14. ¿UN ENCLENQUE HECHO HOMBRE?

Charles Atlas se anuncia con el eslogan: “Mi trabajo es convertir enclenques en hombres”.

Ya con el Certificado de Secundaria en el bolsillo, aprobé el examen con Sobresaliente en todo excepto en Francés, y pude acceder a sexto curso (Bachillerato superior). Las piezas del escenario se estaban moviendo para llegar el día en que mi padre anunciara que, si así lo deseaba, podría ser aprendiz de arquitecto en Plymouth.

No me llevó más de un minuto darme cuenta de que no podía aceptar ninguna forma de esclavitud como aprendiz. En ningún acontecimiento tuve nunca, ni tampoco entonces, una mirada fija hacia el futuro de alguna forma. Así que permanecí en Bachillerato y me abrí a las experiencias de Química y Física con gran interés empezando a desarrollar la Expresión artística.

Un incidente durante unas vacaciones en la escuela quizás merece la pena contarse, porque muestra claramente mi impetuosidad, que parecía haber sido heredada, e ilustra la libertad de elección que me dieron siempre.

Un día en un circo en las fiestas de Plymouth, estaba observando a la compañía desmontar la gran carpa. Vi que necesitaban ayuda así que me puse manos a la obra.

Al terminar, uno de los jefes me preguntó si me gustaría viajar con ellos. Sin aguardar más, les dije que sí, me apresuré a casa a contarlo a mi madre y recibir su aprobación sin preguntas ni miedos sobre lo que pudiera ocurrir.

Al reflexionar años más tarde, me di cuenta de que mi libertad de las críticas y de los elogios tontos, junto con una confianza completa en mis decisiones era tanto la actitud de mi madre como la de mi padre, pues ella jugaba ambos papeles cuando él estaba fuera en alta mar.

Volví apresurado al campo de la feria y me lancé en otra aventura corta. Viajé y dormí con otros pocos jóvenes en el montón de heno reservado para los animales. Nunca había desarrollado una imagen de mí mismo, pero siempre había mirado aquellos anuncios de Charles Atlas (el primer culturista famoso que desarrolló su propio método para ejercitar los músculos) que aparecían con frecuencia en los periódicos, en los cuales habla de los débiles y flacuchos a quienes se les notan las costillas. No era un héroe, pero capté el mensaje. ¿Se me notaban las costillas a mí? ¿Era un debilucho? Pensé en apuntarme al curso por correo de Charles Atlas porque los anuncios decían que él había sido un enclenque de 45 Kg antes de convertirse en el hombre reconocido como el más perfectamente desarrollado del mundo. Bueno, yo no buscaba la perfección pero el anunció cautivó mi mente.

Siempre había evitado la violencia y sólo una vez había tenido una escaramuza peleando con un chico en la Escuela de Plympton en segundo curso. Me llamó “culo negro” porque vestía pantalones negros y no grises. Recuerdo que su nombre era Drake. Me pregunto si lo recordará, si sigue por ahí.

De todas maneras, tras varios días de viaje estaba tumbado en lo alto del vagón de heno cuando escuché a dos de los chicos mayores hablando, y uno de ellos se refirió a mí diciendo: “Ese chico nuevo, no me gustaría meterme en líos con él”.

Estaban hablando de mí como un potencial estudiante de Atlas. Me chocó y entonces me di cuenta de que no era tan flacucho, tenía buenos músculos, era fuerte de brazos y piernas, pero lo que es más, les había proyectado mi propia confianza… esa confianza en mí mismo con aplomo era el mejor arma defensiva que tenía.

No mucho después de eso, tras aprender muchos de los trucos de la gente del circo (algunos deshonestos), escapé, pues me dijeron que era normal que te dieran una paliza si les dejabas y te pillaban, para silenciarte para el futuro. Era mentira, por supuesto, pero había desarrollado lo que los futuros psicólogos llamarían auto-estima, algo que años más tarde aprendería a erradicar por completo como inconsistente con todo lo que es natural.

