Charles Bukowski
Hombre mazo

Ronnie tenía que encontrarse con los dos hombres en el bar Alemán, en el distrito Silverlake. Eran las 7:15 de la tarde. Estaba allí solo, sentado a una mesa bebiendo cerveza. La camarera era rubia, con un magnífico culo, y sus tetas parecían como si fuesen a salirse de la blusa.

A Ronnie le gustaban las rubias. Era como patinar sobre hielo o sobre ruedas. Las rubias eran patinaje sobre hielo, el resto un pobre patinar sobre ruedas. Las rubias incluso olían diferente. Pero las mujeres significaban problemas, y para él a menudo los problemas superaban totalmente el goce que ellas pudieran darle. En otras palabras, el precio era demasiado alto.

De todas formas, un hombre necesita una mujer de vez en cuando, pensó, si más no para probarse a sí mismo que puede conseguirla. El sexo era algo secundario. No había un mundo de amantes, ni nunca lo habría.

7:20. Se volvió hacia ella para pedirle otra cerveza. Ella se acercó sonriendo, la cerveza delante de sus tetas. Uno no podía evitar que le gustara mientras se acercaba de ese modo.

—¿Te gusta trabajar aquí? —le preguntó él.

—Oh, sí, conozco a muchos hombres.

—¿Buenos tipos?

—Buenos y de los otros.

—¿Cómo puedes clasificarlos?

—Lo puedo saber sólo con mirarlos.

—¿Qué clase de hombre soy yo?

—Oh —se rió— usted es bueno, por supuesto.

—Te has ganado la propina —dijo Ronnie.

7:25. Ellos dijeron a las 7. Levantó la vista. Allí estaba Curt. Traía al tío con él. Se acercaron y se sentaron a su lado. Curt despotricaba contra un lanzador de béisbol, pidió una jarra de cerveza.

—Los Rams son peores que la mierda —dijo Curt—. Me han costado más de 500 dólares esta  temporada.

—¿Crees que Prothro está acabado?

—Sí, ya no es nadie —dijo Curt—. Ah, éste es Bill. Bill, éste es Ronnie.

Se estrecharon las manos. La camarera llegó con el jarro.

—Caballeros —dijo Ronnie—, ésta es Khaty.

—Ah —dijo Bill.

—Ah, sí —dijo Curt.

La camarera se rió y se fue.

—Es buena cerveza —dijo Ronnie—. Llevo aquí desde las siete esperando. Por eso lo digo.

—No querrás emborracharte —dijo Curt.

—¿Es de fiar? —preguntó Bill.

—-Tiene las mejores referencias —contestó Curt.

—Mira —dijo Bill— no quiero comedias. Es mi dinero.

—¿Cómo sé yo que no es usted un cochino poli? -—preguntó Ronnie.

—¿Cómo sé yo que no te vas a largar con los 25.000 dólares?

—Tres de los grandes.

—Curt dijo dos y medio.

—Lo acabo de subir. No me gusta usted.

—A mí tampoco me preocupa mucho tu culo. Y tengo la suficiente inteligencia como para no seguir hablando contigo.

—Seguirá. Usted solo nunca se atrevería a hacerlo.

—¿Sueles hacer estas cosas a menudo?

—Sí.  ¿Y usted?

—Está bien, caballeros —dijo Curt— a mí no me interesan sus disputas. Yo quiero mi billete grande por el contrato.

—Tú eres el que mejor sales, Curt —dijo Bill.

—Sí —dijo Ronnie.

—Cada hombre es experto en sus propios asuntos —dijo Curt encendiendo un cigarrillo.

—Curt, ¿cómo sé que este tío no va a largarse con los tres grandes?

—No lo hará, porque si lo hace no podrá volver a trabajar. Y es el único trabajo que sabe hacer.

—Eso es horrible —dijo Bill.

—¿Qué tiene de horrible? Tú lo necesitas ¿no?

—Bueno, sí.

—Otras personas también necesitan de él. Dicen que cada hombre es bueno para una cosa. El es bueno para esto.

Alguien metió una moneda en la máquina de discos y ellos se quedaron un rato en silencio, oyendo la música y bebiendo cerveza.

