Charles Bukowski

Bop Bop Bop Contra la Cortina

Hablábamos de mujeres, les mirábamos las piernas cuando salían de los coches; y espiábamos por las ventanas cuando se hacía de noche, esperando ver a alguien follando, pero nunca vimos a nadie. Una vez vimos a una pareja en la cama y el tío la estaba magreando y besando, y pensamos: ahora vamos a verlo, pero ella dijo:

—¡No, esta noche no tengo ganas! —Y le dio la espalda. El encendió un cigarrillo y nosotros nos fuimos a buscar otra ventana.

—¡Hijo de perra! ¡A mí mi mujer no me daría morcillas así como así!

—A mí tampoco. ¿Qué clase de hombre es ése?

Éramos tres, Baldy, Jimmy y yo. Nuestro gran día era el domingo. Los domingos nos citábamos en casa de Baldy y cogíamos el tranvía hasta Main Street. Nos costaba siete centavos.

Había dos casas de burlesque por esos días: Las Follies y el Burbank. Estábamos enamorados de las bailarinas del Burbank, y los números eran allí algo mejores, así que íbamos al Burbank. Habíamos probado de ir al sitio de las películas verdes, pero las películas no eran verdes de verdad y los argumentos siempre eran los mismos. Dos tíos se camelaban a una pobre e inocente chica, la emborrachaban, y antes de que se le pasase la resaca se encontraba en una casa de putas con una cola de marineros y viejos borrachos golpeando en la puerta. En estos cines, los vagabundos dormían día y noche, se meaban en el suelo, bebían vino y se echaban unos encima de otros. El hedor a orina, a vino y asesinato era insoportable. Nos íbamos al Burbank.

—¿Qué, chicos, os vais hoy al burlesque? —nos preguntaba el abuelo de Baldy.

—Diablos, no. Tenemos cosas más importantes que hacer.

Íbamos. Íbamos todos los domingos. Íbamos temprano, bastante antes del espectáculo y paseábamos por Main Street, asomándonos a los bares vacíos, donde las chicas de barra se sentaban al lado de la puerta con las faldas levantadas, dejando que se reflejase en sus piernas el escaso sol que se filtraba al interior del oscuro bar. Las chicas estaban muy bien. Pero ya sabíamos. Lo habíamos oído. Un tío entraba a tomarse una copa y le cargaban la cuenta hasta sacarle el culo, por su bebida y la de la chica, aunque la de ella estaba aguada. Conseguías una sensación o dos, y eso era todo. Si enseñabas algo de dinero, el encargado lo veía y al final salías del bar y todo había volado. Ya sabíamos.

Después de nuestro paseo por Main Street nos íbamos al sitio de los perros calientes y nos tomábamos nuestro perro caliente de ocho centavos y nuestra gran jarra de cerveza de a níquel. Levantábamos pesos y nuestros músculos iban creciendo y fortaleciéndose, y llevábamos las camisas remangadas muy alto para mostrarlos. Habíamos probado también el curso de Charles Atlas, la Tensión Dinámica, pero nos parecía que levantar pesos era la manera más obvia y ruda de hacer músculo.

Mientras nos comíamos el perro caliente y nos bebíamos la gran jarra de cerveza, jugábamos a la máquina, a un penique el juego. Si hacías un determinado tanteo, conseguías una partida gratis. Teníamos que hacer siempre partida, porque no teníamos mucho dinero para gastar.

Franky Roosevelt había llegado, las cosas estaban empezando a ir mejor, pero todavía sufríamos la depresión y ninguno de nuestros padres trabajaba. De dónde sacábamos el dinero, era un misterio, aunque se puede decir que teníamos el ojo siempre avizor a cualquier cosa que no estuviese pegada al suelo con cemento. No robábamos, cogíamos nuestra parte. Y también inventábamos. Teniendo poco o nada de dinero, nos inventábamos juegos para pasar el tiempo —uno de ellos era pasear hasta la playa y volver—.

Esto lo solíamos hacer los días de verano, y a nuestros padres no les preocupaba en absoluto si llegábamos a casa demasiado tarde para cenar. Tampoco les importaban gran cosa las heridas y ampollas de nuestros pies. Era cuando se enteraban de que habíamos perdido los cordones y las suelas de nuestros zapatos cuando empezábamos a oír sus gritos. Éramos enviados de inmediato al almacén de la esquina, donde cordones, suelas y cola para zapatos estaban siempre listos a un precio razonable.

Era la misma situación cuando jugábamos al fútbol en las calles. No había fondos públicos para construir campos. Eramos tan bestias que jugábamos al fútbol americano en medio de la calle a lo largo de toda la temporada de fútbol, a lo largo de las temporadas de baloncesto y béisbol y a lo largo de la siguiente temporada de fútbol. Y cuando te placaban y caías sobre el asfalto, entonces ocurría. La piel desgarrada, los huesos doloridos, la sangre, pero te levantabas como si no hubiese pasado nada.

