3. LA PRIMERA CONCIENCIA

LA ÚLTIMA CONCEPTUALIZACIÓN

DE LA PRIMERA CONCIENCIA

Encontrar que los elementos universales son suficiente; encontrar que el aire y el agua son tonificantes; sentirse refrescado por un paseo matinal o una caminata al atardecer; extasiarse con las estrellas por la noche; sentir asombro ante un nido de pájaro o una flor silvestre en primavera -éstas son algunas de las recompensas de la vida sencilla.

~John Burroughs

Dentro de nosotros hay un impulso de defender y proteger a toda forma de vida que se encuentra en vías de desarrollo.

  1. Primero, hay que examinar la conciencia de la primera conciencia que el bebé tiene en el vientre de la madre. Es la última conceptualización del primer impulso de todos los niños. Se trata del descubrimiento de una luz no diferenciada, el momento de la primera dualidad natural en que el bebé es consciente de que “hay algo ahí”.
  2. Luego conceptualiza la amenaza de que se mueran todos (o de que no haya primera conciencia). Hay que trabajar con la inteligencia natural para que experimentes la posibilidad de que puedan desaparecer todos los niños como vehículos de una nueva conciencia, y tu impulso de que no sea así.
  3. Te pones en meditación y esperas una experiencia de la supervivencia de la conciencia (la conquista) o la no supervivencia de la conciencia (choque) cuyo vehículo son los niños. Dicho de otro modo, las dos experiencias son la conciencia natural presente en los niños de generación en generación, y la de ningún niño o ninguna progenie concebida con la conciencia natural para ser desarrollada y reproducida.
  4. Desarrolla finalmente la primera conciencia de la primera conciencia para entrar en la contemplación.

Una vez uno penetra con la contemplación la experiencia de esa primera conciencia, libera una fuerza que impulsa el comportamiento natural de proteger a las crías de todos los seres vivos, manteniendo así la continuidad de la diversidad de la vida en sí.

Es como si la vida se convirtiera en algo que es importante preservar dondequiera que uno la encuentre, con un impulso que no procede del aprendizaje cognitivo sino de algo mucho más profundo.

Ayer estaba embelesado, tras realizar mis contemplaciones, con la experiencia de la primera luz, ese mágico instante en el que irrumpe, sin necesidad de invitación, la consciencia de que “hay algo”, y de que estamos viendo algo, con toda la alegría, asombro y encanto que suscita ese prodigioso y sagrado momento. No estoy hablando de sacralidad en el sentido religioso, me refiero simplemente a la fascinación con la que se recibe ese infinito instante en el que brota el darse cuenta de la vida, de estar viendo, de estar vivo, lo que provoca una reverencia natural que, oculta por los vaivenes naturales y los estratos socioculturales que se van acumulando, pese a todo permanece. Sólo hay que saber buscarla

No hay palabras, no hay referencias, no hay fronteras, no hay desencantos. Sólo sorpresa, curiosidad y prodigio. Algo como la emergencia de una ceguera inmemorial… algo

Como suele suceder a veces, la experiencia me hizo recordar algunos episodios relevantes de mi niñez, y no sólo los tópicos recurrentes de la extensión interminable de los días y de los espacios, la confianza y la familiaridad espontánea, etc. Recordé especialmente la diligencia con la que, como todos los niños, protegía ese recién descubierto e innominado tesoro de la consciencia, hasta el límite del agotamiento. Todo valía excepto la inconsciencia. No había noción de la muerte, pero me resistía al sueño como si conociera su semejanza con la denostada segadora. De nada valían las promesas de un mañana: eso era demasiado tarde, y demasiado incierto

