! —le dijo.

Cristo y Cristo. ¿Qué había sido de las noches dulces y ociosas? ¿Por qué no le pasaba esto a Walter Winchell, que creía en el sueño americano? ¿No había sido yo uno de los estudiantes más brillantes en antropología?  ¿Qué había pasado?

Hank me llevó consigo y me plantó enfrente de un gigantesco camión de medio sótano de largo, inmóvil, vacío e inquietante.

—Espera aquí.

Entonces varios de los sultanes negros se acercaron corriendo, arrastrando carros de ruedas pintados de un blanco triste y costrilloso, como detergente mezclado con mierda de gallina. Y cada uno de los carros estaba lleno de jamones que flotaban en sangre oscura y espesa. No, no flotaban en sangre, se sentaban en ella, como plomo, como balas de cañón, como la muerte.

Uno de los chicos saltó al interior del camión y otro empezó a lanzarme los jamones y yo los cogía y se los lanzaba al otro tío que daba media vuelta y los echaba al extremo del camión. Los jamones llegaban de prisa DE PRISA y eran pesados y se volvían cada vez más pesados. Tan pronto como lanzaba un jamón y me volvía, otro venía hacia mí por el aire. Sabía que estaban tratando de destrozarme. Muy pronto estuve sudando y sudando, como si me hubiesen abierto grifos por todo el cuerpo, y me dolía la espalda, me dolían las muñecas, me dolían los brazos, me dolía todo y estaba agotando el último soplo imposible de energía. Apenas podía ver, apenas podía someter mi cuerpo al esfuerzo de agarrar un jamón más y arrojarlo, un jamón más y arrojarlo. Estaba bañado en sangre y seguía agarrando la muerta, blanda y pesada pécora con mis manos. El jamón da un poco la impresión de una grupa de mujer, y yo estoy demasiado débil para hablar y decir: «¿Hey, qué COÑO pasa con vosotros, eh, tíos?». Los jamones llegan volando y yo giro, clavado como un hombre en una cruz debajo de un casco metálico, y ellos traen continuamente carros llenos de jamones y jamones y jamones y al fin están todos vacíos y yo estoy allí de pie, temblando y respirando fuertemente la luz eléctrica amarilla. Era de noche en el infierno. Bueno, a mí siempre me gustó el trabajo nocturno.

—¡Vamos!

Me llevan a otro sector. Por el aire, desde la lejana pared, viene hacia mí medio ternero colgado, o podía ser un ternero entero, sí, eran terneros enteros, pensándolo bien, desollados y sangrientos, con las cuatro patas estiradas, y uno de ellos venía hacia mí colgado de un gancho, recién acabado de matar, y se paró justo encima mío, colgando del gancho sobre mi cabeza, goteando sangre.

—Lo acaban de matar —pensé— han matado a esta condenada cosa. ¿Cómo pueden distinguir a un hombre de un ternero? ¿Cómo saben que yo no soy un ternero?

—¡ESTA BIEN: ABRÁZALO!

—¿Abrazarlo?

—¡Eso mismo: BAILA CON EL!

—¿Qué?

—¡Por el amor de dios! ¡George, ven aquí!

George se puso debajo del ternero. Lo agarró. UNO. Dio unos pasos hacia delante. DOS. Dio unos pasos hacia atrás. TRES. Dio bastantes pasos hacia delante. El ternero estaba casi paralelo al suelo. Alguien apretó un botón y por ahí se fue el bicho. Ya lo tenían, para los mercaderes de carne del mundo. Lo tenían para las charlatanas, simpáticas y bien alimentadas amas de casa imbéciles del mundo a las 2 de la tarde, peinadas, fumando cigarrillos con filtro sin sentir casi nada.

Me pusieron debajo del siguiente ternero.

UNO.

DOS.

TRES.

Lo tenía. Con sus huesos muertos contra mis huesos vivos, su carne muerta contra mi carne viva, y el hueso y el pesado corte sangrando a chorros, pensé en un coño cálido y hambriento, sentado enfrente mío en un sofá con las piernas cruzadas y levantadas, y yo con una copa en mi mano, acercándome despacio, con seguridad, hacia el blanco lugar de su cuerpo, y Hank gritó: ¡CUÉLGALO EN EL CAMIÓN!

