05. UNA LECCIÓN INDELEBLE DE RESPONSABILIDAD

Arreglando las redes en "Mi Delicia" en 1.946

Mi padre era siempre una persona responsable y se tomaba la vida y la pesca en serio, sirviendo en el Comité de Pescadores de Devon, intentando regular el tamaño de las redes y proteger el futuro de la industria. Deseaba un futuro mejor para sus hijos que el que él mismo tenía, por falta de oportunidad salvo la de ser pescador, aunque quería que conociéramos esa vida. A menudo le acompañaba de pesca y aprendía bien a marearme apoyado en la borda con el viento.

Ayudaba a recoger las redes, tiraba de las maromas para el bacalao, luego clasificando el pescado empezábamos a arreglarlo, llenar las cajas y a llevarlas abajo a las cámaras de hielo. El olor a gasóleo era abominable pero lo aguantaba, y los miembros de la tripulación disfrutaban mientras hilvanaban los aperos con chistes prácticos.

El regreso con la pesca era siempre grandioso, con las gaviotas a cientos rastreando los despojos lanzados por la borda, mientras seguíamos arreglando el pescado durante la navegación. Me encantaba siempre avistar y cruzar el faro de Eddystone con su magnífica historia. A menudo tomaba el timón para entrar en la ensenada hacia el puerto dejando atrás la isla Drake.

Pero la tarea era algo más pues tenía que ser responsable, no porque me lo dijeran, sino porque cada uno se ocupaba de algo y me hacían sentir parte de la tripulación. Luego llevaban las cajas a la lonja para la subasta. Era digno de verse.

El día posterior las redes se sacaban y se reparaban en el muelle o en el almacén.

Era una pequeña parte de vida, pero muy importante en mi desarrollo.

Al final de la guerra todos los niños de la escuela recibimos este certificado del rey Jorge fechado el 8 de junio de 1946, que declaraba:

HOY, EN QUE CELEBRAMOS LA VICTORIA,

Te envío este mensaje personal a ti y a todos los niños de la escuela. A ti que has compartido las dificultades y peligros de una guerra total, y no menos has compartido el triunfo de las Naciones Aliadas.

Sé que te sentirás siempre orgulloso de pertenecer a un país que fue capaz de semejante esfuerzo superior; orgulloso también de tus padres y hermanos mayores, quienes con su coraje, entereza y empuje nos dieron la victoria.

Que estas cualidades se hagan tuyas cuando crezcas y te unas al esfuerzo común para establecer entre todas las naciones del mundo la unidad y la paz.

Supongo que, como la mayoría de los otros niños de mi edad, no comprendía nada sobre la unidad del mundo y la paz, pero vi las dificultades y peligros. Recuerdo las cartillas de racionamiento y la falta de muchos alimentos, y por supuesto el constante rechazo de mi padre a tomar parte en comprar la más simple cosa en el mercado negro.

Mi padre ahora tenía varios barcos. Aunque uno de ellos, el Seaplane, antes un yate real, fue confiscado en la guerra sin compensación, destrozado y convertido en un dragaminas, los otros continuaron pescando y siempre teníamos pescado fresco, cangrejos y langosta. De esa forma, para la nutrición no teníamos problemas.

En los años previos, mientras seguía la guerra, cometí lo que supongo que podría llamarse “crímenes contra la sociedad”. Un pequeño grupo de niños de Colesdown Hill, incluido mi hermano, robamos patatas de la granja Stevens, cuyo campo daba a nuestro jardín trasero. Si mi madre lo sabía, no dijo nada.

Desde el punto de vista del Dharma fue un robo claro, pero era parte de una aventura el robar media docena de patatas una y otra vez, llevarlas al bosque cercano a la cantera abandonada y cocinarlas en una fogata hasta abrasar la piel. Mal quemadas o no, nos comíamos hasta la piel.

Es una cuestión interesante el reflexionar sobre este robo. Había un conocimiento de estar haciendo algo malo porque había un cierto plan de por medio, pero la diversión consistía en parte en no ser pillados. También robábamos manzanas, llamándolas hojas caídas, que en principio nos permitía el granjero, pero con astucia infantil producíamos algunas hojas caídas extra.

¿Aprendí algo sobre aquello, que formara mi carácter, liderazgo quizás, un sentido de responsabilidad por el grupo?

Hubo una cosa más; en una de nuestras expediciones buscando bombas sin explotar, al lanzarlas contra las rocas de la cantera, una se desvió a los arbustos e inició un incendio.