Como ocurre siempre, todo pensamiento llama a sus semejantes a concilio, y, si no se corta la cadena, uno acaba rodeado de especulaciones sin haber saboreado apenas las mieles de la experiencia. No quise que eso ocurriera, preferí paladear la experiencia, y los recuerdos infantiles análogos que esta convocaba, y tal vez por la temática de este blog, y por las reflexiones inherentes a su confección, los recuerdos se fueron ordenando y agolpando bajo la etiqueta del aprendizaje y de la socialización. Carlos Castaneda, que por muchas fabulaciones de las que le podamos acusar fue antropólogo social, y algo sabría del tema, puso en boca de su personaje predilecto el concepto de “acomodador” para este tipo de recuerdos primarios y soterrados, porque su emergencia en la consciencia reordena el registro de todas las experiencias vitales, siendo capaces incluso de incitar a un replanteamiento de la vida, de forjar un nuevo paradigma personal

Me apetecía contarlo, aunque mis sienes opinaban que no encajaba en mi blog en este momento, pero casualmente hoy, en el blog de mi amigo Fan – xing shan, leo una entrada en la que habla de educación y socialización bajo el prisma de sus experiencias en el campo. No es que crea en augurios, pero sí en buenos ejemplos, de modo que, animado por esta coincidencia, hice caso omiso de los reparos de mi torpe intelecto y heme aquí, escribiendo sin objetivos definidos, por el puro placer de compartir

Recordé la manera en que la educación nos va extrayendo de esa totalidad primigenia, compartimentando la realidad percibida en fragmentos, a veces sin relaciones transfronterizas, y dotándonos de nuestra particular y aparentemente irrebasable “forma” (no por azar hablamos de “formación”) para convertirnos en hombres y mujeres “productivos” (“de provecho”, en la terminología social de andar por casa en mi época, expresión cuyo sentido tanto puede equivaler a “aprovechados”, “aprovechables” o ambas cosas) mediante un precipitación de informaciones acelerada, constante, intencionada (en la mayoría de las ocasiones bienintencionada) pero sobre todo socialmente condicionada, para convertirnos en clones del sistema o subsistema social y del grupo en el que nos tocó asomar la cabeza. Identidades replicando identidades, con ayuda y con permiso de la genética

No me estoy refiriendo sólo a la educación o enseñanza oficial, institucionalizada, sino a la más íntima e inmediata, la que nos recibe en el área que tiene por núcleo a la familia. Allí se adquieren conocimientos altamente sofisticados, como el lenguaje (imprescindible para la disección de la realidad y para una acumulación a largo plazo de conocimientos en la memoria, forjando unas referencias y una continuidad que apuntalan nuestra identidad), el principio de causalidad (“¡no te duelen los zapatos, te duelen los pies!”), el traumático descubrimiento de la muerte, la finitud y la impermanencia, las estrategias competitivas, adquisitivas, y escurridizas, y, para resumir, la revelación de que, arrancados de la totalidad y depositados en un mundo fragmentado y más inestable de lo que parecía en un principio, nos sentimos incitados a compensar la desolación dominando, poseyendo y rodeándonos de referencias estables y reconocibles, y sin embargo, contradictoriamente, una de las lecciones inculcadas conduce a la interiorización de que no somos socialmente omnipotentes. Recobrándonos de esta cortapisa, en el futuro llevaremos nuestro poder hasta donde nos dejen, o bien lo impondremos, a veces por la fuerza. Cuestión de estilo, de estrategia, y de habilidad para ocultarnos tras la oportuna máscara social

Entretanto, la luz permanece.

La mayoría de los padres quiere lo mejor para sus hijos, pero también ocurre que “lo mejor” suele ser lo socialmente más valorado. La mayoría de los padres quiere que sus hijos sean felices y “lleguen donde ellos no llegaron”, pero esa felicidad con frecuencia es sinónimo de abundancia, status y desempeño de un rol bien situado en la jerarquía social. Con las mejores intenciones, padres y enseñantes inculcan valores, principios y tolerancia, y por supuesto que todo ello protege la convivencia y la integración social, pero este reflejo aprendido a reaccionar ante códigos intelectuales pertenece a la esfera de control de nuestras interesadas identidades, eternamente negociadoras y autoindulgentes, y por ello la tolerancia suele ser la cara amable de la autocomplacencia. A veces creemos que nos entregamos por completo a alguien, generalmente espejismo de nuestra aspiración a disfrutar de la entrega completa de alguien. Ya diestros en nuestro peregrinaje por el mundo dual, buscamos la felicidad, pero en el mismo “pack” de la dualidad ésta es inseparable del sufrimiento

