Charles Bukowski
Latigazos a mi madre...

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Busqué “Céline” en el Webster. 1894–1961. Estábamos en 1993. Si

estuviera vivo, tendría 99 años. No era extraño que la señora Muerte le

anduviera buscando.

Y aquel tipo de la librería parecía tener entre 40 y 50 años. Bueno, ya

estaba. No podía ser Céline. O tal vez era que había encontrado el método

para vencer el proceso de envejecimiento. Mira las estrellas de cine, cogen la piel del culo y se la ponen en la cara. La piel del culo es la que más tarda en tener arrugas. Todas van por ahí durante sus últimos años con cara de culo.

¿Haría Céline eso? ¿A quién le gustaría vivir tanto como para llegar a los 99  años? A nadie que no sea un estúpido. ¿Por qué querría Céline durar tanto?

Todo el asunto era de locos. La señora Muerte estaba loca. Yo estaba loco.

Los pilotos de las líneas aéreas estaban locos. Nunca mires al piloto,

simplemente embarca y pide que te sirvan unas copas.

Miré a dos moscas que estaban follando y después decidí llamar a la

señora Muerte. Me bajé la cremallera y esperé a oír su voz.

–Hola –oí que decía su voz.

–Hmmm –dije yo.

–¿Cómo? Ah, es usted Belane. ¿Ha avanzado algo en el caso?

–Céline está muerto, nació en 1894.

–Conozco los datos, Belane. Mire, sé que está vivo... en algún sitio, y el

tipo de la librería podría ser él. ¿Ha avanzado algo? Quiero conseguir a ese

tipo. No sabe usted cuánto.

–Hmmm –dije.

–Súbase la cremallera!

–¿Ehh?

–Estúpido, he dicho que se suba la cremallera!

–Bueno, bueno... está bien...

–Quiero pruebas concretas de que ese tipo es o no es. Ya le he dicho

que tengo un bloqueo absurdo en este asunto. Barton le recomendó a usted, me dijo que era uno de los mejores.

–Oh, sí, de hecho también estoy trabajando para Barton, intentando

localizar al Gorrión Rojo. ¿Sabe usted algo de eso?

–Mire, Belane, resuelva esto de Céline y le diré dónde está el Gorrión

Rojo.

–Oh, señora, ¿me lo dirá? Haré cualquier cosa por usted.

–¿Como qué, Belane?

–Bueno, mataría a mi cucaracha preferida, daría de latigazos a mi

madre si estuviera aquí...

–¡Deje de decir tonterías! Estoy empezando a pensar que, por lo que a

usted se refiere, Barton me ha dado gato por liebre. O sea que será mejor que empiece con ello. –O resuelve esto de Céline o voy por usted!

–Eh, espere un minuto, señora.

La línea se había cortado. Colgué el auricular. –Guau! Para venir por mí

no tenía ningún tipo de bloqueo.

Yo tenía trabajo que hacer.

Miré alrededor buscando alguna mosca a la que cargarme.

La puerta se abrió de golpe y allí estaba McKelvey y una gran pila de

estiércol subnormal. McKelvey me miró y después señaló a aquello.

–Éste es Tommy.

Tommy me miró con sus ojillos turbios.

–Encantado de conócele –dijo.

McKelvey sonreía de un modo horrible.

–Bueno, Belane, Tommy está aquí simplemente con un propósito, y ese

propósito consiste en convertirte lentamente en una mierda sangrante.

¿Verdad, Tommy?

–Uhh, uhh –dijo Tommy.

Parecía pesar unos 170 kilos. Bueno, quitándole el sarro se podría

quedar en 160.

Le dirigí una sonrisa amable.

–Mira, Tommy, tú no me conoces, ¿verdad?

–Uhh, uhh.

–Así que ¿por qué ibas a querer hacerme daño?

–Porque el señor McKelvey me lo ha dicho.

–Tommy, si el señor McKelvey te dijera que bebieras pipí, ¿lo harías?

–Eh –dijo McKelvey–, deja de confundir a mi muchacho.

–Tommy, ¿te comerías la caca de tu madre simplemente porque el señor

McKelvey te hubiera dicho que te la comieras?

–¿Eh?

–Calla, Belane, el que habla aquí soy yo.

Se volvió hacia Tommy.

–Oye, quiero que rompas a este tipo como si fuera un periódico viejo,

que le hagas cachitos y los esparzas al viento, ¿lo has entendido?

–Sí, señor McKelvey.

–Bueno y, entonces, ¿a qué estás esperando, a la última rosa del verano?

