Charles Bukowski
¿Te acuerdas de Pearl Harbour?

Salíamos al patio dos veces al día, a media mañana y a media tarde. No había muchas cosas que hacer. Los tipos se hacían amigos según la causa por la que estaban metidos en la cárcel. Como decía Taylor, mi compañero de celda, los que molestaban a los niños y los exhibicionistas estaban en el último peldaño de la escala social, mientras que los grandes estafadores y atracadores de bancos estaban en la cumbre de la misma.

Taylor en el patio nunca quería hablarme. Paseaba de un lado a otro con un gran estafador. Yo estaba en el último peldaño. Me sentaba solo. Algunos tíos enrollaban una camisa como si fuese una pelota y jugaban al rugby con ella. Parecían disfrutar del juego. Las facilidades para el entretenimiento de los reclusos no eran nada del otro mundo.

Yo me sentaba allí. Pronto me apercibí de un corro de hombres que se formaba en una esquina. Era un juego de dados. Me levanté y me acerqué. Tenía cerca de un dólar en calderilla. Observé unas cuantas tiradas. El hombre que tiraba los dados acababa de sacar tres ases. Sentí que su suerte se había acabado y aposté contra él. A la siguiente tirada se pasó y perdió. Gané un cuarto de dólar.

Cada vez que un tío se ponía caliente e iba ganando, yo esperaba hasta que me parecía que se le había acabado la suerte. Entonces apostaba contra él. Me di cuenta de que todo el mundo apostaba en todas las tiradas. Yo hice seis apuestas y gané cinco.

Luego tuvimos que volver a nuestras celdas. Me había sacado un dólar limpio.

A la mañana siguiente entré más temprano en el juego. Gané 2,50 $ por la mañana y 1,75 por la tarde. Cuando acabó el juego se me acercó un chico.

—Parece que va por el buen camino, señor —me dijo.

Le di quince centavos. Me dio las gracias y se fue. Otro tío se acercó y me dijo:

—¿Le has dado algo a ese hijo de puta?

—Sí, 15 centavos.

—Hace trampas. No le des nada.

—No me había dado cuenta.

—Sí, es muy rápido. Mueve los dados.

—Me fijaré mañana.

—Aparte, es un jodido exhibicionista. Les enseña el pito a las niñitas pequeñas.

—Ya —dije—, odio a esa clase de mamones.

La comida era muy mala. Una noche después de la cena le mencioné a Taylor mis ganancias con los dados.

—Sabes —dijo él—, puedes comprar comida aquí, buena comida.

—¿Cómo?

—El cocinero viene después de que apaguen las luces. Te trae la comida del alcaide, la mejor. Postre, buenos guisos, bien condimentados. Es un cocinero buenísimo. El alcaide lo encerró aquí por eso.

—¿Cuánto nos costaría un par de cenas?

—Dale una moneda. No más de quince centavos.

—¿Sólo eso?

—Si le das más pensará que eres un imbécil.

—De acuerdo. Quince centavos.

Taylor se ocupó de arreglarlo. A la noche siguiente, después de que apagaran las luces, esperamos y matamos chinches, una a una.

—Ese cocinero mató a dos personas. Es un gran hijo de perra, un salvaje. Mató a un tío, le metieron diez años, salió de aquí, pasaron dos o tres días y ya había matado a otro tipo. Esta es sólo una prisión provisional, pero el alcaide lo mantiene aquí permanentemente porque es un cocinero muy bueno.

Oímos a alguien acercarse. Era el cocinero. Me levanté y él pasó la comida. La cogí y la llevé hasta la mesa, luego volví a la puerta de la celda. Era un gigante hijo de puta, asesino de dos personas. Le di 15 centavos.

—Gracias, capullete. ¿Quieres que vuelva mañana por la noche?

—Todas las noches.

Taylor y yo nos sentamos ante la comida. Cada cosa estaba en su plato. El café estaba bueno y caliente, la carne —roast beef— estaba tierna. Puré de patatas, peras dulces, galletas, salsa, mantequilla y pastel de manzana. No había comido tan bien en cinco años.

—Ese cocinero violó a un marinero el otro día. Le dejó tan mal que no podía ni andar. Lo tuvieron que hospitalizar.

Me tomé un gran bocado de puré de patatas con salsa.

—Tú no tienes por qué preocuparte —dijo Taylor—. Eres tan condenadamente feo que nadie querrá violarte.

—Me preocupaba más poder conseguirme algún culo para mí.

—Bueno, te indicaré las mariconas que hay por aquí. Algunos tienen dueño y otros no.

—Esta comida es muy buena.

—Mierda que sí. Bueno, hay dos clases de mariconas aquí. Los que llegan ya siéndolo y los que se hacen en la prisión. No hay nunca mariconas suficientes para todos, así que los chicos tienen que fabricar unas cuantas extras para satisfacer las necesidades.

—Eso es lamentable.

—Las mariconas hechas en prisión suelen estar un poco magulladas, debido a los coscorrones que se llevan. Al principio se resisten.

—¿Sí?

—Sí. Entonces se dan cuenta de que es mejor ser una maricona viva que una virgen muerta.

Acabamos nuestra cena, nos tumbamos en nuestras literas, combatimos a las chinches, e intentamos dormir.

