13. EMANCIPACIÓN

Los bosques de Campanillas en Dunstone

Supongo que fue alrededor de 1946, en que me acercaba a los catorce años, cuando comenzó mi emancipación. Siempre había tenido novietas antes, y recuerdo que adoraba a una chica (por un tiempo) llamada Angela Palmer.

Era esbelta y preciosa con pelo largo. Muchas noches me quedaba fuera de su casa anhelando atrapar su sombra entre las persianas de las ventanas. No había indicios sexuales en absoluto, algo más hondo estaba pasando y mi cerebro derecho estaba haciendo alguna selección sutil.

Pero entonces ocurrieron dos incidentes ese año, ambos mostraban la inocencia de la época.

Un día dos chicas bonitas, una prima, Sylvia, y una amiga, vinieron a nuestra casa de Elburton para visitarnos y se quedaron por la noche. Las dos eran dos años mayores que yo. Durmieron juntas en la planta de abajo en un sofá-cama, y yo bajé a deambular poco después de que todos se fueran a dormir, pues yo dormía en la planta de arriba y había habido un ligero flirteo todo el día. No recuerdo cómo era.

La puerta estaba abierta así que eché un vistazo. Estaban despiertas hablando. Me vieron y me invitaron a entrar. Lo hice y me propusieron de manera íntima que me metiera en la cama con ellas. Lo rechacé. Ahora me pregunto por qué, pues no era timidez ni decoro; quizás fue porque realmente no sabía a qué me invitaban.

Por medio de un amigo de la familia conocí a otra chica. Su nombre era Audrey Francis Lang. Iba a la escuela de Plymouth y tenía dos años más que yo. Nos dimos unos besos, cuando yo estaba despertando a ese tema.

Entonces ella me dijo que sus amigas hablaban de besarse y esas cosas, y tenían una competición. La idea era ver quién podía aguantar el beso más largo.

Así que entramos en la competición con estos otros desconocidos. Durante semanas venía y nos sentábamos en el sofá de abajo sin ser molestados ni detectados (al menos eso creía yo). Aunque nunca fue a más, supongo que debido a nuestra inocencia.

¿Es un problema mayúsculo del mundo civilizado que los niños pierdan su inocencia tan pronto?

Yo todavía llevaba pantalones cortos a la escuela, sin cambios por las estaciones, incluso en el frío del invierno. No faltaba mucho para que pudiera llevar pantalones largos. Las hormonas estaban empezando a fluir.

Recuerdo otro diálogo de Shakespeare, en “El sueño de una noche de verano”, en el que tenía lugar una obra dentro de la obra. Yo interpretaba a Snug el Ebanista y recuerdo el fragmento siguiente:

SNUG: ¿Tienes escrito el papel del León?

Si es así, por favor, dámelo, que soy lento de estudio.

QUINCE: Lo puedes hacer improvisando,

Porque no es más que rugir.

Luego imborrables eran las frases de Flute, el reparador de fuelles, quien conforme soltaba su parte, se dirigía a interpretar a Tisbe, la amante de Píramo.

Y declara: “Nada, ni hablar, no me hagáis hacer de mujer, que está la barba saliéndome”.

La señorita Horrell, bendita ella, me enseñó en ese momento lo que era dirigir una obra de teatro.

Cambió el énfasis de la frase. Colocó una pausa después de “barba”, e hizo que el actor se quedara pensativo una fracción de segundo antes de añadir “saliéndome”.

Me quedé impresionado. Quizás también porque tenía apenas visible una brizna de pelo en el labio superior… “saliéndome”.

Luego ocurrió algo muy extraño. Coincidió que un nuevo vicario había venido a servir a la Iglesia de Elburton. Era un hombre pequeño y regordete con una sonrisa cautivadora. Bueno, pasó a saludarnos y le dio a mi padre una gran Biblia de quince centímetros de grosor con letras de oro en la cubierta y la encuadernación, que se cerraba con una presilla de metal, dentro de la cual uno ponía el árbol genealógico familiar.