A nuestros padres les importaban tres carajos los moretones, la sangre y las torceduras; lo terrible, lo imperdonable, era hacerse un agujero en las rodilleras de los pantalones. Porque sólo había dos pares de pantalones para cada chico: los de diario y los pantalones de domingo, y nunca podías hacerte un agujero en uno de los dos pares porque eso mostraba que eras pobre y un culo rastrero, y eso quería decir que tus padres eran pobres y culos rastreros también. Así que aprendías a placar a un tío sin caerte sobre ninguna de tus rodillas. Y el tío aprendía a ser placado sin caerse sobre ninguna de sus rodillas.

Y cuando teníamos una pelea, peleábamos durante horas, y nuestros padres nunca se preocupaban de venir a separarnos. Supongo que era porque nosotros pretendíamos ser tan fuertes y tan duros como para no pedir nunca clemencia, y ellos esperaban a que nos acobardásemos para entrar a separarnos. Pero odiábamos a nuestros padres y no podíamos humillarnos delante de ellos, y tanto como nosotros les odiábamos nos odiaban ellos, y así cuando salían al porche y por casualidad se encontraban con nosotros enzarzados en una terrible pelea sin fin, simplemente bostezaban y soltaban entre dientes un «Largo de aquí» y se volvían a meter dentro de casa.

Yo me peleé con un tipo que luego llegó a ser un gran personaje en la marina U.S.A. Me peleé con él un día desde las ocho y media de la mañana hasta la puesta del sol. Nadie se preocupó de separarnos, a pesar de que estábamos en mitad de su césped frontal, bajo dos grandes árboles llenos de gorriones que se cagaron sobre nosotros a lo largo de todo el día.

Fue una pelea infernal. Pero tenía que acabarse alguna vez. El era mayor que yo, más grande y más pesado, pero yo era más rabioso. Paramos de común acuerdo. No sé cómo funcionan estas cosas, tienes que vivirlo para comprenderlo, pero cuando dos personas llevan dándose de hostias alrededor de ocho o nueve horas, aparece una extraña especie de hermandad entre ellas. Nuestra comunicación fue muy intensa.

Al día siguiente mi cuerpo estaba completamente azul. No podía abrir los labios para hablar ni mover cualquier otra parte de mi ser sin que me doliera. Estaba allí, hundido en la cama, haciéndome a la idea de morir, y entonces entró mi madre con la camisa que yo había llevado durante la pelea. La extendió furiosa delante de mi cara y dijo:

—¡Mira, tienes manchas de sangre en la camisa! ¡Manchas de sangre!

—¡Lo siento!

—¡Nunca las podré sacar! ¡NUNCA!

—Son manchas de su sangre.

—¡No importa! ¡Es sangre! ¡Y no se quita!

Los domingos eran nuestro día, nuestro día tranquilo y sin complicaciones. Íbamos al Burbank. Primero ponían siempre una película mala. Una película muy vieja, y tú mirabas y esperabas. Pensabas en las chicas. Los tres o cuatro tíos de la orquesta se desgañitaban, tocaban muy alto, quizás no tocasen muy bien, pero tocaban con todas sus fuerzas, y entonces salían por fin las stripers, salían y se agarraban a la cortina, al borde de la cortina, lo abrazaban como si fuera un hombre y entonces movían el culo y se agitaban y empezaban bop bop bop contra la cortina. Entonces se apartaban y comenzaban a hacer el striptease. Si tenías dinero suficiente podías conseguirte incluso una bolsa de palomitas; y si no lo tenías, ¡que se fueran al carajo las palomitas!

Antes de la siguiente actuación había un intermedio. Un hombrecillo se levantaba y decía:

—Señoras, señoritas, caballeros, si quieren prestarme un momento su atención...

Vendía gruesas sortijas. En el cristal de cada sortija, si la sostenías contra la luz, podía admirarse una maravillosa fotografía. ¡Garantizada! Una magnífica inversión para toda la vida por sólo 50 centavos. Concedida su venta en exclusiva a los patrones del Burbank, no eran vendidas en ningún otro lugar del mundo.

—¡Sólo póngala contra la luz y ya verá! Y muchas gracias señoras y señores por su amable atención. Ahora pasarán al lado suyo los encargados que con mucho gusto les venderán cuantas ustedes deseen.

Dos pobres diablos iban pasando entre las filas, hediendo a moscatel, llevando cada uno una bolsa llena de sortijas. Nunca vi a nadie comprar una de esas sortijas. Me imagino, de todos modos, que si sostenías una de ellas contra la luz la fotografía que se vería en el cristal debía de ser de una mujer desnuda.

La banda empezaba a tocar de nuevo y entonces se abrían las cortinas y aparecían las coristas, la mayoría de ellas antiguas stripers, envejecidas, gordas, cubiertas de máscara y colorete y rojo de labios, pestañas postizas. Trataban de bailar al compás de la música, pero siempre se quedaban atrás. De todos modos lo afrontaban con valentía; creo que demostraban bastante coraje.

