Charles Bukowski - Esa pena de escoria

El poeta Víctor Valoff no era un gran poeta. Tenía reputación local, les gustaba a las señoras y su mujer le mantenía. Siempre estaba dando lecturas en las librerías locales y a menudo se le oía en la radio estatal. Leía con voz sonora y espectacular, pero el tono nunca variaba. Víctor siempre estaba en trance. Supongo que era eso lo que atraía a las damas. Algunos de sus versos, por separado, parecían tener alma, pero si los considerabas todos como un conjunto, te dabas cuenta de que Víctor nunca decía nada, aunque lo dijera a gritos.

Pero Vicki, como la mayoría de las señoras, se dejaba deslumbrar fácilmente por los cretinos e insistió en ir a una lectura de Valoff. Era un viernes por la noche y hacía bastante calor en la librería feminista-lesbiana-revolucionaria. No cobraban entrada. Valoff leía gratis. Y además habría una exposición de ilustraciones suyas después de la lectura. Sus ilustraciones eran muy modernas. Un toque o dos, normalmente en rojo, y un pequeño epigrama en un color que hiciese contraste. Las muestras de su sabiduría eran de este calibre: Me afecta mucho el cielo verde, lloro azul, azur, azul, azur, azul...

Valoff era inteligente. Sabía que azul podía nombrarse de dos modos.

Había por allí fotos de Tim Leary. Carteles de PROCESEMOS A REAGAN. A mí me dejaban indiferente los carteles de PROCESEMOS A REAGAN. Valoff se levantó y caminó hasta el podium, con media botella de cerveza en la mano.

—Mira —dijo Vicki—, mira qué cara. ¡Cómo tiene que haber sufrido!

—Sí —dije—, y ahora me toca a mí sufrir.

Valoff tenía un rostro bastante interesante..., comparado con la mayoría de los poetas. Pero, comparado con la mayoría de los poetas, casi todo el mundo lo tiene.

Victor Valoff comenzó:

 

«Al este del Suez de mi corazón

comienza un zumbar zumbar zumbar

silencio sombrío, sombra silenciosa

y de pronto llega el verano

viene directamente como un

defensa driblando hasta llegar a la meta

de mi corazón.»

 

Víctor gritó el último verso y, mientras lo hacía, alguien cerca de mí dijo: «¡Maravilloso!» Era una poetisa feminista local que se había cansado de los negros y se tiraba a un doberman en su dormitorio. Era pelirroja, con trenzas, ojos apagados, y tocaba la mandolina mientras leía su obra. Casi toda su obra se refería a algo relacionado con la huella de un bebé muerto en la arena. Estaba casada con un médico que no se dejaba ver (al menos tenía el buen sentido de no asistir a lecturas de poesía). Este doctor le pasaba una cantidad generosa para subvencionar su poesía y alimentar al doberman.

Valoff continuó:

 

«Dique y duque y día derivado

fermentan tras mi frente

del modo más implacable

oh sí, del modo más implacable.

Avanzo dando tumbos a través de la luz y las tinieblas...»

 

—En eso le doy la razón, mira —le dije a Vicki. —Cállate, por favor —contestó.

«Con un millar de pistolas y un millar de esperanzas irrumpo en el porche de mi mente para asesinar a un millar de papas.»

Busqué mi mediana de cerveza, la destapé y bebí un buen trago.

—Oye —dijo Vicki—, siempre te emborrachas durante las lecturas. ¿Es que no puedes dominarte, hombre?

—Me emborracho con mis propias lecturas —dije—. Tampoco puedo soportar mi obra.

Caridad engomada —continuaba Valoff—, eso es lo que somos, caridad engomada engomada engomada engomada caridad...

—Ahora dirá algo de un cuervo —dije.

Engomada caridad —continuó Valoff— y el cuervo para siempre...

Se me escapó la risa. Valoff la reconoció. Me miró.

—Señoras y señores —dijo—, esta noche tenemos entre nosotros al poeta Henry Chinaski.

Se oyeron bisbiseos. Me conocían. «¡Cerdo sexista!» «¡Borracho!» «¡Hijo de puta!»

Eché otro trago.

—Continúa, por favor, Victor —dije.

Continuó.

 

«... condicionada bajo la joroba del valor

el sintético rectángulo inminente y trivial

no es más que un gene en Genova

un cuadrúpleto Quetzalcoatl

y la china llora llora agridulce y bárbara

en su manguito.»

 

—Es maravilloso —dijo Vicki—, pero ¿de qué está hablando?

—Habla de amorrarse al pilón.

—Ya me parecía a mí. Es un hombre maravilloso.

—Espero que se amorre al pilón mejor que escribe.