—Me gustaría de verdad darle a esa rubia —dijo Ronnie—. Darle por lo menos seis horas de cuello de pavo en el coño.

—A mí también me gustaría —dijo Curt— si lo tuviera.

—Vamos a pedir otro jarro —dijo Bill—. Estoy nervioso.

—No hay porqué preocuparse —dijo Curt. Se volvió para pedir otro jarro de cerveza—. Esos 500 dólares que he perdido con los Rams, los recuperaré con los caballos en Anita. Lo abren el 26 de diciembre y yo estaré allí.

—¿Va a correr Shoe en la apertura? —preguntó Bill.

—No he leído los periódicos, pero supongo que correrá. No puede dejar de participar en una sola carrera. Lo lleva en la sangre. Es un gran caballo.

—Longden no corre —dijo Ronnie.

—Bueno, es normal; está tan viejo que en vez de atarle la silla, lo atan a la silla.

—Pues ganó su última carrera.

—Porque Campus frenó al otro caballo.

—No creo que vayas a ganar dinero con los caballos —dijo Bill.

—Un hombre inteligente puede ganar dinero con cualquier cosa a la que dedique su cerebro —dijo Curt—. Yo nunca en mi vida he tenido que trabajar.

—Ya —dijo Ronnie— pero yo tengo que trabajar esta noche.

—Y asegúrate de hacer un buen trabajo, querido —dijo Curt.

—Yo siempre hago un buen trabajo.

Estaban allí quietos bebiendo cerveza. Entonces Ronnie dijo:

—Muy bien. ¿Dónde está el maldito dinero?

—Ya lo tendrás, ya lo tendrás —dijo Bill—. Tienes suerte de que acepte darte 500 dólares de más.

—Lo quiero ahora. Todo.

—Dale el dinero, Bill. Y ya que estás en ello, dame de paso el mío.

Estaba todo en billetes de cien. Bill lo contó debajo de la mesa. Ronnie recibió lo suyo primero, y luego Curt. Lo contaron. Correcto.

—¿Dónde hay que ir? —preguntó Ronnie.

—Aquí —dijo Bill, entregándole un sobre—. La dirección y la llave están dentro.

—¿Está muy lejos?

—A unos treinta minutos. Coge la autopista de Ventura.

—¿Puedo preguntarle una cosa?

—Claro.

—¿Por qué?

—¿Por qué?

—Sí ¿por qué?

—¿Te importa?

—No.

—¿Entonces por qué preguntas?

—Demasiada cerveza, supongo.

—Puede que es mejor que te vayas ahora —dijo Curt.

—Sólo un jarro más de cerveza —dijo Ronnie.

—No —dijo Curt— vete ahora.

—Bueno, mierda, está bien.

Ronnie se levantó y salió de la mesa, caminó hacia la salida. Curt y Bill se quedaron sentados contemplándole. El salió afuera. La noche. La luna. El tráfico. Su coche. Lo abrió, subió y arrancó.

Ronnie buscó la calle con cuidado y la casa con más cuidado aún. Aparcó una manzana y media más lejos y volvió. La llave entró en la cerradura. Abrió la puerta y entró. Había un aparato de televisión funcionando en la salita vacía. Caminó sobre la alfombra.

—¿Bill? —preguntó alguien. El escuchó con atención. La voz venía del baño.

—¿Bill? —preguntó ella de nuevo. El abrió la puerta de un empujón y allí estaba, sentada en la bañera, muy rubia, muy blanca, muy joven. Ella gritó al verle. El puso sus manos alrededor de su garganta y la sumergió bajo el agua. Sus mangas se empaparon. Ella daba manotazos, agitándose y revolviéndose violentamente. Se puso tan mal la cosa que tuvo que meterse en la bañera con ella, con ropas y todo, tuvo que subirse encima y sujetarla bajo el agua. Finalmente ella se quedó inmóvil y Ronnie dejó de apretar. Salió de la bañera.

La ropa de Bill no le venía muy bien, pero al fin y al cabo estaba seca. La toalla estaba mojada, pero se quedó con ella. Luego salió de allí, caminó una manzana y media hasta su coche, subió, arrancó y se fue.