5. LOS DÍAS HIPPIES EN LAS ISLAS ESPAÑOLAS

La playa del Inglés (Gran Canaria) en la actualidad

Días felices en Gran Canaria

El por qué decidimos ir a las islas Canarias no lo recuerdo realmente, pero para Ninette representó un importante escenario de transición. Ya no éramos más gente de barco desplazada. Ya no éramos más criaturas humanas educadas y perdidas en el Samsara. Ya no estábamos simplemente viajando, sino haciéndonos más libres de la sociedad e incluso más involucrados en un estilo de vida liberada con sinceridad. En la isla de Gran Canaria avanzamos juntos con paso decidido hacia una vida de la que nunca retrocederíamos.

Dimos con una alegría que no pedíamos.

Habíamos conocido a un joven en el barco con su furgoneta azul, y nos dijo que la Playa del Inglés era un buen sitio para ir. Rodamos hasta allí y le encontramos, conociendo en ese momento a una docena de personas o así con sus furgonetas y caravanas, ya instalados desde mayo. Nos establecimos también con nuestra tienda de campaña junto al lado rocoso de la playa, sintiéndonos en nuestro hogar.

Podrían considerarse hippies a esas personas, pero en realidad eran “vagabundos libres”, con su propia filosofía particular y estilos de vida. Incluso juntos parecían más bien un pequeño grupo nómada. Nos juntábamos cada noche alrededor del fuego, y algunos tocaban la guitarra mientras otros simplemente se sentaban charlando.

Nos hicimos amigos con los pescadores locales de pulpo y me enseñaron cómo se hacía. Me acercaba a las rocas cada mañana con ellos, y con una red de pulpo buscábamos esas criaturas maravillosas. A menudo con éxito Ninette las cocinaba y luego las preparaba marinadas. Las tomábamos ricas con tomates que nos daban los campesinos amistosos de encima de las colinas con vistas a la playa.

A veces nuestro desayuno era más sencillo con tomates y salchicha comprada de un supermercado. Yo recogía bonitas conchas de la playa con la idea de usarlas de algún modo después, y las guardaba en una docena de cajas viejas de reloj que había encontrado.

Ninette hacía los collares de fino macramé más preciosos que nunca he visto con pequeñas perlas, y yo los pintaba con acuarelas y los vendía a una tienda de la playa próxima. Era una pequeña playa del Edén durante los siguientes diez meses hasta que el Edén fue perturbado.

Una mañana escuché sirenas por el camino de las colinas. Sospeché y le dije a Ninette que corriera conmigo abandonando todo a su espalda, la tienda de campaña, las ropas y las preciosas bicicletas. Sobre las rocas huimos hasta la próxima cala.

Desde la distancia vimos a la Guardia Civil precipitarse sobre la playa con sus vehículos y rodear a todos. En media hora interrogaron a todos, les pidieron los pasaportes y les ordenaron abandonar el lugar inmediatamente. A la caída del sol la playa estaba desierta excepto por nuestras bicicletas, ropas y tienda, que permanecieron ahí hasta que regresamos por la noche.

Por la mañana todos nuestros amigos vagabundos se habían marchado. Habían destruido el Edén excepto por siete perros callejeros con que todos habíamos intimado.

En torno al mediodía llegó otro vehículo a la playa con dos Guardias civiles y nos alcanzaron. Habían venido sin sirenas esta vez. Nos pidieron los pasaportes y luego se tomaron un café con nosotros. Habían completado su misión el día antes: limpiar la playa para los turistas continentales de Semana Santa. Hoy no tenían instrucciones, así que nos quedamos a salvo por un año más.

Cuando llegó la gente de Semana Santa, con sus grandes tiendas de campaña y caravanas nos hicimos muy populares. No se fiaban los unos de los otros, pero sí se fiaban de nosotros para cuidar sus tiendas cuando se iban a la ciudad a adquirir comida. Éramos recompensados con delicatessen y nuestro exiguo sustento era de elevada calidad.

Manteníamos a nuestros siete perros sin pasar hambre hasta que nos marchamos y Ninette los adoraba.

Cuando los turistas se marcharon nos quedamos solos en la playa. Aquel año la Guardia Civil no permitió a vagabundos venir a las islas, y sólo una joven pareja española llegó a pie y se instaló en el extremo contrario de la playa.