Continué jugando al fútbol, aceptando un pequeño estipendio de un equipo local para jugar, y por fin ese mismo año entré en lo que hoy llamarían una “cantera” para jugadores jóvenes con potencial en el Plymouth Argyle. Asistía a las sesiones de entrenamiento en el parque local, pero no pensaba nada en el futuro. Creo que el éxito romántico de Peter Anderson (el lateral del Argyle un año mayor que se hizo profesional) impulsó mi dedicación deportiva, pero no tenía corazón de futbolista, quizás más bien de futuro entrenador, porque era mucho más mental que intuitivo.

No mucho después, mi padre trajo a casa a un pescador francés fuera de temporada llamado Pierre, que había llegado al Barbican con su barco. Supongo que su idea era que yo pudiera practicar el Francés. Pierre era de Pouance, un pequeño pueblo de la región Pays-de-la Loire. Cuando se marchó, me invitó a ir a Francia y quedarme con su madre y su familia por un tiempo. Mi padre aceptó la invitación por mí.

Era mi primer viaje al extranjero y como iba solo, la experiencia fue más vívida. París resultó impresionante durante el par de días que permanecí allí y había mucho para ver. Por fin llegué a Pouance y conocí a la familia francesa, que tenía un pariente en el pueblo llamado Janine.

¡Oh! El pan, las grandes tazas de desayuno y Janine, los recuerdo bien. Ella era un par de años mayor que yo, y en un momento dado yo estaba mortalmente herido al sentarme en el pequeño puente del pueblo con su escandaloso coqueteo conmigo, una amiga suya le preguntó si era mi ligue y ella contestó: “Ah, no, es demasiado joven”.

No obstante, todos los días que podía estaba con ella cortejándola y besándola; y cuando no podía estar con ella, me quedaba solo por el río, pescando ranas para comer con un sedal y lana roja como cebo, entrenando al fútbol, tratando de incrementar mi fuerza con el “lanzamiento de troncos” escocés, empleando un largo tronco de árbol pesado.

Finalmente llegó una carta del Plymouth Argyle preguntando si quería firmar para la próxima temporada. Olvidé a Janine y las ranas y regresé a Plymouth en tren.

Mi vida social se iba expandiendo y me afilié al Partido Laborista de Plymstock sin una mínima idea sobre política, pero me adherí a los ideales de Keir Hardie, un líder laborista independiente nacido en 1856 en una casita sin habitaciones en Escocia. Su madre, Mary Keir, era sirvienta doméstica y su padre, David Hardie, era carpintero naval.

Quizás porque me gustaba su cara y sus comienzos humildes y sus acciones resueltas en el momento, y debido a la influencia de mi abuela, me alisté. Mi padre era apolítico entonces y no tenía nada que decir.

Fui elegido presidente de la recientemente formada Liga Laborista de Jóvenes de Plymstock. Poco después fui elegido para el Comité Ejecutivo del Partido Laborista por la circunscripción electoral de Tavistock (que ocupa gran parte de Devon).

También había ingresado en el Colegio de Bellas Artes y Diseño de Plymouth para comenzar mis estudios universitarios, pero sin una idea clara sobre lo que podría traer el futuro. Todavía estaba viviendo claramente en el presente.

Recuerdo una entrevista en el Colegio en que me dijo William Mann, un profesor de pintura, que si quería ser artista, la única manera posible era involucrarme al cien por cien, usando el ojo y la visión de un artista cada segundo actual del día.

Tenía razón, por supuesto, y eso se aplica a cualquier cosa que uno desea alcanzar plenamente con la mente, lo que incluye el Dharma.

Así que mi vida estaba dominada por el Colegio de Artes, cada mediodía comprando esas fantásticas empanadillas de Sellick y caminando hasta la carpintería de mi abuelo para compartir el descanso. Naturalmente seguí en el Argyle e involucrado en política, donde me hice orador en los mítines políticos por la causa.