Me fui dando traspiés hacia el camión. El sentido de la vergüenza que me habían inculcado en las escuelas americanas me decía que no debía dejar caer el becerro al suelo porque esto probaría que yo era un cobarde y no era un hombre y que luego no podría esperar más que continuas risas y burlas, y es que en América tienes que ser un vencedor, no hay más leches, tienes que aprender a pelear por cualquier pequeñez, sin preguntar ni dudar, y aparte, si yo dejaba caer el ternero, lo tendría que recoger y levantarlo, y sabía que eso nunca lo podría hacer. Además, se ensuciaría. Yo no quería que se ensuciase, o mejor dicho: ellos no querían que se ensuciase.

Entré balanceándome en el camión.

—¡CUÉLGALO!

El gancho que había era romo como un pulgar sin uña. Dejabas el ternero para que se enganchara, y resbalaba, lo levantabas de nuevo y volvía a resbalar, una y otra vez y el gancho no lo atravesaba ¡¡El culo de mi madre!! Era todo cartilaginoso y gordo, duro, duro.

—¡VAMOS!  ¡VAMOS!

Utilicé mis últimas reservas y el gancho se clavó, fue una hermosa visión, un milagro, ese gancho atravesando la carne, ese ternero colgando sólito, completamente apartado de mi hombro, colgado para los abrigos y el sombrerito y el parloteo en la carnicería.

—¡MUÉVETE!

Un negro de 145 kilos, insolente, cortante, frío, asesino, entró, colgó su carne de un golpe, y me miró desde arriba.

—¡Nos ponemos en fila aquí!

—De acuerdo campeón.

Salí delante de él. Otro ternero me estaba esperando. Cada vez que agarraba uno estaba seguro de que era el último que iba a poder aguantar, pero continuamente me decía: Uno más sólo uno más y luego escapo y a tomar por saco.

Estaban esperando que abandonase, lo podía leer en sus ojos, sus sonrisas cuando creían que yo no estaba mirando., No quería darles la victoria. Me iba a por un nuevo ternero. El jugador. La última carta del jugador arruinado de los viejos tiempos. Fui a por la carne.

Seguí por dos horas y entonces alguien gritó:

—DESCANSO.

Lo había conseguido. Un descanso de diez minutos, algo de café, y nunca lograrían hacerme abandonar. Caminé detrás de ellos hacia el carro del almuerzo. Podía ver el vapor del café levantándose en la noche; podía ver las rosquillas y cigarrillos y bollos y sandwiches bajo las luces eléctricas.

—¡EH, TU!

Era Hank. Parecía que yo le gustaba a Hank.

—¿Sí, Hank?

—Antes de descansar, coge ese camión y llévalo a la sección 18.

Era el camión que habíamos cargado anteriormente, el de medio sótano de largo. La sección 18 estaba cruzando toda la planta.

Abrí la puerta y subí a la cabina. Tenía un blando asiento de cuero y estaba tan bien que supe que si no lo combatía, pronto me quedaría dormido. Yo no era un conductor de camiones. Miré abajo y vi media docena de palancas, mandos, pedales y demás. Di la vuelta a la llave y el motor arrancó. Me puse a probar pedales y palancas hasta que la máquina se puso a andar y entonces lo conduje por toda la planta hasta la sección 18, pensando todo el rato: para cuando vuelva, el carro del almuerzo ya se habrá ido. Esto era una tragedia para mí, una verdadera tragedia. Estacioné el inmenso camión, apagué el motor y me quedé un minuto disfrutando de la blanda bondad del asiento de cuero. Luego abrí la puerta y salí fuera. Me olvidé del escalón o lo que quiera que fuese y me caí al suelo con mi delantal ensangrentado y mi casco metálico de Cristo, como si me hubiesen pegado un tiro. No me dolió, no sentía nada. Me levanté con tiempo para ver al carro del almuerzo saliendo por la verja hacia la calle. Los vi regresando al trabajo riéndose y encendiendo cigarrillos.

Yo me quité las botas, el delantal, el casco de metal, el mono, y caminé hacia la salida. Lancé todo el equipo por encima de la mesa. El viejo me miró:

—¿Qué? ¿Vas a abandonar un BUEN trabajo como éste?

—¡Dígales que me manden el cheque por dos horas o si no que se limpien el culo con él, me importa un carajo!

