Charles Bukowski
Un hombre

George estaba tumbado en su remolque, echado de espaldas, mirando una pequeña televisión portátil. Los platos de la cena estaban sin limpiar, los platos del desayuno estaban sin limpiar, necesitaba un afeitado, y la ceniza de su cigarrillo liado le caía sobre la camiseta, y cuando le quemaba la piel, blasfemaba y se la sacudía de encima.

Se oyeron unos golpes en la puerta del remolque. El se levantó lentamente y abrió la puerta. Era Constance. Llevaba una botella de whisky sin abrir en una bolsa.

—George, he dejado a ese hijo de puta, no pude aguantar a ese hijo de la gran puta por más tiempo.

—Siéntate.

George abrió la botella, cogió dos vasos, llenó cada uno con un tercio de whisky y dos de agua, y se sentó en la cama con Constance. Ella sacó un cigarrillo de su bolso y lo encendió. Estaba bebida y sus manos temblaban.

—También me he llevado su maldito dinero. Agarré su maldito dinero y me largué mientras él estaba trabajando. No sabes lo que he sufrido con ese hijo de puta.

—Dame algo para fumar —dijo George.

Ella le alcanzó un pitillo y cuando estaba más cerca, George le puso su brazo alrededor, se la atrajo y la besó.

—Tú, hijo de puta —dijo ella sonriendo—, te eché de menos.

—Yo eché de menos esas magníficas piernas, Connie. Realmente eché de menos esas piernas.

—¿Te siguen gustando?

—Me pongo cachondo sólo de verlas.

—Nunca lo he podido hacer con un tío educado —dijo Connie—. Son demasiado blandos, no son hombres. Y este tío limpiaba la casa, George, era como tener una criada. Lo hacía todo. El piso estaba sin una mota de polvo. Podías comerte un filete fuera del plato, en medio del suelo, donde fuese. El era antiséptico, eso es lo que era.

—Bebe algo. Te sentirás mejor.

—Y era incapaz de hacer el amor.

—¿Quieres decir que no se le levantaba?

—Oh, sí se le levantaba. La tenía siempre tiesa. Pero no sabía cómo hacer feliz a una mujer, ya sabes. No sabía actuar. Todo ese dinero, toda esa educación. Era un inútil.

—A mí me hubiera gustado tener estudios.

—No necesitas nada de eso. Tú tienes todo lo que necesitas, George.

—Sólo soy un desgraciado. Todos esos trabajos de mierda...

—Te digo que tienes todo lo que necesitas, George. Tú sabes cómo hacer feliz a una mujer.

—¿Sí?

—Sí. ¿Y quieres saber algo más? ¡Su madre venía con nosotros...! ¡Su madre! Dos o tres veces a la semana. Y se sentaba allí mirándome, pretendiendo apreciarme, pero tratándome todo el tiempo como si fuese una puta. ¡Como si yo fuese una mala puta robándole a su amado hijo de sus brazos! ¡Su precioso Walter! ¡Cristo!   ¡Vaya un plato!

—Bebe, Connie.

George había acabado. Esperó a que Connie vaciara su vaso, entonces lo cogió y llenó de nuevo los dos.

—El juraba gritando que me amaba. Entonces yo le decía: ¡Mírame el coño, Walter! Y él no me miraba el cono. Decía: «No quiero mirar esa cosa». ¡Esa cosa! ¡Así es cómo lo llamaba! Tú no tienes miedo de mi coño, ¿verdad, George?

—No me ha mordido nunca por ahora.

—Pero tú sí que lo has mordido, lo has roído bien,  ¿eh, George?

—Supongo que sí.

—¿Y lo has lamido, lo has chupado?

—Supongo que sí.

—Tú sabes condenadamente bien lo que has hecho, George.

—¿Cuánto dinero te has cogido?

—Seiscientos dólares.

—No me gusta la gente que roba a otra gente, Connie.

—Eso es porque eres un jodido friegaplatos. Eres honesto. Pero él es un gilipollas tal, George... Y además puede permitirse el lujo de perder ese poco de dinero, y yo me lo he ganado... él y su madre y su amor, y su amor a su madre, y las pequeñas y limpias escudillas de lavar, y las bolsas higiénicas y los coches nuevos y todos esos olores asfixiantes de colonias, sprays, lociones de afeitar, y sus pequeñas erecciones y su preciosa manera de hacer el amor. Todo para sí mismo, entiendes. ¡Todo para sí mismo! Tú en cambio sabes lo que una mujer quiere, George...

—Gracias por el whisky, Connie. Alcánzame otro pitillo. George llenó de nuevo los vasos.