Después de un mitin, tuve dos encuentros que en ese momento parecían más bien extraños, pero se grabaron indeleblemente y dan alguna idea sobre mi mente. Al terminar un mitin larguísimo en Tavistock, después de hacer un discurso basado en datos del partido, una joven me abordó y se presentó. Su nombre era Thelma y no revelaré su nombre completo.

Hablamos un rato con el coqueteo juvenil acostumbrado y entonces me dijo que había percibido visiones de que moriría pronto y quería tener una experiencia sexual completa antes de morir. Yo era el elegido.

Había cometido un error… Podía tener edad para aparearme, tenía diecisiete años, pero mis impulsos sexuales no eran los mismos que los de la mayoría. Me guiaba por la belleza femenina y un rostro de inocencia con pelo largo suelto y por una manera sensual de caminar y bailar, pero el acto sexual ni siquiera entraba en mi mente ni por un breve momento, probablemente debido a mi temperamento aversivo.

Al finalizar ese mismo mitin público, se suponía que me quedaba en el caserío rural del candidato laborista. Al final perdió la elección. Fue allí donde encontré mi segunda experiencia indeleble.

El candidato era un hombre jovial y corpulento, un caballero del reino. Cenamos y después me fui a la cama, solo para descubrir tras un rato que alguien había entrado en la habitación y estaba durmiendo a mi lado. Era nuestro eventual candidato. Me tocó la espalda y retrocedí del choque inmediato.

“Nada de eso”, afirmé, aunque no tenía ni idea de lo que era “eso”. Se deslizó hacia fuera y después me di cuenta de lo que estaba pasando realmente. No dije nada porque era su pequeña peculiaridad. Recibí una nota suya y del Partido Laborista agradeciéndome mi trabajo, y había añadido personalmente su propia nota diciendo que el Partido esperaba que tuviera un brillante futuro con ellos.

Incluso consideré entonces la idea de que quizás podría llegar a ser el Primer Ministro más joven en la historia de la Gran Bretaña. Pitt, el más joven, lo consiguió a la edad de 24 y le ridiculizaron por su juventud. Yo tenía solo diecisiete, con tiempo por delante.

Esas son las cosas con las que se hacen los sueños y quizás se cumplen, pero el Gobierno había decidido que la nación me requería para otro asunto urgente.

Me debía al servicio militar. Adiós pronto a los sueños del fútbol, de la política y a cualquier otro más que corriera por mi fértil imaginación.

En aquel mitin de Tavistock ocurrió un acontecimiento incluso más extraño e inexplicable. En esa época, yo estaba saliendo con la hija de Jefferies, el instructor de baile, y no le había anunciado nada sobre los planes del Partido de que hablaría en el mitin. La noche anterior recordé que no le había dicho nada. Empecé a considerar el poder de la energía mental y me senté durante varias horas transmitiéndole el mensaje de que fuera a Tavistock y me encontrara en la ciudad, dondequiera que estuviera.

Esperé con fuerte energía y pasión intensa de interés propio, dirigida al mensaje, pero sin expectaciones concretas.

Correcto, caminando por la ciudad inmediatamente después del mitin, ahí apareció ella frente a mí. ¿Fue la energía transmitida? Nunca estuve seguro, pero fue muy raro, porque ella simplemente por su propio impulso, había decidido hacer una excursión allí.

Pero mientras todo eran rosas para mí, en alguna parte estaba cociéndose un problema del que no sabía nada.

Lo que no sabía era que en ese momento mi padre estaba teniendo serios problemas, pues el Gobierno laborista le imponía unos impuestos abrumadores. Mi padre se defendía apoyando al Partido Conservador. Así que ahí estábamos, en los lados opuestos de la valla.

Era 1950, cuando agravé la tensión de mi padre por mi continuo apoyo al Partido Laborista, en particular en Devonport donde Michael Foot competía contra Randolph Churchill, el hijo de Winston Churchill. Foot llegó a convertirse con el tiempo en jefe de la oposición frente a Margaret Thatcher, y precisamente ha muerto este año, considerado el último romántico del laborismo. Curiosamente era un seguidor ferviente del Plymouth Argyle F.C.