Reflexivamente era extraño que nos encontráramos libres de pensamientos molestos durante ese tiempo y no hacíamos planes. Nadábamos, hablábamos, reuníamos algo para comer y dormíamos plácidamente. Como los lirios del campo. No trabajábamos ni le dábamos vueltas, e incluso nos vestíamos de manera natural, más esplendidos que cualquier rey.

Supongo que resulta difícil para aquellos que nunca han experimentado una libertad física y mental el imaginarlo. Era casi como si hubiéramos sido transportados mágicamente a una isla virgen, silenciosa y serena, con días gloriosos y noches mágicas. La humanidad no tiene ni idea de lo que ha perdido.

Aun así, nos marchamos en diciembre a Madrid. ¿Por qué?

Quizás presentíamos la Playa del Inglés en el futuro, con sus hoteles y restaurantes, los campos de tomate con diminutas casas de cemento llamadas casas, posadas como llagas violando la rica tierra y nuestra preciosa playa de arenas cambiantes - donde nuestros perros, como nosotros, corrían libres -, cubiertas con cientos de tumbonas cancerosas.

Quizás habíamos dejado que nuestras raíces crecieran demasiado fuertes, pues después de todo, éramos vagabundos también. Fue una elección difícil, pero abandonamos nuestros siete perros. Paseamos por la playa en su última compañía y recogimos una preciosa concha diferente por cada uno, que todavía conservamos en su memoria en una cajita de metal.

Días hippies en Ibiza

Alcanzamos tierra continental en Cádiz y decidimos tomar un tren hasta Madrid para visitar a nuestra amiga Rita antes de continuar, pues habíamos decidido ver las islas Baleares, que según nos habían contado eran otro paraíso libre. Ibiza era nuestro destino, que nos había recomendado un joven nigeriano que conocimos en el ferry, quien vendía sus mercancías africanas con éxito en la isla.

Nuestra estancia fue señalada con la muerte de Franco, que murió justo después de medianoche en noviembre de 1975. Comparado con la Revolución portuguesa este fue un momento de anti-clímax. La alegría de la liberación no estaba presente.

En 1969 Franco designó al príncipe Juan Carlos de Borbón, con el nuevo título de rey de España, como su sucesor, y en 1973 había delegado las funciones de Primer Ministro, permaneciendo no obstante como Jefe del Estado y Comandante en jefe del Ejército. Sin embargo, su control hasta la muerte había sido absoluto y cruel.

Hicimos algunos amigos en Madrid: José, un anarquista con quien tenía acuerdo mutuo y gustos comunes, y Roberto, el hijo de un amigo de Rita.

Terminada nuestra corta estancia, abordamos el Ferry Transmediterráneo hacia Ibiza, que nunca sería nuestro hogar, pero sí por muchos años nuestro refugio temporal del mundo hasta que comenzó la plaga turística.

La playa de Santa Eulalia en la actualidad

Santa Eulalia

La playa de Santa Eulalia no era tan extensa por aquel entonces y tenía rocas realmente en la misma playa. La ciudad, en la temporada baja desde septiembre a junio, era bastante tranquila y estupenda cuando llegamos, y la vieja Ibiza brillaba con el barniz del desarrollo turístico.

Años después importaron arena para ganar terreno al mar y retirar las rocas, el primer paso hacia el “progreso”. Cuando llegamos, en enero de 1976 había algunos pinos Sabina alineados en la playa, al fondo cercano hacia el Hotel Riomar había una zona circular pavimentada que sobresalía un poco como mirador.

Más lejos, donde teníamos nuestro puesto de venta, había campos vacíos con unos pocos edificios de dos plantas retirados del camino sin pavimentar que conducía al bar de Pepe. Un poco más lejos estaba el Hotel Riomar, propiedad del alcalde. Detrás de él estaba el pequeño río con puente de madera que cruzaba al otro lado de la villa, y que enlazaba las colinas de atrás.

Todos los hippies se instalaban en este camino sin pavimento al abrigo de los árboles. Estaban Pedro y su novia checoslovaca, que hacían bolsos y cinturones de piel; Bill, un viejo americano barbudo de buen humor con su compañera sudamericana; John y Glenda, una pareja inglesa que vivían en su furgoneta; y una joven rubia italiana llamada Giosefine, que había sido croupier una vez. Ella vendía una variedad de joyería y lo hacía bien con las pulseras plateadas.

Todos vendíamos sobre telas puestas en el suelo. Comenzamos elaborando collares de conchas recogidas en Canarias, y los collares y bolsos de macramé de Ninette. El resto tenía sus propias casas, y Ninette y yo, cuando se hacía tarde, dormíamos en la playa frente al bar de Pepe. Cuando había lluvia o viento dormíamos en sus lavabos acompañados de las ratas que vivían en el tejado de paja y cañas.

