Charles Bukowski
Una montaña de horror
en clase
en el instituto
nos sentábamos
por orden alfabético
así que Burns se sentaba
justo detrás de mí.
era el chico más corpulento
de la clase del 38.
era alto y ancho
pero todo en él resultaba extrañamente
delicado.
era un ser
humano
vulgar,
y si se le demostrabas
compasión o
amabilidad
iba acercándose
a tu territorio y
te anegaba con una
gratitud
babeante.
estaba en mi espalda
en mi cuello
en el asiento detrás
del mío en
biología
en educación cívica
en inglés,
lo oía
respirar,
resollar,
siempre igual,
yo era consciente de
cada inhalación y de
cada exhalación.
incluso le
oía
mover
su cuerpo pesado.
lo digo en serio, él me dejaba
un sabor a infierno en la
boca y en el cerebro,
una hora aquí,
una hora allá,
y después
otra hora
en alguna otra
clase.
y lo peor de
todo: el muy
tonto
se creía listo.
uno de sus juegos
consistía en darme
un golpecito en la espalda
y susurrarme:
«toma, me la ha dado
Mary Lou.
me ha encargado
que te la dé».
y me pasaba
una notita
doblada:
«¡grandullón, necesito
estar contigo
desesperadamente!
¡no puede dejar
de mirarte!»
yo no
hacía caso.
y él me clavaba el dedo
en la espalda,
silbando y
resollando:
«¡oye, tío, te
quiere!
¿vas a pasar
olímpicamente?»
yo no le
contestaba.
transcurrían
unos minutos y
volvía
a clavarme
el dedo en la
espalda.
«oye, tío, ¿vas
a pasar olímpicamente?»
oh sí, era un tipo
gracioso.
durante todo el tiempo que duraba la clase
tenía yo que soportar muchos
más comentarios:
«oye, Hank, vamos a ser
amigos,
compinches, ¿vale?
puedo conseguir unas
cervezas, podemos
entonarnos
juntos».
«oye, Hank, ¿qué le dice
el esquimal
cegado por
la nieve
a la morsa?»
«oye, Hank…».
además de eso
le apestaba
el cuerpo.
siempre llevaba
el mismo jersey verde
de lana sucio
incluso en los días
más calurosos.
y después de cada
clase
intentaba
salir
conmigo, y me seguía por todo
el pasillo.
«oye, Hank, espera un
momento…»
andaba despacio:
unos pies grandes dentro de unos
enormes zapatos negros
de punta cuadrada
y a menudo
tropezaba
al caminar.
«oye, Hank…».
sabía que se sentía
solo pero yo no podía
aliviar su
soledad.
hacía que me sintiera
física y
mentalmente
enfermo.
aparte de eso,
mi vida amén de
Burns
Era ya de por sí bastante
miserable
lo tuve pegado
al cuello
dos años.
entonces un día
me clavó el dedo
en la espalda:
«¡oye, esta es
de Caroline!».
abrí la nota
y la leí:
«Henry, eres el
ñam ñam más rico
de mis sueños…».
me giré en mi asiento
y lo
miré.
llevaba unas enormes
gafas redondas
de gruesa montura
negra.
tenía retorcidos sus húmedos
labios rojos
con una
sonrisa
estúpida
y le dije:
«mira, Burns, si alguna vez
vuelves a
tocarme
o a hablarme
o te atreves a mirarme
te juro que
te mato».
y aparté
la vista de él.
la Sra. Anderson, la profesora
de inglés
dijo desde
su mesa, para que todos
la oyésemos:
«¡Sr. Chinaski,
quiero verle
después de
clase!»
y obedecí.
allí me quedé
mientras ella levantaba
la vista y me miraba
desde su mesa.
«me he fijado en
las payasadas que
has estado haciendo
durante todo el trimestre.
¿qué tienes
que decir?»
no le
contesté
«Sr. Chinaski,
voy a ponerle un
insuficiente en inglés».
«vale».
«ya puede
irse».
después de eso
no asistí más a clase de
inglés
pero aún veía a Burns
en otro par
de clases.
y afortunadamente no tuve que
matarlo.
lo único que oía era su
respiración y sus
resuellos.
y peor aún, empecé
a sentirme culpable
como si le hubiese echado
alguna maldición
horrible y
asquerosa.
me sentía como si lo
hubiese encerrado
en alguna espantosa
cárcel,
en algún lugar oscuro
húmedo y
solitario.
pero lo dejé
allí.