—He echado de menos tus piernas, Connie. De verdad que las he echado de menos. Me gusta cómo llevas esos tacones altos. Estas mujeres modernas no saben lo que están perdiendo. Los tacones altos modelan la pantorrilla, el muslo, el culo; imponen ritmo al andar.  ¡Realmente me ponen cachondo!

—Hablas como un poeta, George. Algunas veces hablas de verdad como un poeta. Eres un endiablado friegaplatos.

—¿Sabes lo que de verdad me gustaría hacer?

—¿Qué?

—Me gustaría azotarte con mi cinturón en las piernas, el culo, los muslos. Me gustaría hacerte gritar y llorar y cuando estuvieses gritando y llorando, entonces te la metería en un golpe de puro amor.

—No me gusta eso, George. Tú nunca me has hablado de ese modo. Siempre te has portado bien conmigo.

—Súbete la falda.

—¿Qué?

—Súbete la falda, quiero ver mejor tus piernas.

—Te gustan mis piernas, ¿eh, George?

—Deja que la luz las haga brillar.

Constance se subió el vestido.

—Dios, cristo y la mierda —dijo George.

—¿Te gustan?

—¡Adoro tus piernas!

Entonces George se acercó a Constance y le pegó una fuerte bofetada en la cara; el cigarrillo voló de su boca pintada.

—¿Por qué has hecho eso?

—¡Te follaste a Walter! ¡Te follaste a Walter!

—¿Y qué coño pasa?

—¡Que te subas más la falda!

—¡No!

—¡Haz lo que te digo! George la abofeteó de nuevo, más fuerte. Constance se subió la falda.

—¡Por encima de las bragas! —gritó George—. ¡Quiero verlas enteras!

—Cristo, George. ¿Qué es lo que te pasa?

—¡Te follaste a Walter!

—George, te juro que te has vuelto loco. Me quiero ir. ¡Déjame salir de aquí, George!

—¡No te muevas o te mato!

—¿Que me matas?

—¡Te lo juro!

George se levantó y se llenó un vaso entero de whisky, se lo bebió de un trago y se sentó al lado de Constance. Cogió su cigarrillo, agarró la muñeca de Constance y lo apoyó firmemente sobre la piel. Ella gritó. El lo sostuvo allí sin moverlo, hasta que por fin lo apartó.

—Yo soy un hombre, nena,  ¿entiendes?

—Sé que eres un hombre, George.

—¡Aquí, mira mis músculos! —George se levantó y flexionó ambos brazos—. ¿Bonito, eh, nena? ¡Mira estos músculos! ¡Tócalos!  ¡Tócalos!

Constance tocó uno de sus brazos y luego el otro.

—Sí, tienes un bello cuerpo, George.

—Soy un hombre. Soy un friegaplatos pero soy un hombre un hombre de verdad.

—Lo sé, George.

—No soy como ese mierdaleches que has dejado.

—Ya lo sé.

—Y también puedo cantar. Tienes que oír mi voz. Constance estaba allí sentada. George empezó a cantar. Cantó «Old man river» y luego cantó «Nobody Knows the trouble Ive seen» y luego «The St Louis Blues» y también «God Bless America» interrumpiéndose a menudo y riéndose. Entonces se sentó al lado de Constance. Dijo:

—Connie, tienes unas piernas muy bonitas—. Le pidió otro cigarrillo. Lo fumó, se bebió dos vasos más, y entonces apoyó su cabeza en las piernas de Connie, contra las medias, en su regazo; y dijo;

—Connie, sé que no soy bueno, sé que estoy loco, siento mucho haberte pegado y haberte quemado con ese cigarrillo.

Constance siguió allí sentada. Pasó sus dedos entre los cabellos de George, acariciándole, consolándole. Pronto él se durmió. Ella esperó un poco. Entonces apartó la cabeza de sus piernas y la apoyó en la almohada. Se levantó de la cama, se fue hacia la botella, se sirvió una buena cantidad de whisky, añadió un poco de agua y se lo bebió. Se dirigió hacia la puerta del remolque, la abrió, bajó y la cerró. Caminó a través de la parcela, abrió la verja, salió a la carretera y se fue andando bajo la luna de la una de la mañana. El cielo estaba limpio de nubes, repleto de estrellas allá arriba. Llegó al bulevar y caminó hacia el este hasta divisar la entrada del Blue Mirror. Entró, echó un vistazo y allí estaba Walter sentado, solo y borracho al fondo del bar. Ella se acercó y se sentó a su lado.

—¿Me echaste de menos, querido? —preguntó ella. Walter levantó la mirada. La reconoció. No contestó. Miró al camarero  y  el  camarero  se   acercó  a  ellos.   Todos   se  conocían entre sí.