Sin embargo, nuestro principal hogar era la tienda de campaña en San Carlos. Íbamos y veníamos en bicicleta cada día. La montamos en los campos bajo la vista de águila de una astuta vieja viuda ibicenca, vestida siempre de negro, llamada Josefina. Era tan lista como un zorro, ella y su hijo Ramón nos aceptaron como residentes en sus tierras por una pequeña tasa, por supuesto. Ella, como era normal, sospechaba de los extranjeros. Cercana a nosotros estaba la casa típica ibicenca, también de su propiedad, alquilada a un grupo de jóvenes cristianos. Su líder, un joven compañero sincero y encantador, basaba su vida en cierta predicción sobre la proximidad del fin del mundo, lo que afortunadamente para nosotros nunca ocurrió.

¿Por qué nos consideraban hippies? Era así realmente porque buscábamos un estilo de vida contra-cultural. Cualquier etiqueta de drogas, sexo libre y un montón de otras ideas estúpidas no se basaban en la realidad; eran solo para muchos seguidores de productos, un medio para escapar de las “verdades hippies” de William Blake y Allen Ginsberg. Ronald Reagan consideraba a los hippies como: “se asemejan a Tarzán, actúan como Jane y repugnan como Chita”.

Los hippies de Santa Eulalia eran pocos, pues la mayoría se había mudado. Éramos probablemente los últimos de los auténticos hippies contra-cultura en Ibiza. Quedaban algunos colgados que habían pasado muchos años allí y habían capitulado, dirigiendo bares comerciales, como “gusanos destruyendo la rosa”.

La mayoría de nosotros considerábamos en ese momento que la sociedad era un fracaso, el gobierno corrupto, y tratábamos de hallar un mejor estilo de vida con distinciones individuales, pero lejos del comercio normal de codicia.

Éramos todos hippies según ese criterio de William Blake.

Alrededor de las áreas de la playa, Ibiza no era ningún paraíso, pues en la temporada alta estaba siempre abarrotada. Sin embargo, era mejor que estar atado a una ciudad con reglas, normas y las exigencias mayores de una sociedad de consumo. Además apenas se quedaban donde teníamos nuestras cosas, sólo había rocas sin arena en esa parte de la costa. Pero la fila de árboles suponía un refugio seguro en verano para la venta.

En la temporada baja las playas quedaban desiertas y entonces nos relajábamos relacionándonos y jugando al ajedrez en los bares locales. Ninette brillaba como siempre y parecíamos una extraña pareja, porque en aquella época yo vestía una chilaba gris, negra y blanca a rayas. Con mi barba y pelo largo tenía el aspecto de un profeta del Antiguo Testamento, mientras Ninette estaba elegante con cualquier cosa que vistiera. Varias veces en los primeros tres años me llamaron personas mayores del campo en Ibiza para dar el perdón por algún pecado que otro, debido a la ausencia de sacerdotes. Lo hice con formalidad, corrección y agrado sin recompensa, salvando muchas almas.

Hasta ahora ha sido sencillo establecer las experiencias que acarrearon cambios en Ninette y la transformaron en la persona que llegó a ser; pero ahora con Ibiza y todo lo que ocurrió allí durante tantos años, es complicado señalar con el dedo las experiencias más importantes para ella.

Los retratos y palabras no pueden describir a la persona y su crecimiento y desarrollo natural. Al vivir juntos día a día, se revela tanto y se olvida tanto. Trato de ver todo lo que pasó a través de sus ojos, pero siguiendo con mi propia tarea.

Ninette adoraba la costa siguiendo la dirección de San Carlos, y caminaba despacio por el acantilado entrando en la magia de una isla que se ha convertido desde hace tiempo en meros restos de un naufragio, a veces flotando, a veces hundiéndose, bajo las aguas turbias del turismo. Pero en aquel entonces, imbuida por el espíritu de las escasas personas libres, siempre había movimiento en su interior. El antiguo puente romano era otro punto favorito para sus reflexiones íntimas.

El acantilado en la costa entre Santa Eulalia y San Carlos

Ninette ante el puente romano

Conseguimos lo suficiente el primer año como para permitirme un viaje rápido a Barcelona donde me quedé con la madre de Roberto, nuestro amigo de Madrid, por unos días una vez que él hubo terminado su servicio militar. Compré conchas, cuentas, abalorios, cierres y otros materiales que nos permitieron hacer y vender collares, pulseras y pendientes. Luego regresé a Santa Eulalia.