Salí. Crucé la calle hacia un bar mexicano y allí me tomé una cerveza, luego cogí el autobús hasta mi casa. La educación de las escuelas americanas me había jodido otra vez.

 

 

 

6

La noche siguiente estaba sentado en un bar entre una mujer con una cinta alrededor de la cabeza y otra mujer sin cinta en la cabeza, y no era más que otro bar —estúpido, triste, cruel, imperfecto, desesperado, mierdoso, pobre y el pequeñísimo retrete apestaba y provocaba la náusea, y no podía hacer caca allí, sólo mear, vomitar o apartar asfixiado la cabeza, buscando la luz y el aire, rogando a tu estómago que sólo aguantase una noche más—.

Llevaba allí cerca de tres horas bebiendo y convidando a beber a la mujer sin cinta en la cabeza. No tenía mala pinta: zapatos caros, buenas piernas y trasero; justo al borde de la decadencia física, pero así es cómo parecen más sexys —por lo menos así me lo parece—.

Pedí otra copa, dos copas más.

—Ya está —le dije—, me he gastado el último céntimo.

—Estás bromeando.

—No.

—¿Tienes algún sitio donde dormir?

—Me quedan dos días de alquiler.

—¿Trabajas?

—No.

—¿Qué haces?

—Nada.

—Quiero decir que cómo has vivido hasta ahora.

—Fui agente de jockeys por un tiempo. Tenía un buen chico, pero le pescaron dos veces con una pistola en la verja de salida. Lo procesaron. Hice algo de boxeo, juego, incluso intenté la cría de pollos, me pasaba toda la noche sentado cuidándolos frente a los perros callejeros de las colinas, era duro, y entonces un día tiré un puro encendido a la paja sin darme cuenta y todo se incendió y todos mis pollos se quedaron fritos, mal fritos. Traté de buscar oro en el norte de California. Fui charlatán en una feria. Probé el comercio, probé de vendedor: nada me fue bien, soy un fracasado.

—Bébete eso —dijo ella— y vente conmigo.

Ese «vente conmigo» sonó bien. Acabé mi bebida y la seguí afuera. Subimos la calle caminando y paramos en una tienda de licores.

—Ahora tú no hagas nada —dijo— déjame hablar a mí.

Entramos. Ella cogió algo de salami, huevos, pan, bacon, cerveza, mostaza, escabeche, dos botellas de whisky bueno, Alka Seltzer y sardinas. Cigarrillos y puros.

—Cárguelo a la cuenta de Willie Hansen —le dijo al empleado.

Salimos con toda la compra y ella llamó un taxi desde el teléfono de la esquina. El taxi apareció y subimos detrás.

—¿Quién es Willie Hansen? —pregunté.

—Olvídalo —dijo.

Una vez en mi casa, me ayudó a poner los víveres en la nevera. Luego se sentó en el sofá y cruzó sus dos buenas piernas y se quedó allí, moviendo y girando el tobillo, mirándose el zapato negro, bello y adornado. Saqué el tapón de una botella y me puse a mezclar dos tragos bien fuertes. Era de nuevo un rey.

Esa noche en la cama, me paré en medio del acto y la miré.

—¿Cómo te llamas? —pregunté.

—¿Qué coño importa mi nombre?

Yo reí y seguí la marcha.

Venció el alquiler y yo metí todo, que no era mucho, en mi maleta de cartón. 30 minutos más tarde rodeamos un almacén de saldos y a nuestra vista apareció una vieja casa de dos pisos.

Pepper (así se llamaba, finalmente me había dicho su nombre) tocó el timbre y me dijo:

—Tú ponte detrás, deja que me vea a mí, y cuando suene el zumbido, yo empujo la puerta y tú me sigues.

Willie Hansen siempre bajaba por la escalera hasta el rellano, donde tenía un espejo que le mostraba quién estaba llamando a la puerta, y así podía decidir cuándo estaba en casa y cuándo no.

Decidió estar en casa. Sonó un zumbido, la puerta se abrió y yo seguí a Pepper adentro, dejando mi maleta al pie de la escalera.

—¡Nena! —ella subió a saludarle—. ¡Qué bueno volver a verte!

Era bastante viejo y sólo tenía un brazo. Le puso el brazo alrededor y la besó.

Entonces me vio.

—¿Quién es éste tío?

