Charles Bukowski
La gente espera toda su vida...

25


Cogí el ascensor a la 6.a planta. El nombre del psiquiatra era Seymour Dundee. Empujé la puerta, entré. La sala de espera estaba llena de majaretas. Un tipo estaba leyendo una revista y la tenía boca abajo. La mayoría de la gente, hombres y mujeres, estaba sentada en silencio. No parecía ni siquiera que respirasen. En la habitación gravitaba una sensación extraña. Firmé en la hoja que había sobre el escritorio y tomé asiento. El tipo que estaba a mi lado llevaba un zapato marrón y otro negro.

–Oiga, amigo –me dijo.

–¿Sí? –contesté.

–¡Tiene cambio de un centavo? –me preguntó.

–No –le contesté–, hoy no.

–¡Mañana quizá? –siguió preguntando.

–Quizá mañana.

–Pero quizá mañana no pueda encontrarle –dijo quejándose.

Espero que no, pensé.

Esperamos y esperamos. Todos. ¿No sabría el psiquiatra que esperar es una de las cosas que vuelve loca a la gente? La gente espera toda su vida. Esperan vivir, esperan morir. Esperan en la cola para comprar papel higiénico. Esperan en la cola para recibir dinero. Y si no tienes dinero, esperas en colas más largas. Esperas para dormirte y esperas para despertarte. Esperas para casarte y esperas para divorciarte. Esperas que llueva, esperas que deje de llover. Esperas para comer y esperas para volver a comer. Esperas en la consulta del loquero con un montón de anormales y te preguntas si serás uno de ellos.

Debí de esperar tanto que me quedé dormido y me tuvo que despertar la recepcionista zarandeándome:

–Señor Belane, señor Belane, que es usted el siguiente!

Era una tipa vieja y fea, era más fea que yo. Me asustó con aquella cara tan cerca de la mía. Así es como debe de ser la muerte, pensé, como esta vieja.

–Cariño –le dije–, estoy preparado.

–Sígame –me contestó.

Crucé la sala y la seguí por el pasillo. Abrió una puerta y allí estaba aquel tipo con aire satisfecho detrás de su mesa de despacho, con una camisa verde oscuro y una chaqueta de punto sin abrochar de color naranja. Sombras oscuras. Fumaba un cigarrillo con una boquilla.

–Siéntese –me dijo señalando una silla.

La recepcionista cerró la puerta y desapareció.

Dundee empezó a hacer garabatos con la pluma en un trozo de papel. Sin levantar la vista del papel dijo:

–Cobro 160 dólares la hora.

–¡Que te follen! –le dije.

Levantó la vista:

–Ja, ja. Eso me ha gustado.

Volvió a hacer algunos garabatos más y dijo:

–œA qué ha venido?

–No sé por dónde empezar.

–Empiece contando desde diez para atrás.

––Que follen a tu madre! –le contesté.

–Ja, ja –dijo Dundee–. œHa tenido usted relaciones con la suya?

¿De qué tipo? œVocales? œEspirituales? Especifique.

–Ya sabe a qué tipo me refiero.

–No, no lo sé.

Hizo un círculo con el dedo gordo y el índice de la mano izquierda y luego metió y sacó el índice de la derecha en él.

–Así –dijo–. Hmmm...

–Sí –le contesté–, recuerdo que ella puso la mano así en una ocasión y yo metí el dedo.

–¿Se está usted burlando de mí? –dijo Dundee–. –Deje de hacerse el gracioso a mi costa!

Me incliné hacia adelante sobre su mesa y le dije:

–¡Tiene suerte de que sólo me esté burlando de usted, amigo!

–¿Ah, sí? –dijo echándose para atrás en su sillón.

–Sí. No juegues conmigo, chaval. No se me puede considerar responsable. 

–Por favor, señor Belane, por favor, ¿qué es lo que quiere?

Di un puñetazo en el centro de la mesa.

–¡MALDITA SEA!, –LO QUE NECESITO ES AYUDA!

–Por supuesto, señor Belane, pero œpor qué se ha dirigido usted a mí?

–Por las páginas amarillas.

–œLas páginas amarillas? Yo no vengo en las páginas amarillas.

–Sí, sí que viene. Seymour Dundee, psiquiatra, Edificio Garner, despacho 604.

–Éste es el despacho 605. Yo soy Samuel Dillon, abogado. El doctor Dundee tiene la consulta en la puerta de al lado. Me temo que se ha equivocado.

Me puse de pie y sonreí.

–Ahora eres tú quien juega conmigo, Dundee, estás intentando la revancha. Pero si crees que me vas a ganar con tu táctica es porque no tienes más que mierda de pollo en el cerebro.

Yo estaba allí para saber si los asuntos de Céline, el Gorrión Rojo, la señora Muerte, los extraterrestres, Jack y Cindy Bass eran reales o si era que yo tenía algún problema mental. Quiero decir que nada de todo aquello tenía sentido. ¿Estaba yo fuera de eso? ¿Y adonde iba yo y por qué?

El tipo que decía llamarse Samuel Dillon apretó un timbre que había sobre su mesa y enseguida apareció de nuevo la recepcionista. Seguía siendo más fea que yo. Nada había cambiado.

–Molly –le dijo–, acompañe por favor a este caballero al despacho de al lado, a la consulta del doctor Dundee. Gracias.

La seguí hasta el vestíbulo, donde abrió la puerta del despacho 604 y me susurró:

–Siga de frente, imbécil.

Entré en otra sala de espera atestada. Lo primero que vi fue al tipo que llevaba un zapato marrón y otro negro, el que me había preguntado si tenía cambio de un centavo. Él me vio.

–Eh, señor... –me dijo.

Fui hacia él.

–También a ti te ha pasado, ¿eh? –le pregunté.

–¿El qué?

–Je, je... Te has equivocado de puerta... Te has equivocado de puerta...

Me di la vuelta, salí de allí y cogí el ascensor para bajar. Esperé a que llegara a la planta baja. Luego esperé a que se abrieran las puertas. Entonces crucé el vestíbulo, salí a la calle, fui hacia mi coche. Me subí. Arranqué. Esperé a que se calentara. Llegué a un semáforo. Se puso verde. El encendedor saltó y encendí el cigarrillo mientras seguía conduciendo. Pensé que lo mejor sería volver a la oficina. Me daba la sensación de que había alguien esperándome.