Charles Bukowski

Lo que más me gusta es rascarme los sobacos:

Llegando a la costa oeste

Ahí está Malibú, larga franja venteada de arena sal­picada de casas lujosas, tal vez cuatrocientas, para la gen­te de Hollywood, donde Fitzgerald vivió poco antes de morir en un edificio de tres pisos, incendiado posterior­mente, en 1978, por un pirómano cuando habitaba en él un cantante de rock: más huellas de su vida borradas para siempre, y ya han asomado cerca de él minúsculos edificios de apartamentos para los funcionarios de las grandes productoras cinematográficas, que acuden a re­fugiarse allí porque están hartos de vivir entre actores y directores (otra cara de la medalla de Hollywood, mito y leyenda de este medio siglo); a partir de Malibú (mien­tras los planeadores vuelan como gaviotas, los eucaliptus floridos de rojo bordean la carretera y algún privilegia­do practica el wind-surfing, el surfing con viento que em­puja las tablas con abigarradas velas coloreadas sobre las rompientes) se bordean las escolleras de Pacific Palisades, donde Henry Miller murió demasiado pronto a los ochen­ta y ocho años, y se llega a Marina del Rey.

Me acompaña Joe Wolberg, antiguo profesor de histo­ria del marxismo, vicepresidente de la City Lights de Ferlinghetti, biógrafo de Charles Bukowski, al que frecuenta desde hace años recogiendo materiales sobre él: me acompaña a ver a Bukowski, llamado Hank por los ami­gos, Charles por los editores, Henry por el registro civil, y Henry Hank Chinaski por las autobiografías, después de un viaje en avión de San Francisco a Los Angeles al amanecer, un coche alquilado en el aeropuerto, un breakfast a base de fruta jugosa y dulcísima en un hotel cual­quiera mientras los mariachis, los músicos mexicanos para las celebraciones y las fiestas, cantaban las cancioncillas de siempre.

 

en Entrevista a Charles Bukowski por Fernanda Pivano  

18 de enero - 11 de febrero de 1982.