—Oh, Willie, quiero presentarte a un amigo. Este es el Kid.

—¡Hola! —dije.

El no me respondió.

—¿El Kid? No parece un chico.[1]

—Kid Lanny. Solía pelear bajo el nombre de Kid Lanny.

—Kid Lancelot —dije.

Subimos a la cocina, Willie sacó una botella y sirvió varios vasos. Nos sentamos a la mesa.

—¿Te gustan esas cortinas? —me preguntó—. Las chicas hicieron esas cortinas para mí. Tienen mucho talento estas chicas.

—Me gustan las cortinas —le dije.

—Mi brazo se está quedando paralizado, apenas puedo mover los dedos, creo que voy a morirme, los médicos no saben encontrar mi mal. Las chicas creen que bromeo, las chicas se ríen de mí.

—Le creo —le dije.

Tomamos un par de copas más.

—Me gustas —dijo Willie—. Tienes pinta de haber vivido, tienes pinta de haber adquirido clase. La mayoría de la gente no tiene clase. Tú tienes clase.

—No sé nada sobre clase —dije— pero sí que he vivido.

Tomamos algunos tragos más y nos fuimos al salón. Willie se puso una gorra de marino, se sentó delante de un órgano y empezó a tocarlo con su único brazo. Era un órgano muy potente.

Había monedas de un cuarto, de quince y perras chicas desparramadas por todo el suelo. Yo no hice preguntas. Nos sentamos allí bebiendo y escuchando el órgano. Aplaudí ligeramente cuando él acabó.

—Todas las chicas estuvieron aquí la otra noche —me contó— y entonces alguien gritó: ¡A CORRER! y deberías haberlas visto corriendo, algunas desnudas y otras en bragas y sostén, todas se pusieron a correr y acabaron en el garaje. ¡Fue condenadamente divertido! Yo me quedé sentado aquí arriba y ellas volvieron a subir en fila riéndose y empujándose. ¡Ya lo creo que fue divertido!.

—¿Y quién fue el que gritó A CORRER? —pregunté.

—Fui yo —dijo él.

Entonces se fue a su dormitorio, se quitó la ropa y se metió en la cama. Pepper entró y le besó y habló con él mientras yo paseaba recogiendo monedas del suelo.

Cuando ella salió, me señaló un lugar al final de la escalera. Yo bajé a por mi maleta y la subí.

 

 

7

Cada vez que se ponía la gorra de marino, la gorra de capitán, por la mañana, sabíamos que íbamos a ir al yate. El se ponía delante del espejo, ajustándosela hasta conseguir el ángulo propicio, y una de las chicas venía corriendo a decirnos:

—¡Vamos a salir en el yate! ¡Willie se está poniendo la gorra!

Como si fuera la primera vez. Salía con su gorra y nosotros le seguíamos hasta el garaje, sin decir una palabra.

Tenía un viejo coche, tan viejo que tenía detrás un asiento «ahítepudras» de esos que se levantan al abrir la compuerta trasera.

Las dos o tres chicas subieron delante con Willie, apretujándose y contorsionándose; no sé cómo lo consiguieron, pero lo consiguieron. Pepper y yo abrimos la portezuela del asiento y nos metimos. Ella dijo:

—Sólo sale cuando no está de resaca y no quiere beber. El hijo de puta no quiere que nadie beba tampoco. ¡Así que ten cuidado!

—Demonios, necesito un trago.

—Todos necesitamos un trago —dijo ella. Sacó una botella de tercio de su bolso y la abrió. Me la pasó.

—Ahora espera a que nos mire por el espejo retrovisor. Cuando vuelva su mirada a la carretera, te tomas un trago.

Traté de hacerlo. Funcionó. Entonces le llegó el turno a Pepper. Cuando llegamos a San Pedro, la botella estaba ya vacía. Pepper sacó algo de chicle, yo encendí un cigarrillo y saltamos afuera.

Era un bonito yate. Tenía dos motores y Willie se puso a mostrarme cómo poner en marcha el motor auxiliar en caso de que algo anduviese mal. Yo allí de pie, asentía sin escucharle. Algo aburrido y estúpido acerca de tirar de una cuerda para ponerlo en marcha. No sé.

