Charles Bukowski
El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco

30-08-92

1.30 h.

Estaba bajando por las escaleras mecánicas, en el hipódromo, después de la 6.ª carrera, cuando me vio el camarero.

—¿Ya se marcha?

—A vosotros no os haría eso, amigo —le dije.

Aquellos pobres tipos tenían que llevar la comida desde la cocina del hipódromo hasta los pisos de arriba, cargando con enormes cantidades de bandejas. Cuando los clientes se marchaban sin pagar, tenían que pagar ellos la cuenta de su bolsillo. Algunas de esas mesas eran de cuatro personas. Los camareros podían trabajar todo un día y seguir debiéndole dinero al hipódromo. Y los días de mucha gente eran los peores, porque los camareros no podían vigilar a todo el mundo. Y en las ocasiones en que sí les pagaban, los clientes eran agarrados con las propinas.

Bajé a la planta baja, salí fuera y me puse al sol. Se estaba de maravilla allí fuera. Pensé en que no sería mala idea venir al hipódromo sólo a tomar el sol. Raras veces pensaba en la escritura cuando estaba allí, pero en ese momento sí lo hice. Pensé en algo que había leído hacía poco, donde se decía que yo era probablemente el poeta que más vendía de Norteamérica y el más influyente, el más copiado. Qué extraño. Bueno, al diablo con eso. Lo único que contaba era la siguiente sesión ante el ordenador. Si podía seguir haciéndolo, estaba vivo; si no, todo lo anterior significaba muy poco para mí. Pero ¿qué hacía, pensando en la escritura? Estaba perdiendo la cabeza. Yo no pensaba en la escritura ni cuando estaba escribiendo. Luego oí que anunciaban la siguiente carrera; me di la vuelta, entré dentro y me subí en las escaleras mecánicas otra vez. Mientras subía, pasé junto a un individuo que me debía dinero. El tipo agachó la cabeza. Yo hice como que no lo veía. No servía de nada que me pagara lo que me debía, porque lo único que hacía era pedírmelo prestado otra vez. Ese mismo día se me había acercado un tipo viejo: “¡Dame 60 centavos!” Eso le daba para una apuesta de dos dólares, una posibilidad más para soñar. El hipódromo era un sitio triste y maldito, pero casi todos los sitios lo eran. No había adonde ir. Bueno, sí había sitios; podías meterte en tu cuarto y cerrar la puerta, pero entonces se te deprimía la mujer. O se te deprimía más aún de lo que ya estaba. Norteamérica era la Tierra de las Esposas Deprimidas. Y la culpa era de los hombres. Claro. ¿Quién más había? No se le podía echar la culpa a los pájaros, a los perros, a los gatos, a las lombrices, a los ratones, a las arañas, a los peces, a los etc. La

culpa era de los hombres. Y los hombres no podían permitirse el lujo de deprimirse, porque si lo hacían se hundía el barco entero. Bueno, qué carajo.

Regresé a mi mesa. En la mesa de al lado había tres hombres con un niño pequeño. En cada mesa había un pequeño monitor de televisión, sólo que el suyo estaba a TODO VOLUMEN. El crío estaba viendo no sé qué serie, y que aquellos hombres le dejaran ver el programa era ciertamente muy amable por su parte. Pero el crío no prestaba atención al programa, no escuchaba, estaba allí sentado jugueteando con un pedazo enrollado de papel. Lo hizo botar contra unos vasos, y luego lo cogió y lo tiró dentro de un vaso, y de otro. Algunos de los vasos estaban llenos de café. Pero los hombres seguían allí, hablando de caballos. Dios mío, la tele aquella estaba a TODO VOLUMEN. Pensé en decirles algo a los hombres, pedirles que bajaran un poco la tele. Pero eran negros, y me acusarían de racista. Me levanté de la mesa y me acerqué a las ventanillas de las apuestas. No tuve suerte, me tocó una cola de las lentas. En la ventanilla había un viejo que tenía problemas con sus apuestas. Tenía el formulario de carreras desplegado en el mostrador, junto con el programa de ese día, y no se acababa de aclarar. Probablemente viviera en un hogar para ancianos o en algún asilo, pero había salido a pasar un día en las carreras. Bueno, no hay una ley que prohíba eso, ni que prohíba estar hecho un lío. Pero, de alguna manera, aquello me dolía. Dios, pensé, no tengo por qué sufrir esto. Me conocía de memoria el cogote de aquel viejo, las orejas, la ropa que llevaba, su espalda doblada. Los caballos se acercaban a la salida. Todo el mundo le estaba gritando al viejo. Él ni se enteraba. Luego, penosamente, le vimos sacar lentamente la cartera. Cámara lenta, lenta. La abrió y echó un vistazo dentro. Luego metió los dedos en su interior. No quiero ni seguir con el resto. Finalmente, pagó, y el cajero le entregó lentamente la vuelta. El viejo se quedó allí mirando el dinero y los billetes, se volvió hacia el cajero y le dijo: “No, yo quería la exacta 6-4, no esto...” Alguien gritó una obscenidad. Yo me marché. Los caballos cruzaron de un salto la línea de salida y yo fui al servicio a echar una meada.

Cuando volví, el camarero ya me había preparado la cuenta. Le pagué y le di una propina del 20 % y las gracias.

—Nos vemos mañana, amigo —dijo.

—Puede que sí —dije.

—Ya verá cómo viene —me dijo.

Las carreras siguieron su curso. Yo aposté temprano a la 9.ª y me marché. Me marché diez minutos antes de que terminara. Me metí en el coche y salí de allí. Al final del aparcamiento, junto a la señal de Century Boulevard, había una ambulancia, un camión de bomberos y dos coches de la policía. Dos vehículos habían chocado de frente. Había cristal por todas partes, y los coches estaban completamente retorcidos. Alguien había tenido prisa por entrar y alguien había tenido prisa por salir. Jugadores. Rodeé los coches entrechocados y giré a la izquierda por Century.

Otro día tiroteado en la cabeza y enterrado. Era sábado por la tarde en el infierno. Me moví hacia adelante con los demás.

Charles Bukowski en The Captain is Out to Lunch and the Sailors Have taken Over the Ship

Black Sparrow Press - Santa Bárbara, [(1983) 1998]