10. LA MANO QUE MECE LA CUNA PUEDE RECORTAR LOS CUERNOS DE LA IDENTIDAD

Pues bien, me hallaba en la cresta de los once y aprobé el examen de reválida, con otros nueve niños de la escuela Hooe: Ann Hunt, June Sinnock, Pauline Callum, Beryl Spurway, Alan Mainwaring, Ian Brun, Maurice Westcott, Raymond Boolier y Raymond Farnwell. El examen era conocido como el “de once para arriba”, que nos permitía dejar la escuela pública de Plymstock y acceder a la Escuela Secundaria de Plympton, una estatal de aprendizaje selectivo. Mi hermano David me seguiría tres años después con Philys Anderson, Peter Dunford y Maureen Crocker.

Francamente no estaba impresionado, no significaba nada para mí. Sólo estaba satisfecho de que Ray Farnwell viniera también. Él tampoco estaba impresionado, era simplemente otra escuela para nosotros. Era importante para mis padres y abuelos, pero yo no sabía nada de eso.

Así pues, una vez más siguió toda la locura de un uniforme escolar del que me había librado durante el año anterior en la escuela pública. Era la chaqueta negra ribeteada de amarillo, corbata a rayas amarillas y negras, y gorra escolar, y por supuesto pantalones cortos. En el bolsillo de la chaqueta se enseñaba con orgullo el escudo de la escuela. Representaba poco para mí, excepto que ahora estaba entrando en el mundo de la ley y el orden, junto con códigos de honor de niños y códigos escolares de comportamiento, que regían cada momento en que llevabas el uniforme.

Al reflexionar años más tarde, cuando ya estaba dentro del mundo del Dharma, me di cuenta que en ese punto de mi vida había factores secretos funcionando detrás de mi vida fácil.

Sin saberlo yo, después de que aparecieran los resultados de la reválida, llamaron a mis padres a una reunión con los padres de otros dos niños: Maurice Westcott y Alan Mainwaring. Les dijeron que los resultados de nuestros exámenes eran muy altos y que querían animarles a situarnos en carreras importantes que ayudarían a la nación.

Es aquí donde la mano que mece la cuna hace su aparición. En mi caso mi madre era sutil en todo y mi padre siempre respondía. Creo que era cuestión de su confianza en ella. Mientras era capitán en alta mar, le dejaba a ella navegar por las procelosas aguas de la vida en tierra donde él no se encontraba cómodo.

El resultado fue una armonía familiar que no se rompía por debates negativos. Nunca hubo una discusión en nuestra casa, y la única fricción era entre mi padre y mi abuela cuando salían temas filosóficos y ambos eran categóricos.

Sólo una vez la cosa explotó sobre algún asunto trivial, cuando mi abuela se levantó con firmeza y sentenció: “Muy bien, Will, coge tu abrigo que nos vamos a casa”. Mi abuelo Will cogió su abrigo sin soltar una palabra y se marcharon.

Mi madre asumió su papel como si nada hubiera pasado en absoluto. Ninguna polémica, el incidente no existió.

Ese era su papel. Conducir la nave por tierra a salvo de los pantanos problemáticos.

Fue así como dirigía nuestras vidas, con calma y dignidad, y una sabiduría que no sabíamos que estaba presente, pues con la ayuda de mi abuela tomaba la mayoría de las decisiones en la vida cotidiana.

Así que no me dijeron nada de esa “cumbre” con las autoridades hasta que estaba en sexto de la Escuela de Plympton, con 17 años.

Entonces continué a zancadas sin estar inducido ni por un momento a considerar el que yo fuera diferente a otro, ni siquiera en realidad el que otro fuera diferente a los demás.

Mi padre era conocido cercano de Lady Astor, la primera mujer que llegó a ser miembro del Parlamento inglés, y que fue elegida por el distrito de Plymouth; pero aunque ella era aristócrata, a mí siempre me pareció que “Lady” era solo parte del nombre, como también me pasaba con “el Rey Jorge”. Las princesas, sus hijas Isabel y Margaret Rose eran simplemente otro par de niñas más, y lo cierto es que Margaret me hacía más gracia (Isabel se convertiría después en la reina Isabel II).

Supongo que me contagió con su actitud, porque yo estaba constantemente jugando al fútbol con los hermanos Johns en los campos de Elburton, quienes por cierto estaban mal vistos por ser gitanos, aunque yo me enteré años más tarde. Además tenía yo un buen amigo, Peter Bloom, cuya familia tenía una tienda en Plymouth y eran judíos. De esa manera crecí sin ningún concepto de que nadie fuera diferente a alguien más.

Realmente la gente monta demasiado escándalo por los nombres, más tarde me formé un gran respeto y admiración por ambos grupos de “intocables”.

Me encontraba ahora en la frontera de mi edad peligrosa, cuando la inteligencia natural podía convertirse en Aversión de la Identidad. Mis padres no podrían haber estado nunca alerta sobre tales peligros psicológicos, pero hicieron las cosas bien para evitar que el impacto de los años siguientes me volviera una víctima suya.

Tanto se resistían a la idea de montar arrogancia y orgullo en mí, que evitaron el venir a ningún acontecimiento donde me luciera, e incluso evitaron hablar de ello. Me apoyaban antes para los logros, pero nnca me alababan después. Mi padre siempre consideraba que los logros personales en sí ya eran la única recompensa necesaria. Había sido su lema en la vida y aceptaba todas sus consecuencias.

Cuando el padre de mi padre se moría, maldijo a su hijo en el lecho de muerte por sus éxitos y sus modales diferentes. Sin embargo, esto simplemente le molestó, porque ambos tenían el mismo temperamento básico. Mi padre nunca bebía, sólo fumaba en pipa, y nunca iba a los pubs una vez descargada la pesca, sino que volvía derecho a casa. Todos sus hermanos siguieron trabajando a su lado, excepto uno, que era un respetado barbero en Plymouth.

Así pues, aceptó la maldición que le legaban con una indiferencia total, aunque nunca supe lo que estaba pasando dentro de él. Siempre afirmaba que “la honradez es tu propia recompensa, como el trabajo duro”.

Le acompañé ocasionalmente en sus barcos e hice lo que pude. Yo era uno más y cobraba mi parte de la captura, tirando de las pesadas redes conforme el barco las enrollaba a popa y estribor, incluso cuando me mareaba en alta mar.

Mi padre estaba orgulloso de sus habilidades y admirado por ellas, y nunca tuvo problemas con la tripulación. En esa época yo no le admiraba ni tampoco lo contrario. Simplemente era mi padre, un pescador, aunque las semillas de la rebeldía estaban en su sitio.