Charles Bukowski
Casas y calles oscuras

una de mis mayores debilidades es perderme.

siempre me estoy perdiendo, sueño con que

me pierdo, y de ahí el temor que tengo a ir

a otros países: la posibilidad

de perderme y no saber el idioma.

una vez estuve perdido en las montañas de Utah

durante nueve horas pero también me pierdo en calles y autopistas.

se me suele ver entrando a una gasolinera para peguntar:

—ponga diez litros de gasolina y

¿puede decirme dóne estoy?


encuentro la autopista correcta pero la cojo en

sentido contrario, conduzco temeroso

un montón de kilómetros junto con cientos de personas que

saben exactamente adónde van. Luego

pruebo a ir en la otra dirección, me doy por vencido,

salgo de la autopista y

vuelvo a perderme en una carretera oscura sin farolas bordeada

de casas silenciosas y sombrías:

cantidad de casas oscuras y una calle oscura

y nadie a la vista que pueda ayudarme.

pongo la radio del coche, permanezco sentado y

escucho las voces amigables y la música

suave, pero eso no hace más que agravar la locura y el miedo.


no hay mujer con la que haya vivido

que no recibiera esta llamada:

—escucha, cariño, me he perdido, ¡estoy en una

cabina y no sé dónde estoy!

—sal —me dicen— y busca el

letrero de la calle.

unos minutos después regreso con la información y

me dicen tranquilamente qué hacer.

no entiendo las indicaciones.

siempre hay gritos por uno y otro lado.

—¡es sencillo! —gritan.

—¡NO PUEDO HACERLO! —contesto a gritos.


una vez, después de dar vueltas durante horas me

detuve y me alojé en un motel.

por suerte, había una bodega justo

en frente.

compré dos quintos de vodka y me tumbe a ver

la tele

fingiendo que la vida era estupenda, que yo era

del todo normal y tenía la situación controlada.

al cabo, conseguí dormirme poco después de

abrir la segunda botella de vodka.


por la mañana, al devolver la llave, le

pregunté a la señora: —por cierto, ¿podría decirme

hacia dónde queda Los Ángeles?


—ya está en Los Ángeles —contestó.


una tarde, al salir del hipódromo de

Santa Anita

me metí por una carretera secundaria para evitar

el tráfico y la carretera secundaria empezó a trazar una curva,

cosa que me preocupó, así que me metí por otra carretera secundaria

y no sé cuándo ocurrió, pero la calle asfaltada

desapareció y de pronto iba por un

caminillo polvoriento y luego el camino empezó a

subir a medida que la tarde dejaba paso a la noche oscura, y

seguí adelante, con la sensación de ser idiota por completo y

estar derrotado.

intenté salir del camino empinado pero cada giro

me llevaba a un camino más estrecho que subía cada vez más, y

pensé, si vuelvo a ver a mi mujer alguna vez le

voy a decir que sou un auténtico subnormal,

que hay que restringirme los movimientos, obligarme a que me

      quede en la cama o

encerrarme en un psquiátrico.


el camino seguía subiendo hacia las colimas y

entonces me vi en la cima de dondequiera que estuviese y era un

      pueblecillo

encantador intensamente iluminado con luces de neón y todos

los carteles estaban en chino, y entonces entendí que

me había perdido y estaba loco,

no tenía ni idea de qué significaba todo aquello, así que seguí adelante

y entonces, al bajar la mirada, vi la autopista de Pasadena

unos trescientos metros más abajo: lo único que tenía que hacer era

        encontrar

la manera de bajar hasta allí.

y fue otra pesadilla intentar

abrirme paso hasta esas empinadas calles bordeadas de

casas sombrías y caras.

los pobres nunca sabrán cuántos chinos ricos se ocultan

sigilosos en esas colinas.

al cabo, llegué a la autopista unos 45

minutos después y, como es natural, la cogí en la

otra dirección.


no me gustan los psiquiatras pero más de una vez he pensado

en preguntar a alguno al respecto.

aunque igual ya tengo la respuesta.


todas las mujeres con las que he vivido me han dicho lo mismo:

—no eres más que un idiota —me dicen.