Nos lanzamos para intentar apagar el fuego con el agua que contenían unos depósitos retirados. La bomba resultó ser incendiaria y el fuego siguió creciendo hasta que todos los niños lo abandonaron. Me quedé yo solo. ¿Por qué? Fue un sentido de responsabilidad por haber hecho algo incorrecto. El agua no funcionaba así que combatí las llamaradas, que probablemente eran más pequeñas de lo que recuerda mi imaginación, con tierra y ramas verdes hasta conseguir apagarlo.

Recuerdo que me sentía aliviado, no complacido, mientras salía de la cantera y subía por las pendientes en que, como niños, nos deslizábamos en planchas de metal, hacia la carretera principal. Cuando alcancé la cima de la colina, me encontré a un puñado de padres preocupados con sus niños. Estaba cubierto de hollín, la cara negra pero nada preocupado en absoluto.

Todos estaban aliviados como para enfadarse y, cuando llegué a casa, no hubo reproches ni condenas. Lo expliqué y mi madre lo escuchó. Gracias a esa comprensión, aprendí que no era necesario mentir a mi familia para nada. Date cuenta que el comportamiento infantil para evitar un castigo es lo que genera el hábito de mentir como defensa.

¿Qué más había aprendido que influyera en el desarrollo de mi carácter? Ciertamente no fue el ser más cuidadoso, fue el luchar hasta el final. Hubo una cierta reacción contra el incendio que fue instintiva, no cognitiva. Sentí que, junto con la emoción de la victoria, ahora ya sabía en retrospectiva, por experiencia directa, de qué estaba hablando ese certificado cuando decía “coraje, entereza y empuje nos dieron la victoria”.

Es extraño cuántas lecciones se aprenden de niño y luego, escondidas, solo emergen con fuerza más tarde. Es lo mismo con todos los pensamientos humanos manchados, y con las actitudes e intenciones; sus raíces se encuentran en las cosas más olvidadas de la niñez.

Incluso los adultos olvidan tan fácilmente las lecciones que están disponibles cada día y que pueden guiarles en las acciones correctas del Dharma.

En el momento en que la guerra terminó, llevaba cinco años inmerso en el periodo de desarrollo de la “discriminación”, donde las influencias externas comienzan a desviar ese rasgo natural hacia la “codicia egocéntrica”. Al tomar posesión de las cosas, se estrangula la discriminación de cada niño, con ese regalo magnífico de la naturaleza, y la codicia o atributo negativo del apego y deseo comienza a aparecer.

Me siento afortunado por no ser de ese temperamento “discriminativo”, pero la hija codiciosa de Mara estaba ahí al fondo, tentando, siempre tentando.

Durante aquellos tiempos, tenía mi guarida oculta entre unos arbustos, dentro de un muro con una vista sobre la cantera, y la compartía con mi hermano y otros niños. Allí en los muros, construimos estantes para nuestros trofeos y mercancías, haciéndonos creer que unas plantas que habíamos encontrado eran té. Guardábamos nuestros petos de caballo, empleados en competiciones, a salvo allí también, junto con tesoros de mármol, como los que usaban en los juegos de lanzamiento de la antigua Roma y Egipto.

Eso mantenía unido nuestro grupo como una tribu. Pero había una sensación de posesión que nunca había sentido antes con ninguna cosa. Siempre había compartido de manera natural, pero ahora había claramente un “yo” que compartía.

Desde el punto de vista del Dharma, está claro que había emergido indemne del periodo de crecimiento comprendido desde el nacimiento hasta los cinco años, en el cual la sensibilidad natural es destrozada por la familia, la religión y la educación en aquellos niños que tienen una dominancia natural sensible. En su lugar sale una confusión defensiva con disonancia. Resultó importante también en la etapa discriminativa que fuera frustrada la codicia, en cuanto al apego y deseo.

Sin pretenderlo, mis padres hicieron exactamente lo correcto. Nos dieron a mí y a mi hermano todo lo que un niño puede anhelar. No podíamos sentir deseo, porque antes de que el deseo apareciera, lo que podíamos desear ya estaba allí. Suena monstruoso y más bien como mimar al niño, pero de alguna manera no funcionó tan mal.

Todos los juguetes eran hechos a mano. Mi padre, por ejemplo, trabajaba hasta la noche para esculpir un avión Spitfire de madera para mí y un Hurricane para mi hermano; dado que era un artesano, el resultado tenía unos detalles muy finos, lo que me estimuló a construir un modelo de aeroplano hecho de madera de balsa ligera.

Cada año por Navidad entregábamos la mayoría de los juguetes a orfanatos y grupos así. Quizás ese desprendimiento fue lo que nos protegió del peligro de la codicia que acecha a cada niño mientras va creciendo.