Le preguntó a mi padre si podía unirme al coro. Mi padre no era una persona religiosa y tenía su propia postura agnóstica, pero quería tener siempre todas las puertas abiertas para nosotros. Nunca excluía ninguna idea, sin importar lo extraña que fuera.

Era firme al creer en normas éticas y creo que su único acto inmoral en esa época fue robar una Biblia Gideon de un hotel. Se sintió culpable ya que nadie le había informado de que una organización cristiana internacional con ese nombre las reparte por ahí para llevárselas.

Decidí que un coro no podía ser tan malo, pues también estaba en la Brigada Ambulancia de San Juan (una organización que ofrece primeros auxilios) y en los Boys Scout, así que me uní al Coro de la Iglesia de San Mateo en la Carretera de Sherford. En aquel tiempo, era una iglesia deliciosa sin pretensiones con un gran pastor, recuerdo marchando desde la sala de ensayo al órgano con mi libro de salmos y casulla blanca. Recuerdo con claridad la amistad de la gente y las grandes fiestas de la cosecha que celebrábamos. Cada vez que acudía, mi madre tenía que recordar deslizarme algunas monedas en la mano para la colecta.

La iglesia de San Mateo en Elburton

Admito que estaba más intrigado por la cuestión de Dios que por Jesús y prefería el Dios del Antiguo Testamento. Cantábamos todos los cánticos corrientes, uno de los cuales retengo: “Todas las cosas grandes y bellas”, y por supuesto el Credo de los Apóstoles, que quedó fijado con fuerza en mi recuerdo. Aunque no me causó ninguna impresión dentro, está ahí en la memoria con el Padre Nuestro, junto con la convicción de que muy pocos cristianos saben algo sobre la verdadera compasión natural e incluso desconocen cómo iniciar correctamente los rezos de sus propias iglesias.

Escribí recientemente a la Iglesia de Elburton sin recibir la amabilidad de una respuesta, así que parece que cualquier amistad proclamada ahora no es tanto de corazón sino más de la cabeza. No me parece una gran sorpresa.

Y así la vida continuó gloriosamente.

Todavía jugaba al fútbol en los campos de abajo, que el Duque de Edimburgo había bendecido por fin, y todavía acudía con frecuencia con mi abuela a los Bosques de Campanillas (el nombre real era Bosque de Dunstone). Se entraba por una zona verde muy antigua.

Eran unos bosques espesos, en realidad un gran sotomonte, bordeado en todos sus lados por unas cuantas casas. Era una delicia pasear allí.

En algunas lecciones del Dharma que he impartido, a veces he mencionado en broma que algún día los niños tendrán que visitar un museo para ver un árbol.

Acabo de ver fotos de mis Bosques de Campanillas. Mi broma se ha convertido en realidad, estoy horrorizado. El bosque ha quedado reducido y asfixiado por todas partes por casitas cuadradas construidas por personas con cabecitas cuadradas. ¿Dónde se han ido todas las campanillas? “A las tumbas todas”, con los recuerdos de la belleza que ha muerto ahí.

Jugaba al hockey hierba, al criquet y al fútbol en la escuela, aunque no era un gran seguidor de los atletas. Sentía que correr era más bien aburrido, mi especialidad era el lanzamiento de jabalina, entrenado por el señor Hamilton, nuestro director deportivo. Sólo tenía un héroe escolar, un niño de sexto de Secundaria llamado Ferris, que era campeón de Devon en salto con pértiga.

Fuera de la escuela a punto de cumplir los quince años, empecé a jugar al fútbol y entré en el Plymstock United Fútbol Club como delantero interior. El tiempo inclemente no detenía nada y, créeme, una pelota de cuero atada con cordones es pesada cuando te golpea la cabeza, y las botas de cuero con puntera metálica y tacos eran dolorosas, así que tratábamos el cuero con una grasa impermeable que lo ablandaba (el dubbin), pero nada detenía el juego; la lluvia y el agua-nieve eran riesgos habituales.

