08. EMERGE EL ESCRITOR

Hospital Mearnskirk (Escocia)

En algún momento de aquella época, mi padre resultó herido y, como aún formaba parte de la Marina, le enviaron al Hospital Mearnskirk de Glasgow, que entonces habían convertido en Hospital Auxiliar de la Marina.

Era mi primer largo viaje en tren; el sonido y el olor eran intrigantes, cada uno a su manera. Cuando mi madre, mi hermano y yo llegamos al hospital, todo parecía inmenso y bullicioso.

Mi padre me había comprado un barco metálico a motor de medio metro de largo. Tenía un casco rojo y una cubierta blanca, recuerdo cómo tenías que ajustar el timón antes de lanzarlo. Ahora existen modelos controlados por radio, pero no pueden superar el gozo de la imaginación cuando tu nave despegaba.

Me pasaba horas contemplando cómo circulaba gradualmente de un extremo al otro del pequeño lago de Glasgow.

También ahí decidí empezar entonces a escribir un libro. Esa idea se despertó debido a los tres libros a la semana que leía. Sin duda copié sus argumentos, entrelazándolos con el mío. Era un lector ávido y mi elección recaía siempre sobre novelas del Oeste, viviendo cada una con intensidad. Todos los días en que se acercaba la biblioteca móvil montada en un camión, me apresuraba pisando los talones a mi madre para cambiar los libros.

Cada día me retiraba y escribía en mi propio mundo de diez años de edad para hacer creíbles los vaqueros y, por supuesto, la ley. Me llevó mucho tiempo, pero había aprendido a terminar siempre lo que había empezado. No había recompensa para uno mismo si nunca terminabas algo.

Probablemente los libros de mi madre eran novelas románticas o semejantes, porque nunca tuvimos una novela de Tolstoi o Turgueniev en la casa, pero nuestro gramófono estaba normalmente encendido. Era extraño cómo tenías que alzar y fijar en los surcos de los discos aquellas pequeñas agujas. Todo parece fácil hoy día y la gracia de “hacer” parece que se ha perdido, desvirtuada por la importancia de los objetivos.

Por alguna razón el giro del gramófono me trae a la mente dos imágenes más: la manivela de nuestra picadora de carne manual, con la que disfrutaba ayudando, y la manivela de nuestra plancha escurridora. No sé lo que habría en el patrón formado por la grasa y el magro saliendo de esos pequeños agujeros, o en la fascinación de ver agua escurrida de una tela en remojo, dejándola lisa.

Mi abuela siempre me avisaba cuando estaba prevista esa tarea. Estos son detalles pequeños, pero las memorias están hechas de eso.

De cualquier modo todos los días me aplicaba al libro del oeste, en torno a una página diaria, por supuesto escrita a mano. Nadie estaba destinado a leerlo ni yo se lo enseñé nunca a nadie. Simplemente disfrutaba de mi propia imaginación conforme tejía la trama.

¿Por qué nunca se lo conté a nadie? Primero porque me sentía contento en mi propio mundo, y segundo tenía completa libertad de elección en todo, sin críticas ni correcciones, con guía solo cuando la pedía. Pero tampoco recibí nunca elogios elaborados por algo. Cuando algo estaba bien hecho, recibía un “bien hecho”, nada más, y al no haber nunca castigos, no había nunca recompensas tampoco. Ni había promesas que no se cumplieran.

Enfermos en el Hospital Mearnskirk durante la guerra

Cuando regresamos de Escocia, ocurrieron dos hechos de importancia.

Primero nos visitó Sadie, que vino desde Escocia. Sobre quien era, no tengo ni la más ligera idea, quizás una enfermera. Durante su visita de dos semanas mi padre me sugirió que debería escribir un diario detallado. Así que me tomé quince días más con escritura concentrada y atención a los pormenores.

Después apareció otra conexión escocesa. Se trataba de un jugador de ajedrez experto de alguna categoría de Escocia. Mi padre hacía amigos fácilmente y creo que le pagó para que me enseñara ajedrez. Así que aprendí ese fascinante juego de espacio y estrategia. Vaya regalos deliciosos que los padres pueden hacer a sus hijos pensando un poco, en vez de comprar a la ligera lo mismo que todo el mundo.

Después de eso, las damas me parecían indignas de mi tiempo, y en todo caso, mi padre apenas perdía jugando en aquella época, aunque mantenía batallas imperiales con mi abuelo. Me enseñó los pequeños trucos para que no perdiera nunca, pero quedé en tablas cientos de veces.

Durante esos años, estaba buscando mi Identidad. Es una cosa terrible, pero era la norma. No me importaba quién era, pero me estaban moldeando. No es que el molde sea un error, pero cuando la Identidad, el “yo” y el “mío” levanta su cabeza, estás plantando siempre semillas para un desastre futuro. Afortunadamente no estaba en el momento de mi desarrollo particular con peligro, pues yo no era de temperamento “discriminativo” o de codicia, que se convierte en un atributo o bien en un impedimento entre las edades de seis y doce años.

Ahora bien, hay algo importante que debería explicar aquí. En esas dos primeras etapas del desarrollo de la sensibilidad potencial y de la discriminación potencial, no son las palabras ni las ideas las que construyen esos rasgos, sino las experiencias. Cuanto más sucede que las palabras y conceptos se apoderan de las experiencias entre el nacimiento y los cinco años, más la Identidad avanza y reduce la sensibilidad a una mera herramienta del intelecto, resultando en una confusión potencial. De manera similar, si las palabras y conceptos se apoderan de las experiencias raíz sin palabras durante la etapa entre los cinco años y los doce, la codicia entrará con su deseo y apego.

Yo fui afortunado de que mis rasgos secundarios de sensibilidad y discriminación nunca fueran amenazados gracias al nacimiento favorable que tuve.

Ahora bien, esto no debería parecer importante en sí mismo, pero el adulto futuro tiene la base construida en los primeros quince años. Con la falta de impedimentos sociales aprendidos durante esta fase, yo estaba libre para desarrollarme. Esto no significa que uno sea libre de los problemas de la Identidad, pero significa que es menos probable que uno caiga en las trampas comunes que les sucede a la mayoría de personas.