12. REVOLUCIÓN

Los célebres páramos de Dartmoor

Siempre que mi padre estaba en casa, hacíamos excursiones familiares. Una de nuestras visitas más repetidas era a diversas partes del Parque Nacional de Dartmoor, la mayoría de veces alrededor de Haytor. Mi planta favorita llegó a ser el brezo, mis cuentos populares preferidos los de gente atrapada en las ciénagas, y los de enanitos del páramo, quizás el origen de las modernas tradiciones sobre los hobbit. Una de mis actividades preferidas en los páramos de Dartmoor era fotografiar las ovejas blancas salvajes, una de las variedades más antiguas de Inglaterra, con una cámara réflex estupenda que me había comprado mi padre. Por supuesto yo tenía que revelar los negativos e imprimir las copias. Era espléndido todo el proceso. Mi segunda afición era construir aviones de aeromodelismo que volaban con motores en miniatura.

Yo hice mi avión y mi padre el suyo. Y ahí comenzó el problema de la competición. Es cierto que yo era más listo, mejor educado, mejor hablado y de mejores modales, entonces ya mejor en todo excepto en navegación celeste. Yo jugaba al ajedrez y él no, yo era un buen futbolista, estupendo en hockey hierba como portero y excelente jugador de criquet; él no jugaba a nada, pero aquí, donde se supone que yo debería destacar, sus aviones parecían siempre mejores que los míos.

Los míos estaban bien hechos, pero los suyos siempre eran más ingeniosos de alguna manera. Incluso inventó un avión con alas de barrido "en flecha" (que variaban su ángulo durante el vuelo). No se trataba de celos, sino de una envidia ciega casi indetectable que me revolvía por dentro.

Sólo tuve un gran éxito con un avión que tenía una envergadura de casi un metro, hecho de madera de balsa y papel. Solo en esa compartimos un triunfo.

Iba a excursiones con mi abuela en un autobús colectivo, a las que nunca nos acompañaba mi abuelo. Normalmente íbamos a los pueblos portuarios de Looe y San Austell en Cornualles o a sus favoritos de Devon, donde adoraba contemplar todas las tiendas pequeñas y los coloridos barcos de pesca. Tomábamos el té y pequeños caprichos de vez en cuando. La vida era sencilla y deliciosa sin complicaciones.

Siempre que era posible, con mis amigos, visitábamos la playa de Wembury en bicicleta y nuestro principal placer era buscar cualquier vida en las pozas de las rocas, sacando lapas para llevarnos a casa, y saltando en las aguas profundas para el chapuzón, pues en realidad nunca nadábamos.

Fue en esta calma de fondo, en que de alguna manera mi hermano no aparece nunca en mi memoria, donde empezaron las erupciones. A él le gustaba quedarse en casa con mi madre y nunca se mostraba aventurero. Su temperamento era más similar al suyo mientras que yo me parecía a mi padre casi en todo. Ése era el problema, años más tarde lo comprendí de adulto. Más que nada él quería que mi hermano y yo tuviéramos éxito, pero ponía más interés en mí. Estaba dividido entre contemplar mi crecimiento y avances en áreas donde nunca podría seguirme y en facilitarme el camino para avanzar, incluso deseando estar ahí conmigo. Era igualmente una forma de envidia, pero mucho más natural y comprensible que la mía.

Por fin llegamos al punto decisivo.

Playa de Bigbury

A mi padre no le gustaba ir a algún sitio sin hacer nada, un hábito del que me apropié. No le gustaba tumbarse en la arena y, como la mayoría de pescadores de la época, no nadaba, aunque al final dominó el estilo de espalda. Íbamos a las playas, a Polperro en Cornualles, a Mothcombe y Challaborough.

Mi problema se mostró evidente en una de las salidas que solíamos hacer a Bigbury, donde siempre nos encontrábamos con sus amigos mucho más jóvenes.

Allí siempre alquilaba un equipo de criquet completo para su uso en los campos de juego, incluido las bolas, los bates, las bases para lanzar y batear y los guantes del recogedor.

Ahí en la arena, pues había pocos turistas en esos días, instalamos una cancha para jugar al criquet. Para todos sus amigos, por supuesto, yo era el experto en criquet y en una salida mi padre y yo terminábamos en lados diferentes. No jugábamos con dos wickets (conjunto de travesaños que hay que derribar), sino con uno, así que había que bolear a cada persona. Yo era buen boleador más que bateador y podía eliminar al contrario. Luego nos tocaba a nosotros y era mi turno para batear. Mi padre era muy fuerte y boleaba contra mí.

Recordándolo ahora, estaba completamente seguro de que nunca iba a conseguir eliminarme. Recibí unos buenos disparos pero yo era un muro, es decir, simplemente bloqueaba sus bolas.

Se negó a abandonar hasta que, por fin, arrojando todas sus fuerzas y su estamina durante más de media hora, tuvo que dejarlo. No importó después que yo hubiera ganado y él hubiera perdido. Yo había jugado con auténtica hostilidad. No estoy seguro de él, quizás después de todo, el orgullo le llevaba. Nadie más tenía la mínima idea sobre lo que estaba pasando.

Aunque todo fue olvidado, las semillas de la memoria son a veces diabólicas.

Sin embargo, su generosidad continuó. En silencio era mi campeón. En esos primeros años de escuela en Plympton montamos un club de ajedrez, jugando en los recreos y al terminar la escuela. Mi padre apareció y regaló una docena de tableros y de juegos de fichas de ajedrez Staunton (las usadas en competiciones oficiales) para el club. Así que naturalmente me puse a jugar. No era malo, pero no éramos más de media docena de miembros y ninguna chica. Durante años estuve jugando, y NUNCA gané a ningún buen jugador, ni una vez. Pero con la determinación de mi padre, aunque nunca me preguntaba cómo iba con el juego, yo seguí día tras día, perdiendo y perdiendo.

Había dos grandes jugadores mayores en el club, los hermanos Boreland. Uno o los dos eran campeones de Devon. Un día hice tablas contra el más joven. No sé si puedes imaginarte cómo es el perder y perder durante años, y por fin hacer tablas una vez.

No podía sentirme más contento si hubiera vencido a Alexander Alekhine (el campeón mundial de la época).

Desde ese momento me hice un firme partidario del ajedrez, aunque fue muchos años antes de que empezara a tomármelo realmente en serio.