Mi amigo Raymond jugaba en el Oreston Rovers. Era un gran futbolista, como David Strange. Ambos hicieron pruebas con el Arsenal mucho después.

El club lo había formado un año antes San Kerswill, un constructor local. Jugábamos en el campo Forester, pegado a Dean Cross. El club era solo de las afueras, pero ganamos la promoción para la Liga Combinada de Plymouth, jugando contra otros equipos de las afueras en la zona.

El fútbol aún no era importante, pero era grandioso de jugar. Recuerdo el segundo año, cuando dejé el Plymstock United, competí con otro jugador, un amigo llamado Joe Yabsley, por ser el máximo goleador. No había carreras tras marcar un gol, ni puños levantados o numeritos parecidos entonces, como los hay hoy cuando ves el absurdo de los profesionales. No había grandes polémicas con los árbitros. Jugábamos noventa minutos sin suplentes, y sin tarjetas amarillas ni rojas. Simplemente te mandaban fuera por juego sucio. Ni a Joe ni a mí nos mandaron nunca fuera. No existía la idea de una falta técnica.

Naturalmente jugábamos a menudo en Plymouth, pero tenías que llegar por tus propios medios y te informaban por correo si jugabas el próximo partido. Mis padres simplemente me daban el dinero para el viaje y me dejaban ir. Nunca vieron un partido en que jugara, ni después. Me apoyaban pero nunca lo convertían en algo especial.

Empecé a salir a los salones de baile locales y comencé con tentativas de pedir bailes a las chicas jóvenes que me hacían gracia. Hice un amigo nuevo, Gordie Lane, que también era futbolista y empezamos a salir a bailar juntos, llevándonos a las chicas a largos paseos después.

Al final íbamos a bailar a Union Street en Plymouth, a un local que lo llevaba un maestro de baile, Jefferies. Íbamos juntos pero raramente volvíamos juntos, y normalmente a horas avanzadas de la noche tenía que caminar desde la céntrica Union Street pasando por el puerto Sutton (que da a la Explanada Marítima), cruzando la zona de Prince Rock hasta el Puente Laira sobre el río Plym.

Union Street justo antes de ser devastada en la II Guerra Mundial

La ruta seguía por la antigua carretera de Billacombe antes de que pusieran las monstruosas vías de cemento, destruyendo huertas y el entorno. En la ruta por la carretera a la colina Colesdown, solía haber un antiguo horno de cal, en forma de cueva profunda. Estaba construido dentro de la ladera con un gran arco en voladizo. No había luces y estaba todo negro oscuro en ese momento porque Plymstock y Elburton aún no formaban parte de Plymouth, eran simplemente pueblos. Muchas noches fue aquí donde experimenté mi auténtico primer miedo. Comenzó justo con el pensamiento de que alguien podría estar acechando ahí.

Fui muy consciente de ese primer miedo como una cosa que se montaba con sigilo, y mi paso se apresuraba hasta que pasaba ese punto y me sentía aliviado. Nunca pasó nada, pero la experiencia estaba en mi cuerpo entero. Podría haber llegado a casa esas noches por una ruta alternativa, pero se convirtió en un desafío. No importa las veces que me armara de valor, el miedo aparecía. Era algo profundo, realmente primitivo y nada mental en absoluto. Siempre cruzaba por el otro lado de la carretera.

Nunca se lo dije a nadie y cuando llegaba a casa, la puerta nunca estaba cerrada con llave y nadie me esperaba. Jamás había preguntas al día siguiente. De hecho, el primer día que pregunté si podía salir a bailar a Plymouth, mi madre me preguntó cuándo regresaría. “Muy tarde”, respondí, y hubo un simple “Muy bien, ten cuidado”.

No era indiferencia, sino una confianza clara en mi comportamiento, que era esencial para un joven creciendo que se aproxima a ser mayor.