Michael Foot recabando apoyo en las calles de Plymouth

El propio Winston se acercó para apoyar a su hijo y habló en público. Conocí a Winston y quedaba fuego todavía en el hombre mayor, aunque la pólvora de antes ya se había ido, por lo que quedé decepcionado. Michael ganó la elección y al año siguiente Randolph lo intentaría de nuevo sin éxito, una vez más apoyado por su padre.

En aquel tiempo mi padre recibió un segundo golpe. Mi hermana pequeña, Christine Veronica, paseando con mi madre de la mano con cuatro años, fue atropellada y arrastrada por un camión del Ejército. La trasladaron deprisa al hospital y perdió la pierna. Fue un golpe amargo a sumar al resto de problemas de mi padre; por primera vez vi a mi madre caer en un estado angustiado, al sentirse responsable por no haber ido caminando fuera de la calzada.

Mi padre había sido siempre como Aquiles. Parecía invulnerable, pero el Gobierno había golpeado su talón desprotegido con la flecha de los impuestos, y aunque trató de obtener una compensación por el accidente de mi hermana, una vez más fue víctima del silencio del Gobierno. Al no poder darse apoyo mutuo con mi madre en ese momento, hizo entonces la única tontería que había hecho en toda su vida.

Fue a la taberna Drake’s Arms y ahogó sus penas. Nunca había tocado ni una cerveza y ahora cayó en la ginebra sola. Supongo que amortiguó sus pesares, pero creó un monstruo.

Empezó a llegar a casa en ese estado límite en que resulta agresivo verbalmente, aunque nunca tuvimos contacto directo en esos momentos, pues yo me quedaba al lado de mi madre, que siempre se mantenía alejada con gran sabiduría.

Comencé a detestarle.

Por supuesto, años más tarde tras el servicio militar, cuando marché al extranjero a Alemania con la Fuerzas Aéreas Tácticas y a Canadá para el entrenamiento de piloto, me di cuenta de que debería haberle mostrado mi comprensión, pero entonces no lo hice.

No podía entender en ese momento por qué mi madre soportaba esta constante ira y en ocasiones abuso verbal. Cada día en que tenía la oportunidad y sabía que sus barcos estaban llegando, me acercaba al barrio portuario y anunciaba a mi madre cuándo iba a llegar a casa, para que ella estuviera preparada para la arremetida.

Cuando llegaba a casa, se sentaba en su sillón favorito con su pipa firmemente apretada y comenzaba su diatriba. Después de comer se iba a la cama. Luego venía el momento que más odiaba. Desde arriba llegaban tres golpes en el suelo. Era la señal para que mi madre subiera. Ella lo hacía, ahora lo entiendo, pero para mí era una opresión indigna.

Quizás fue afortunado, quizás no, pero me reclutaron muy rápido y yo acudí enseguida mientras que mi padre, madre y hermano se quedaron para enfrentar la situación. El problema de la intoxicación de mi padre siguió por un año hasta que finalmente se comprometió con un programa de rehabilitación.

Los médicos trataron el problema, dándole continuos Valium para los nervios, lo que resolvía su ansiedad y sus huidas, pero que le dejaban muy lejos del hombre que había sido. El Valium era en teoría una medicación estabilizadora del humor, pero tenía un amplio rango de efectos secundarios peligrosos y espantosos, incluido confusión, depresión, pérdida de coordinación y de la función motora, incapacidad para concentrarse, fatiga, falsa sensación de bienestar, falta de temor al tomar conductas de riesgo, y pensamientos y conductas compulsivas.

Difícilmente eran las características necesarias para un capitán en alta mar con una profesión de alto riesgo. Tengo la certeza de que su uso constante año tras año, incluso cuando se había recuperado, en que se lo siguieron prescribiendo como medida preventiva, contribuyó a su muerte con sesenta y pocos años.

Después de eso, evité todo tratamiento médico convencional de cualquier forma y considero que los encargados sanitarios que no son experimentales o de diagnóstico son menos que profesionales y carecen de valor para mí. Quizás una evaluación injusta, pero eso es lo que siento.