 

«Pena, Dios santo, pena mía,

esa pena de escoria,

barras y estrellas de pena,

cataratas de pena,

mareas de pena,

pena a destajo

por todas partes...»

 

—«Esa pena de escoria» —dije—. Me gusta eso. —¿Ha dejado ya de hablar de amorrarse al pilón? —Sí, ahora dice que no se encuentra bien.

 

«... una docena de panadería, primo de un primo

admite la estrectomicina

y, propicio, devora mi

gonfalón.

Sueño el plasma de carnaval

a través de frenético cuero...»

 

—¿Y qué dice ahora? —preguntó Vicki.

—Dice que ya está en condiciones de volver a amorrarse al pilón.

—¿Otra vez?

Victor leyó algo más y bebió algo más. Luego, pidió un descanso de diez minutos y el público se levantó y se amontonó alrededor del podium. Vicki se acercó también. Hacía calor allí dentro y salí a la calle a tomar el fresco. Había un bar a media manzana. Pedí una cerveza. No había demasiada gente. En la tele, daban un partido de baloncesto. Estuve viéndolo. Me daba igual quien ganase, claro. Mi único pensamiento era, Dios santo, cómo corrían aquellos tipos de un lado a otro, de un lado a otro. Deben de tener los suspensorios empapados de sudor. Y el ojo del culo debe de olerles a rayos. Tomé otra cerveza y volví a la guarida de la poesía. Valoff había empezado otra vez. Se le oía desde la calle, a media manzana de distancia.

 

«Choke, Columbia, y los caballos muertos de

mi alma

me saludan a las puertas

me saludan durmiendo, historiadores

ven este tiernísimo pasado

que salta con

sueños de geisha, traspasado del todo de

impertinencia.»

 

Encontré libre mi asiento junto a Vicki.

—¿Qué dice ahora? —me preguntó.

—No dice gran cosa, en realidad. Lo que dice en esencia es que no puede dormir por las noches. Debería buscarse un trabajo.

—¿Dice que debería buscarse un trabajo?

—No, eso lo digo yo.

 

«... el lemming y la estrella fugaz son

hermanos, la disputa del lago

es El Dorado de mi

corazón. Ven toma mi cabeza, ven toma mis

ojos, zúrrame con consuelda...»

 

—¿Y ahora qué dice?

—Dice que necesita una mujer gorda y grande que le dé marcha.

—No seas ganso. ¿De verdad dice eso? —Los dos lo decimos.

 

«... podría devorar el vacío,

podría disparar cartuchos de amor en la oscuridad

podría mendigar toda una India por tu regresivo estiércol...»

 

En fin, Victor siguió y siguió y siguió. Una persona cuerda se levantó y se fue. Los demás nos quedamos.

 

«... digo, arrastra los dioses muertos a través del

garranchuelo.

Digo la palma es lucrativa,

digo, mira mira mira

a nuestro alrededor:

todo amor es nuestro

toda vida es nuestra

el sol es nuestro perro al extremo de una correa

nada hay que pueda derrotarnos

a la mierda el salmón

no tenemos más que estirar la mano

no tenemos más que arrastrarnos y salir de

sepulcros evidentes,

la tierra, el barro,

la esperanza en tartán de acechantes injertos a nuestros propios

sentidos. Nada tenemos que tomar y nada que

dar, no tenemos más que

empezar, empezar, empezar...»

 

—Muchísimas gracias —dijo Victor Valoff—, por haber venido.

El aplauso fue muy ruidoso. Siempre aplaudían. Victor estaba esplendoroso en su gloria. Alzó la misma botella de cerveza. Logró incluso ruborizarse. Luego, sonrió, una sonrisa muy humana. A las damas les encantó. Bebí un último trago de mi botella de whisky.

Todos le rodearon. Les daba autógrafos y contestaba sus preguntas. A continuación, sería la exposición de sus obras de arte. Conseguí sacar a Vicki de allí y subimos la calle hacia el coche.

—Lee con gran vigor —dijo ella.

—Sí, tiene buena voz.

—¿Qué te parece su obra?

—Muy fina.

—Creo que le tienes envidia.

—Entremos aquí a beber algo —dije—. Retransmiten un partido de baloncesto.

—Bueno —dijo ella.

Tuvimos suerte. El partido no había terminado. Nos sentamos.

—Caramba —dijo Vicki—, ¡mira qué piernas tan largas tienen esos tipos!

—Bueno, ahora te escucho —dije—. ¿Qué vas a tomar?

—Whisky con soda.

Pedí dos whiskies con soda y vimos el partido. Aquellos tipos corriendo de un lado a otro, sin parar. Maravilloso. Parecían muy emocionados por algo; no había mucha gente en el local. Fue lo mejor de la noche.