Entonces salía el cantante. Era muy difícil que te gustara el cantante. Cantaba demasiado alto, gritando lo más que podía canciones sobre amores fallidos. No sabía cantar, y cuando finalizaba, extendía los brazos inclinando la cabeza a la menor muestra de aplauso.

Luego aparecía el cómico. ¡Hostia, era bueno! Salía embutido en un viejo abrigo marrón, con un sombrero deforme hundido hasta los ojos, arrastrándose bamboleante, andaba como un pobre diablo, un pobre diablo vacilón sin nada que hacer y ningún sitio donde ir. Una chica cruzaba el escenario y sus ojos la seguían desorbitados. Entonces se volvía al público y decía con su boca desdentada:

—¡Bueno, seguro que Dios me castiga!

Salía otra chica al escenario y él se acercaba, ponía su cara pegada a la de ella y decía:

—Soy un viejo, ya he pasado los 44, pero cuando se hunde la cama, acabo en el suelo.

¡Cómo nos reíamos! Los tíos viejos y los más jóvenes, cómo nos reíamos. Y luego venía la rutina de la maleta. Trataba de ayudar a una chica a cerrar su maleta. La ropa se salía continuamente.

—No puedo meterla.

—Venga, déjeme que le ayude.

—¡Ya se ha salido otra vez!

—¡Espere! Me pondré encima de ella.

—¿Qué?  ¡Oh, no, no se va a poner encima de ella!

Y seguían una y otra vez con la rutina de la maleta. ¡Hostia, era divertido!

Finalmente, las tres o cuatro stripers del principio salían otra vez. Cada uno de nosotros tenía una favorita y cada uno estaba enamorado de su favorita. Baldy había elegido a la francesita; una chica muy delgada, asmática y con ojeras oscuras. A Jimmy le gustaba la Mujer Tigre (propiamente la Tigresa). Yo le había hecho notar a Jimmy que la Mujer Tigre tenía definitivamente una teta mayor que la otra. Mi chica era Rosalie.

Rosalie tenía un gran culo, y lo movía y agitaba y cantaba divertidas cancioncillas; y mientras paseaba haciendo el striptease se hablaba a sí misma y soltaba risitas. Era la única que disfrutaba realmente con su trabajo. Yo estaba enamorado de Rosalie. Muchas veces pensé en escribirle y decirle lo grande que era, pero por alguna causa desconocida, nunca llegué a hacerlo.

Una tarde estábamos esperando el tranvía después del espectáculo, y allí estaba la Mujer Tigre esperándolo también. Iba vestida con un traje verde estrechamente ajustado a su cuerpo de tigresa. Nosotros estábamos allí mirándola atontados.

—Es tu chica, Jimmy, es la Mujer Tigre.

—¡Cómo está la tía! ¡Miradla!

—Le voy a hablar —dijo Baldy.

—Pero es la chica de Jimmy.

—No quiero hablar con ella —dijo Jimmy.

—Yo voy a hablar con ella —dijo Baldy. Se puso un pitillo en la boca, lo encendió, y se fue hacia ella.

—¡Hola, nena! —dijo, sonriendo burlón.

La Mujer Tigre no contestó. Siguió mirando fijamente hacia la calle, esperando al tranvía.

—Sé quién eres. Te he visto esta tarde haciendo el striptís. Tú sí que te lo sabes hacer, nena. ¡Tú realmente te lo sabes hacer!

La Mujer Tigre no contestó.

—¡Cómo lo mueves, dios! Me la sabes poner dura. ¡Cómo lo mueves!

La Mujer Tigre siguió mirando fijamente a la calle. Baldy estaba allí, sonriéndole como un idiota.

—Me gustaría metértela. ¡Me gustaría echarte un polvazo, nena!

Nos acercamos y lo apartamos de ella. Nos lo llevamos calle abajo.

—¡Tú, gilipollas, no tienes derecho a hablarla de ese modo!

—¡Pero, bueno, ella se pone ahí y lo mueve, se abre de piernas delante de la gente y lo mueve!

—Sólo trata de ganarse la vida.

—¡Está salida, está calentorra, lo está pidiendo!

—Estás loco.

Nos lo llevamos calle abajo.

No mucho más tarde de aquello empecé a perder interés en esos domingos en Main Street. Supongo que Las Follies y el Burbank siguen allí todavía. Por supuesto, la Mujer Tigre y la chica con asma y Rosalie, mi Rosalie, ya se habrán ido. Probablemente estén muertas. El gran culo de Rosalie estará probablemente muerto. Y cuando paso ahora por mi viejo barrio, me acerco a la casa donde yo vivía y ahora hay gente extraña viviendo allí. Esos domingos estaban bien, pienso, la mayoría de esos domingos estaban muy bien, una lucecita en los oscuros días de la depresión, cuando nuestros padres paseaban por el porche, sin trabajo e impotentes, mirándonos con odio y lanzándose la mierda unos a otros, y luego entraban en la casa y se quedaban mirando las paredes, sin atreverse a poner la radio por miedo a la cuenta de la electricidad.