Pese a todo, la luz permanece

Tarde o temprano suele llegar un momento, en la vida de muchas personas, en el que no comprende cómo es posible su sufrimiento si la vida le ha dotado de todos los requisitos que socialmente se consideran necesarios para el bienestar. En supuestos extremos, el vano intento de separar lo aparentemente benigno de lo aparentemente nocivo, el ejercicio de roles incompatibles, la disonancia de las identidades asumidas, puede conducir a la neurosis social, a los brazos de profesionales bienintencionados que, en el mejor de los casos, nos devolverán a un estado apto para la operatividad social, pero este becerro de oro no se cuestiona. La sociedad no se cuestiona. Si es preciso, si nuestra contaminada percepción de la realidad nos conduce a reacciones socialmente rechazables, se reacondiciona selectivamente la misma contaminada percepción de la realidad. En términos bíblicos, si nuestro ojo nos hace pecar nos arrancamos el ojo. Mejor no ver que cuestionar el orden social

Incluso entonces, la luz permanece

Por todo esto, cuando escucho los acalorados debates sobre la enseñanza, que si pública que si privada, que si tal o cuál asignatura es la panacea o el veneno universal, que si laicismo o que si religión, que si tal o cuál programa o tal o cuál contenido, que si este enfoque o este otro, a veces pienso que estamos como Teseo en el laberinto, pero habiendo perdido el hilo de Ariadna, que en nuestro caso lleva de retorno a la frescura original, y creo que tal vez hemos obviado algo importante en nuestro camino a estos debates secundarios. Cuando veo a compañeros y allegados enviar (forzosamente) a sus hijos a clases particulares y extraordinarias de idiomas, artes marciales, música, danza, informática, y a todo lujo de actividades extraescolares, me parece que el tiempo no ha pasado. Los padres de ahora, como el padre que yo podría ser, siguen deseando que sus hijos sean “de provecho”, y que estén dotados de todo lo socialmente deseable para encajar en los ideales de la sociedad, con la mejor de las intenciones. Pero no se les deja tiempo de descubrir ni de descubrirse, se amputa su expresión natural apenas aflorados los primeros brotes, se les entierra con gran celeridad la alegría y el asombro, se les quiere amputar, casi siempre sin mala intención, su curiosidad natural, forzando la reorientación de ésta, en forma de “deseo de aprender” lo socialmente útil.

Hemos creado el monstruo que nos devora, de modo que, aunque pueda parecer ocioso ¿no convendría detenerse un poco y pensar, para qué o para quién la enseñanza y la educación (cuidado, etimológicamente éste último término procede del verbo latino que significa “conducir”), ¿ por qué quien la recibe es el único, dentro de todo el entramado social, que generalmente nunca elige lo que aprender o lo que quiere descubrir hasta que ya está socialmente “formado”? ¿por qué siempre son los demás los que orientan el telescopio?

¿Cómo hacer que la educación y la enseñanza sea una ayuda para la expresión de la curiosidad natural, y no su guillotina?

Nunca es tarde, por difícil que sea la empresa. La luz permanece

Radio Dharma sigue emitiendo, aunque no tenga oyentes. El gran Tao permanece entre sus mutaciones. El viejo maestro de la montaña del este sigue hablando, aunque nadie le escuche. Podemos volver a sentir la alegría, el asombro y la celebración del primer alba, y tal vez descubramos que nuestra programación natural, oculta por la reprogramación social, nos impulsa al afecto desinteresado y no expectante, a celebración de la vida de todos y de todo, a la benevolencia y a la militancia contra el sufrimiento en todas sus manifestaciones. Tal vez descubramos que estamos hechos para ser guerreros, en el sentido más noble de la palabra, pero no violentos

Podemos volver a disfrutar de esta sinfonía de luz, color y sonido que nos estimula a compartir y a vivir por vivir y para la vida

Fin de la pieza. El interludio ha terminado.

Publicado por Conocimiento de la Montaña