Los viajes que algunas veces realicé durante algunos días fueron las únicas ocasiones en que nos separábamos, normalmente nuestros días los pasábamos juntos desde la mañana a la noche. Cuando me alejaba en esos casos de Santa Eulalia en el ferry, permaneciendo en cubierta, siempre le deseaba con intensidad lo mejor para su bienestar, hasta que Ibiza desaparecía de mi vista.

La playa de Santa Eulalia en los años 70

El pico de la temporada a finales de los 70

Vendíamos principalmente a turistas que bajaban de las colinas a la playa de Santa Eulalia, y a otros del Hotel Riomar, la mayoría ingleses.

Dos alemanes habían abierto un Mercado Hippie en Escana los miércoles y lo convirtieron en un éxito inmediato. Alquilamos un puesto y rodamos hasta allí con todas nuestras mercancías. Pero al final de ese segundo año había empezado a arraigar el lucro podrido. El Ayuntamiento comenzó con “no vender sobre telas en el suelo”. Fabricamos mesas plegables que pudiéramos encajar en las bicicletas para transportar desde San Carlos a Escana.

Desde que se dieron cuenta de que Escana era un éxito, en Santa Eulalia decidieron que necesitábamos pagar el alquiler del espacio para el puesto en la playa bajo los árboles. Nos aconsejaron con éxito que teníamos que pagar como “vendedores autónomos”, después para coronar la tarta decidieron que todos los vendedores debían tener su residencia en Ibiza.

Bill y su chica, junto con John y Glenda, se marcharon para no regresar nunca. Eso nos dejaba solos a nosotros tres: Giosefine, Pedro y nosotros mismos para el año siguiente.

Encontramos una pequeña choza de cabras -Can Vaca- fuera de Santa Eulalia en la carretera que llevaba a San Carlos. Daba a la valla trasera de una mujer rusa llamada Bella, cuyo padre era un ruso famoso antes de la Revolución. Era una persona digna y educada y nos invitaba a menudo.

Preparábamos cuentas blancas para collares a partir de perlas de diferentes tamaños, otras con centros de conchas de Filipinas de coral púrpura, blanco o rosado y otras sustancias naturales.

Para gran fortuna nuestra, ese año salió la foto de Grace Kelly en una de las revistas de moda llevando un sencillo collar de cuentas de porcelana blanca. Nosotros vendíamos y vendíamos, hasta que necesitamos dos personas extra para fabricar los collares junto con Ninette y poder así abastecer la demanda.

Entonces nos enfrentamos con un grave problema. Incluso con lo poco que trabajábamos, estábamos ganando más dinero del que necesitábamos y no podíamos usar los bancos españoles ni mandar el dinero fuera del país.

Entonces las cosas empezaron a cambiar a peor. Primero llegaron los turistas de tarifas baratas, y luego los falsos hippies que compraban en Barcelona y vendían en Ibiza; el oro falso y los vendedores de relojes y una tropa de otros ladrones comerciales. Una pareja de comerciantes de conchas de Filipinas al por menor llegaron a Ibiza para vender productos similares a los nuestros, y como defensa empezamos a vender collares de coral de roca de Filipinas rojo y azul. Ninette se lo tomó todo con calma. Mientras yo diseñaba nuevas formas de collares y pendientes, ella los fabricaba todos sin quejarse.

Por suerte nos hicimos amigos cercanos de Bernie, el comerciante alemán líder al por menor, a quien compramos con bastantes descuentos y con prioridad de seleccionar la mercancía, así que desbancamos a la competencia. Hicimos más larga nuestra mesa con toldos de sombra. Mientras yo vendía, Ninette con su belleza y su tranquila atracción, era nuestro principal reclamo, pues la gente venía a hablar al mismo tiempo que compraba regalos para su casa. Pero sin pretenderlo habíamos entrado en el mundo comercial, y luego nos daríamos cuenta que teníamos que salir de ahí.

La solución a la que llegamos fue viajar a Oriente y comprar allí abalorios exóticos y plata y otras mercancías que pudiéramos vender cada temporada en Santa Eulalia y Escana. Considerábamos que quizás podríamos conseguir lo mejor de ambos mundos. Era una idea excitante.