Seguí ganando a los dados todos los días. Apostaba más fuerte y seguía ganando. La vida en prisión se iba volviendo cada vez mejor. Un día, me dijeron que no bajara al patio. Dos agentes del F.B.I. vinieron a visitarme. Me hicieron algunas preguntas, y entonces uno de ellos me dijo:

—Hemos investigado acerca de usted. No tiene que ir a juicio. Irá a un centro de instrucción. Si el ejército le acepta, entrará en él. Si le rechazan, será de nuevo un civil libre.

—A mí casi me gusta estar aquí en la cárcel —dije.

—Sí, tiene buen aspecto.

—No hay tensión —dije—, y nada de alquileres, ni impuestos, ni discusiones con las chicas, ni cuentas de electricidad, agua, ropa, comidas, ni resacas...

—Siga haciéndose el listo y se la va a cargar.

—Oh, mierda —dije—, sólo estaba bromeando. Figúrese que soy Bob Hope.

—Bob Hope es un buen americano.

—Yo también lo sería si tuviese la pasta que él tiene.

—Siga hablando. Podemos meterle una buena.

No contesté. Uno de los tíos llevaba un maletín. Se levantó primero. El otro le siguió y se fueron.

Nos dieron a todos una bolsa con el almuerzo y nos metieron en un camión. Eramos veinte o veinticinco. Habíamos desayunado hacía sólo hora y media, pero todo el mundo estaba ya metiéndole mano a la bolsa del almuerzo. No estaba mal: un sandwich bologna, uno de mantequilla de cacahuete y un plátano podrido. Mi almuerzo se lo pasé a los otros tíos. Estaban muy quietos y callados. Ninguno de ellos reía o bromeaba. Miraban fijamente al frente. La mayoría eran negros o mestizos. Y todos eran enormes.

Pasé el examen físico, y entonces fui a ver al psiquiatra.

—¿Henry Chinaski?

—Sí.

—Siéntese.

Me senté.

—¿Cree usted en la guerra?

—No.

—¿Desea ir a la guerra?

—Sí.

Me miró. Yo miré fijamente a mis pies. Parecía estar leyendo un montón de papeles que tenía delante de él. Le llevó unos cuantos minutos. Cuatro, cinco, seis, siete minutos. Entonces habló.

—Escuche, voy a celebrar una fiesta el miércoles próximo por la noche. Van a ir doctores, abogados, artistas, escritores, actores y todo eso. Puedo ver que usted es un hombre inteligente. Quiero que vaya a la fiesta. ¿Irá?

—No.

Empezó a escribir. Escribió y escribió y escribió. Me pregunté cómo podía saber tanto sobre mí. Yo no sabía tanto de mí como para escribir todo ese tiempo.

Le dejé escribir. Me era indiferente. Ahora que no podía ir a la guerra, casi quería ir a la guerra. Pero, al mismo tiempo, me alegraba de estar fuera. El doctor acabó de escribir. Me di cuenta de que los había engañado como a bobos. Mi objeción hacia la guerra no era la de que tenía que matar a alguien o ser matado sin ningún sentido, el argumento clásico que difícilmente funcionaba. Lo que yo objetaba era que me negaran mi derecho a sentarme en un cuartucho, no pegar golpe, beber vino barato y volverme loco por mi cuenta y riesgo.

No quería que me despertara ningún tío con una trompeta. No quería dormir en barracones con un manojo de saludables obsesos sexuales amantes del fútbol bien alimentados sensatos masturbadores adorables aterrorizados de pedos rosas amantes de sus madres modestos animales jugadores de baloncesto chicos americanos con los que yo tendría que ser amigable, con los que tendría que emborracharme al licenciarme, con los que me tendría que tumbar de espaldas escuchándoles contar docenas de aburridos, obvios, chistes verdes. No quería sus sábanas sarnosas ni sus uniformes sarnosos ni su humanidad sarnosa. No quería cagar en el mismo sitio o mear en el mismo sitio o joderme a la misma puta que ellos. No quería ver las uñas de sus pies ni leer las cartas que les llegarían de sus casas. No quería ver sus culos meneándose delante de mí en formación cerrada, no quería hacer amigos, no quería hacer enemigos, simplemente no quería nada con ellos o lo que fuese. Matar o ser matado no importaba.

Luego de esperar dos horas en un banco durísimo en medio de un túnel marrón y metálico, con suelo de cemento y un viento frío soplando a través, me dejaron ir y yo salí y caminé hacia el norte. Paré a comprar un paquete de cigarrillos. Entré en el primer bar que vi, me senté, pedí un scotch con agua, quité él celofán del paquete, saqué un cigarrillo, lo encendí, cogí la bebida en mi mano, me bebí la mitad, eché el humo, miré mi hermosa cara en el espejo. Parecía extraño estar fuera. Parecía extraño, poder caminar en cualquier dirección adonde me apeteciese.

Sólo por divertirme me levanté y me fui hacia el servicio. Meé. Era otro horrible urinario de bar; casi vomito en el lavabo. Salí, metí una moneda en la máquina tocadiscos, me senté y escuché los últimos éxitos. No eran muy buenos. Tenían el ritmo pero no el espíritu. Mozart, Bach y los Bee seguían haciéndolas parecer malas. Iba a echar de menos esas partidas de dados y la buena comida. Pedí otro trago. Miré a mi alrededor. Había cinco hombres y ninguna mujer. Estaba de vuelta en las calles americanas.