Me enseñó cómo sacar el ancla, para salir del muelle, pero yo sólo pensaba en otro trago, y entonces salimos, y él estaba allí, en la cabina, con su gorra de capitán, llevando el timón, y todas las chicas se pusieron a su alrededor.

—¡Oh, Willie, déjame llevar el timón!

—¡Willie, déjame llevarlo!

Yo no quería llevar el timón. El le había puesto su propio nombre al barco: EL WILLHAN. Terrible nombre. Debería haberlo llamado EL COÑO FLOTANTE.

Bajé con Pepper al camarote y allí encontramos más bebida, bastante bebida. Nos quedamos allí bebiendo. Entonces le oí apagar el motor y bajar las escaleras.

—Vamos a volver —dijo.

—¿Por qué?

—Connie está con una de sus rabietas. Tengo miedo de que salte por la borda. No quiere hablarme, me está poniendo nervioso. Simplemente se queda allí sentada mirándome. No sabe nadar. Tengo miedo de que se tire al agua.

(Connie era la chica con la cinta alrededor de la cabeza.)

—Déjala que salte. Yo me echaré a por ella. La noquearé de un golpe, todavía conservo mi punch, y la subiré al barco. No te preocupes.

—No, vamos a volver. Además ¡habéis estado bebiendo!

Se fue arriba. Yo serví unos cuantos vasos más y encendí un puro.

 

 

8

Cuando tocamos el muelle, Willie bajó y dijo que volvería en seguida. No volvió en seguida. No volvió en tres días y tres noches. Dejó a todas las chicas allí. Simplemente cogió su coche y se largó.

—Está loco —dijo una de las chicas.

—Sí —dijo otra.

Había bastante comida y licores, así que nos quedamos allí a esperar a Willie. Había cuatro chicas incluyendo a Pepper. Hacía frío allí dentro, y no importaba lo que bebieses, o las mantas que te pusieses encima. Sólo había una manera de calentarse. Las chicas se lo tomaron como un juego:

—¡Ahora me toca a MI! —gritaba una.

—Ay, creo que ya me corro y acabo —decía otra.

—Ah, TU acabas —dije yo—. ¿Y YO qué?

Ellas se rieron. Finalmente, no pude hacerlo más.

Me acordé de que llevaba mi cubilete de dados conmigo, lo saqué, nos sentamos en el suelo y empezamos a jugar. Todo el mundo estaba borracho y las chicas tenían todo el dinero. Yo no tenía ni una perra, pero pronto tuve bastante en mis manos. Ellas no entendían el juego y yo se lo explicaba mientras íbamos jugando, y cambiaba de juego a medida que avanzábamos, según las circunstancias.

Así es cómo nos encontró Willie cuando volvió: jugando a los dados y borrachos.

—¡NO PERMITO EL JUEGO EN ESTE BARCO! —gritó desde lo alto de las escaleras.

Connie subió hacia él, le puso los brazos alrededor, le metió la lengua en su boca y luego le agarró las partes. El bajó las escaleras sonriendo, se sirvió un trago, sirvió tragos para todos nosotros, y nos sentamos charlando y riéndonos. El nos habló de una ópera para órgano que estaba escribiendo: El Emperador de San Francisco. Le prometí escribir la letra y esa noche volvimos todos a la ciudad, bebiendo y sintiéndonos bien. Ese primer viaje fue un molde de todos los siguientes. Una noche se murió y todos nos quedamos de nuevo en la calle, las chicas y yo. Una se fue al Este con todo el dinero. Yo me puse a trabajar en una fábrica de galletas para perros.

 

 

 

9

Estaba viviendo en algún lugar de la calle Kingsley y trabajaba como mozo en un sitio donde venden accesorios eléctricos.

Eran agradables días de calma. Bebía bastante cerveza todas las noches, olvidándome a menudo de comer. Me compré una máquina de escribir, una vieja Underwood de segunda mano con teclas que se quedaban enganchadas. No había escrito nada desde hacía diez años. Y ahora me emborrachaba de cerveza y me ponía a escribir poesía. Muy pronto tuve un buen taco de poemas y no sabía qué hacer con ello. Lo metí todo en un paquete y lo mandé a una nueva revista literaria de una pequeña ciudad de Texas. Me figuraba que nadie los querría, pero podía haber algún loco o snob al que le interesasen, y así no se perderían por completo.