Pero se trataba del comienzo de una doble vida para nosotros. Por una parte continuábamos siendo hippies con solo unos cuantos amigos, y por otra, entramos en la vida de Ibiza, siempre ajenos sin embargo al veneno progresivo de la mente globalizada de codicia.

Julio de 1984: La familia holandesa Hof se hace amiga nuestra

La Cruz de la Moneda

Hacia 1982 nos mudamos a Can Pages, pues una vida civilizada se había deslizado sobre nosotros. Realmente no lo notamos en el momento. Alquilamos una casa civilizada, el pequeño piso inferior de un dúplex a tan solo 50 metros de campo abierto desde nuestra mesa de venta. Ninette empezó a escribir regularmente sobre flora y fauna en la revista de Ibiza para turistas, yo era columnista social y de arte en el periódico “El Dia de Ibiza” y corresponsal del Daily Mail en Gran Bretaña.

En algún momento formé parte del jurado en el concurso de Miss Santa Eulalia, y fui conferenciante y profesor honorario en la Universidad del Mediterráneo. Seguíamos jugando al ajedrez, al tenis, charlando sobre nada en absoluto en los bares y me convertí en un pintor local, gracias a nuestro amigo Martin y su mujer Olga. Mi mejor exposición fue en Las Dalias y además tenía galerías funcionando en Barcelona.

Con nuestra amiga rusa en la galería de Las Dalias

Ninette abrió una pequeña escuela privada de inglés en nuestro apartamento, entre cuyos estudiantes figuraban el hijo y la hija del alcalde. Ella era una profesora nata y sus talentos florecían cuanto mayores eran los retos y complicaciones.

Éramos una parte de la “gente extranjera” de Ibiza. Por entonces ya habían llegado todos los falsos hippies. Pero nos mantuvimos alejados de ellos porque contábamos con un permiso especial para vender solos en nuestro maravilloso puesto.

Habíamos perdido la “gracia natural” de nuestra vida previa, pero no completamente, pues aunque teníamos una parte “social”, la otra parte hippie mantenía nuestra mesa magnífica, donde intercambiábamos libros en inglés, francés y alemán, dábamos informes meteorológicos y las noticias nacionales en tableros que habíamos desplegado, y dábamos información para cambiar divisas.

En realidad eso empezó con la Guerra de las Malvinas en 1982, gracias a nuestra radio de onda corta que nos mantenía siempre actualizados. Yo era el favorito de los ingleses y escoceses, mientras que Ninette lo era de todo el mundo. Empleaba siempre sus idiomas sin fallo, y mi francés y alemán estaban a varias categorías de retraso.

Éramos gente del pueblo, pero nuestros amigos eran escasos.

Entre ellos estaban Lillie y Bob, los estadounidenses; Bob había trabajado previamente en el Consulado americano en China. Luis era un jugador de ajedrez argentino fantástico, quien era íntimo de Phylis, una americana que vivía en la ciudad de Ibiza, la cual había sido una contrabandista que sacaba a objetores de conciencia del país durante la guerra de Vietnam. Burrat era otro jugador de ajedrez, que me desplazó a la segunda posición un año en el campeonato. Jaime, uno de nuestros pocos amigos españoles, otro fanático del ajedrez, acabó cuarto en el campeonato porque Ninette, también buena jugadora, le echó de la tercera posición.

Estaba Ernie, que disfrutaba de una pensión del Ejército americano tras sufrir un tratamiento de electro-shock, que todos sospechaban de la CIA; Ottie, una anciana cultivada, que amaba a los gatos, la única persona que he conocido que tuvo contacto con Al Capone y le encontró todo un caballero; Martin, un inglés culto y encantador que había sido en otra época un desvalijador de casas colándose por la planta alta, era sufí en gran parte; y Olga, su compañera, que operaba por entonces la Galería Dalia, con su hijo Julian.

Sylvia, otra estadounidense, una amiga leal que era pintora amateur con avidez; Roger Day y su mujer eran delicados alfareros locales, además budistas; mientras Pepe del bar Cuatro Pinos, que había pertenecido a la “cantera” del F.C. Barcelona, siempre había sido nuestro amigo. También estaba un refinado pintor de retratos inglés, Colin, y su mujer. Con ellos organizábamos visitas semanales de intercambio, con una comida y una sesión de audición de música clásica.

Supongo que podrías decir que habíamos caído. Pero no tanto en realidad si lo vemos en retrospectiva. Existen muchas anécdotas que podrían glosarse, pero no es este el lugar para tal frivolidad.