Tommy dio un paso hacia mí. Saqué la Luger del cajón y apunté a la

enorme inmensidad de Tommy.

–Quieto ahí, Thomas, o vas a chorrear más líquido rojo que las camisetas del equipo de fútbol de Stanford!

–Eh –dijo McKelvey–, ¿de dónde has sacado ese maldito cacharro?

–Un detective sin pistola es igual que un gato con condón o que un

reloj sin manecillas.

–Belane –dijo McKelvey–, hablas como un mentecato.

–Ya me lo han dicho. Ahora dile a tu muchacho que vuelva atrás o le

voy a hacer tal agujero que le vas a poder pasar un pomelo de un lado al

otro.

–Tommy –dijo McKelvey–, vuelve aquí y ponte delante de mí.

Se quedaron así. Yo tenía que decidir qué iba a hacer con ellos. No era

fácil. Nunca saqué unas notas como para estudiar en Oxford. Me catearon

en biología y era flojo en matemáticas, pero había conseguido mantenerme

vivo hasta ahora.

Tal vez.

De todos modos, de momento tenía una especie de as de una baraja

marcada. Tenía que hacer un movimiento. Ahora o nunca. Septiembre se

venía encima. Los pájaros estaban reunidos en bandadas. El sol estaba

sangrante.

–Muy bien, Tommy –dije–, ponte a cuatro patas ahora mismo.

Me miró como si no oyera demasiado bien.

Le dirigí una leve sonrisa y le quité el seguro a la Luger.

Tommy estaba sordo, pero no del todo.

Se puso a cuatro patas y todo el 6.° piso se movió como si hubiera un

terremoto de intensidad 5,9. Mi Dalí falso se cayó al suelo. Era el del reloj

que se derrite.

La mole de Tommy era como el Gran Cañón mirándome.

–Tommy –le dije–, ahora tú eres un elefante y McKelvey es un

elefantito, ¿de acuerdo?

–¿Eh? –preguntó Tommy.

Miré a McKelvey.

–Venga, sube, móntate!

–Belane, ¿estás majareta?

–¿Quién sabe? La locura se establece por comparación. ¿Y quién dicta la

norma?

–Yo qué sé –dijo McKelvey.

–¡Que subas!

–¡Está bien, está bien! Pero nunca había tenido un problema así porque

venciera un contrato de alquiler.

–¡Que subas, gilipollas!

McKelvey trepó a la espalda de Tommy. Tuvo serios problemas para

poner una pierna a cada lado. Casi se raja el culo en dos.

–Bien, Tommy –dije–, ahora eres un elefante y vas a llevar a McKelvey

sobre la espalda por el rellano hasta el ascensor. –Empieza ya!

Tommy empezó a arrastrarse por el suelo de la oficina.

–Belane, me las pagarás –dijo McKelvey–. Lo juro por los pelos del

pubis de mi madre.

–Vuelve a fastidiarme, McKelvey, –y te dejo la polla como para tirarla a

la basura!

Abrí la puerta y Tommy se arrastró hacia afuera con su elefantito.

Se arrastró por el rellano y al devolver mi Luger al bolsillo del abrigo

noté que allí había algo, un trozo de papel arrugado. Lo saqué. Era el

formulario para el examen escrito de renovación del carnet de conducir. Estaba lleno de marcas rojas. Me habían cateado. Tiré el papel por encima del hombro y seguí a mis amigos.

Llegamos hasta el ascensor y apreté el botón.

Me quedé allí tarareando un trozo de “Carmen”.

Después, sin saber por qué, me acordé de haber leído hacía tiempo

cómo encontraron a Jimmy Foxx muerto en la habitación de una pensión de mala muerte. Todos esos tipos que se largan de casa. Muertos entre

cucarachas.

El ascensor llegó. Se abrió la puerta y yo le di una patada a Tommy en

el culo. Se arrastró hacia dentro llevando a McKelvey. Dentro había 3

personas que iban de pie, leyendo sus periódicos.

Siguieron leyendo. El ascensor bajó.

Yo bajé por las escaleras. Necesitaba hacerlo. Me sobraban 6 kilos.

Conté 176 escalones y ya estaba en la planta baja. Me paré en la

expendeduría de puros, compré uno y el Daily Racing Form. Oí que llegaba

el ascensor.

Una vez en la calle caminé con decisión entre la contaminación. Tenía

los ojos tristes, los zapatos viejos y nadie me quería. Pero tenía cosas que

hacer.

Yo era Nicky Belane, detective privado.