Recibí una carta de respuesta, dos cartas de respuesta, cartas largas. Decían que yo era un genio, que era sobrecogedor, decían que yo era Dios. Leí las cartas una y otra vez y me emborraché y escribí una larga carta de respuesta. Mandé más poemas. Comencé a escribir poemas y cartas todas las noches, estaba lleno de mierda fértil.

La editora, que también era escritora, empezó a mandarme fotos suyas, y no tenía mala pinta, no del todo. Las cartas se fueron haciendo más personales. Decía que nadie quería casarse con ella. Su ayudante en la editorial, un hombre joven, le había ofrecido el matrimonio a cambio de la mitad de su capital, pero ella decía que no tenía dinero, que la gente sólo se imaginaba que tenía dinero. Al ayudante en la editorial le habían ingresado en un hospital psiquiátrico. «Nadie quiere casarse conmigo», me escribía continuamente, «tus poemas serán presentados en nuestra próxima edición, una edición toda entera de Chinaski, y nadie quiere casarse conmigo, nadie. Habrás visto que tengo una deformidad, es mi cuello, nací así. Nunca me casaré».

Yo estaba muy borracho una noche. «Olvídalo» le escribí, «yo me casaré contigo. Olvídate del cuello. Yo tampoco soy una maravilla. Tú con tu cuello y yo con mi cara rota a zarpazos de tigre ¡nos imagino paseando juntos por la calle!».

Eché la carta al correo y me olvidé de todo, bebí otro bote de cerveza y me fui a dormir.

Días más tarde me llegó una carta: «¡Oh, soy tan feliz! Todo el mundo me mira y me dice: Niki ¿qué te ha ocurrido? ¡Estás RADIANTE, llena de vida! ¿Cuál es la causa? ¡Yo no les digo nada!  ¡Oh, Henry, SOY TAN FELIZ!»

Incluía algunas fotos, particularmente horribles. Me asusté. Salí y compré una botella de whisky. Miré las fotos, me bebí el whisky. Me tumbé en la alfombra.

«Oh Señor, oh Jesús, ¿qué es lo que hice? ¿Qué es lo que hice? Bueno, os diré lo que haré, muchachitos: ¡Voy a dedicar el resto de mi vida a hacer feliz a esta pobre mujer! Será un infierno, pero soy duro. ¿Y qué otra cosa puede haber mejor que hacer a alguien feliz?»

Me levanté de la alfombra, no demasiado seguro de la última parte...

Una semana más tarde estaba esperando en la estación de autobuses, estaba borracho y aguardando la llegada de un autobús desde Texas.

Avisaron la llegada del autobús por los altavoces y me preparé para morir. Los vi saliendo por la puerta, tratando de compararlos con las fotografías. Y entonces vi a una joven rubia, de unos 23 años, con buenas piernas, andar vivo y una cara inocente con un cierto toque snob, de viveza y descaro, lo llamaríais vosotros; y el cuello no estaba mal, después de todo. Yo tenía 35 años por entonces.

Me acerqué hacia ella.

—¿Tú eres Niki?

—Sí.

—Soy Chinaski. Deja que lleve tu maleta.

Salimos al parking.

—Llevo esperando tres horas, nervioso, con sobresaltos, ha sido una espera infernal. Todo lo que podía hacer era tomarme algunas copas en el bar.

Ella puso la mano sobre el capot del coche.

—El motor está todavía caliente. ¡Acabas de llegar, cabronazo!

Yo reí.

—Tienes razón —dije.

Subimos a mi anciano coche y lo puse en marcha. Pronto estábamos ya casados en Las Vegas, y me gasté todo el dinero que tenía en eso y en el autobús de vuelta a Texas.

Subí al autobús con ella y sólo me quedaron treinta y cinco centavos en el bolsillo.

—No sé si a papá le va a gustar lo que hice —dijo ella.

—Oh Jesús, oh Dios —recé—. ¡Ayudadme a ser fuerte, ayudadme a ser valiente!

Ella me besó, me abrazó, me chupó y no pudo estarse quieta durante todo el viaje hacia la pequeña ciudad de Texas. Llegamos a las dos y media de la mañana, y mientras bajábamos del autobús, me pareció que el conductor le decía:

—¿Quién es ese vagabundo que te has agenciado, Niki?

Nos paramos en medio de la calle.