En todo caso, para ambos había un amigo sobre todos los demás, la gata Ginger. No pudimos ponerle otro nombre porque no nos pertenecía. No era domesticada, pero se acercó y entró en nuestra casa para tener a sus gatitos. Era la gata más sorprendente que hayamos visto nunca. Venía cada día al apartamento y nunca la alimentamos, pues era maestra en cazar ratones y lirones. Era una madre perfecta. Sin embargo, su atributo más asombroso era que odiaba a los perros, convirtiéndose en su más terrible adversario.

Mantenía a raya a cualquier perro fuera de nuestra mesa y dominaba el área de campo abierto entre nuestra mesa de venta y el apartamento en Can Pages. Podría sonar a exageración pero aseguro que es la verdad; un día persiguió a cinco perros fuera del área, saltando de espalda en espalda, clavándoles las garras mientras huían.

Al igual que Misty fue el primer perro querido por Ninette, la gata Ginger se convirtió en su primer amor del mundo gatuno.

Estos, como todos los que se habían ido antes, fueron tiempos felices para Ninette, quien realmente amaba Ibiza como nadie más que haya conocido. No amaba la Ibiza a la que los occidentales se apegaban, sino la Ibiza que era misteriosa con una magia mediterránea que corría por su sangre. El sol la bronceaba y aún así no perdía nunca la finura interior y la maravilla de un niño.

Para muchos podría parecer que yo era el líder al que Ninette siempre seguía, pero en realidad ella era el poderío que durante todos esos años dirigía mi espíritu.

Recuperando el Pasado

Por entonces hubo dos hechos de gran importancia en la vida de Ninette. Fueron las visitas de su madre con su compañero Damon y la de su padre David.

Cuando su madre vino con Damon, se había convertido en menos egoísta y menos tirana exigente, actuaba como una madre y Ninette respondía. En esa visita alcanzó a entender todos los errores de su madre. Descubrió que cuando hay comprensión, entonces no hay nada que perdonar.

Ninette con su madre Violeta

Más tarde llegó David con su hermana menor Marilyn. Ninette ya había descubierto, mientras estábamos en Nueva York, que habían envenenado su mente en contra de David, y había contactado con él con éxito. Pero en Ibiza consiguieron una relación padre-hija que deshizo toda la distancia generada erróneamente durante la infancia. Ya no era más una princesa judía pero se había convertido en una especie diferente de princesa como persona libre y adorable. Yo tenía una exposición de pintura en ese momento y él disfrutó mucho de su visita a Ibiza. Había llegado a ser una persona que consiguió expresar finalmente los sentimientos que había mantenido dentro por tanto tiempo.

David floreció en su presencia mostrándose muy orgulloso de ella. Lloró en la despedida, sería la última vez que Ninette le viera. Marilyn había hecho también las paces con David antes de venir a Ibiza y se había acercado a él.

Con David y Marilyn (a la derecha) en una exposición de pintura

La Cara de la Moneda

El lado de la cara de la moneda, que fue también parte de nuestra vida comenzó atrás en 1978, cuando empezamos a realizar viajes a Asia para adquirir cosas exóticas que vender. Ese lado llegaría a su cima en 1981, cuando compramos una masía de dos plantas en ruinas en Cataluña con la idea de convertirla en puerto del Buda Dharma y centro de estudios.

Durante cuatro años tendría lugar el primer giro de la rueda del Dharma para Ninette. La cruz y la cara de la moneda parecían siempre separadas, pero ambas formaban parte de nuestras vidas.

Todo comenzó realmente en el mercado hippie. Frente a nosotros se situaba un vendedor que más tarde encontraría como Lama Djinpa, de la rama budista Kagyu, y del cual se convertiría en estudiante. Pero tres mesas más abajo estaba Huguie, que vendía mercancías traídas desde la India. Acababa de leer un libro y nos lo dejó, era un libro del Lama Anagarika Govinda.

En él encontramos la fórmula del Dharma de que “nada existe”. Para muchos se trata de una solemne tontería, y para otros que captan la idea, sólo la entienden intelectualmente. Yo había estado trabajando con Leon Festinger en Nueva York sobre “Psicología de la percepción”; un estudio que publicamos juntos me produjo una clara comprensión de que esto era cierto científicamente y que no era sólo filosofía.

El momento era propicio. Nuestro primer viaje a Oriente sirvió entonces para dos propósitos: la investigación de esta idea en India y Nepal, y una fuente de tesoros para el puesto de joyería. Así es como comenzó la cara de la moneda.