—¿Qué te dijo ese conductor? ¿Qué te dijo? —le pregunté, jugando con mis treinta y cinco centavos en el bolsillo.

—No me dijo nada. Vamos, ven conmigo.

Subió los escalones de un edificio.

—¿Eh, dónde coño vas?

Metió una llave en la cerradura y la puerta se abrió. Miré hacia arriba y grabadas en la piedra estaban las palabras: AYUNTAMIENTO MUNICIPAL.

Entramos.

—Quiero ver si he recibido correspondencia.

Entró en su oficina y miró en un escritorio.

—¡¡Me cago en la hostia, no hay correo!! ¡Le voy a enseñar a esa perra a robar mí correspondencia!

—¿Qué perra? ¿Qué perra, nena?

—Tengo una enemiga. Ven, sígueme.

Bajamos a la sala principal y ella se paró delante de una puerta. Me dio una horquilla.

—Anda, mira a ver si puedes abrir esta cerradura.

Me puse a intentarlo. Podía ver las cabeceras de los periódicos:

 

¡FAMOSO ESCRITOR Y PROSTITUTA REFORMADA

SORPRENDIDOS IRRUMPIENDO EN LA OFICINA

DEL ALCALDE!

 

No pude abrir la cerradura.

Salimos y nos fuimos a su casa, nos metimos en la cama y allí seguimos con aquello que habíamos empezado en el autobús.

Había pasado allí un par de días, cuando de repente sonó el timbre hacia las nueve de la mañana. Estábamos en la cama.

—¿Qué demonios pasa? —pregunté.

—Vete a abrir la puerta —dijo ella.

Me puse algo de ropa y fui a abrir la puerta. Había un insecto, allí, esperando de pie, continuamente le daban temblores, tenía alguna especie de fiebre. Llevaba puesta una gorra de chófer.

—¿Señor Chinaski?

-¿Sí?

—El señor Dyer me dijo que le enseñara las tierras.

—Espere un momento.

Volví a entrar.

—Nena, ahí fuera hay un insecto que dice que un tal señor Dyer quiere enseñarme las tierras. Es un insecto y le dan continuamente fuertes temblores.

—Bueno, vete con él. Ese es mi padre.

—¿Quién, ese insecto?

—No, el señor Dyer.

Me puse mis zapatos y calcetines y me fui a la puerta.

—De acuerdo, compadre —dije—, vámonos.

 

Fuimos en un coche por toda la ciudad y fuera de la ciudad.

—Eso es propiedad del señor Dyer —me iba señalando el insecto, y yo miraba— y eso otro también, y eso y eso —y yo miraba.

Yo no decía nada.

—Todas esas granjas —decía él— todas esas granjas son del señor Dyer. El las deja explotar y se queda con la mitad de los beneficios.

El insecto condujo hacia un frondoso bosque verde. Señaló.

—¿Ve aquel lago?

—Sí.

—Hay siete lagos en el interior del bosque, llenos de peces. ¿Ve aquel pavo caminando?

—Sí.

—Es un pavo salvaje. El señor Dyer se lo alquila todo a un club de caza y pesca que lo explota. Por supuesto, el señor Dyer o cualquiera de sus amigos pueden ir cuando quieran. ¿Usted pesca o tira?

—He tirado mucho en mis tiempos —le dije.

Seguimos marchando.

—El señor Dyer fue a la escuela allí.

—¿Ah, sí?

—Sí, en ese mismo edificio de ladrillo. Ahora lo ha comprado y lo ha restaurado como una especie de monumento.

—Fascinante.

Me llevó de vuelta a casa. —Gracias —-le dije.

—¿Quiere que vuelva mañana por la mañana? Hay más cosas por ver.

—No, gracias, ya está bien.

Entré de vuelta. Era de nuevo un rey...

 

Y está bien acabarlo así, sin deciros cómo lo perdí, de cualquier modo es algo acerca de un turco que llevaba un alfiler púrpura en su corbata y gozaba de una gran cultura y finas maneras. Yo no tenía ninguna posibilidad. Pero el turco también desapareció y las últimas noticias que tuve de ella eran de que estaba en Alaska casada con un esquimal. Me mandó una foto de su bebé, y decía que todavía escribía y que era feliz. Yo le contesté: «Mantente firme, nena, éste es un mundo chiflado».

Y, como dicen, eso fue todo.