02. EL COMIENZO

Naturalmente, y durante muchos años, mi vida estuvo entrelazada de una manera u otra con el barrio del Barbican; su aura aún me pulsa la sangre como lo hace el mar, incluso aunque lo considere una ilusión. El Barbican aquí presentado es donde “Mi Delicia” estaba siempre amarrada cuando no en la mar. No era diferente de los barcos de la foto.

Mi padre nació en 7 de agosto de 1907 y se casó con mi madre Freda Lillian de Devonport, Plymouth, con 24 años. Cómo era su vida anterior no se puede determinar, pero era un joven serio y resuelto.

Su padre era un viejo pájaro duro llamado George Edward (Monty de apodo) y su madre, que debió ser una criatura sólida a quien yo recuerdo ligeramente, era Jessie Matilda.

Vivían en el 2 de Lambhay Hill, cuando su primera hija Vera Irene nació en noviembre de 1905. En el momento en que nació mi padre, ya se habían desplazado al 2 de Castle Street, donde yo mismo nací.

Recuerdo poco de los hermanos y hermanas de mi padre, a muchos de los cuales él guardaba gran afecto. A quien recuerdo es a la mayor, Vera; luego estaban Bob, George, Frank, Bill, Rose, Stan, Sid, Leonard, los gemelos Albert y Charlie, y Maude. Los nombres son débiles en mi memoria pues todo en la mente y cuerpo es pasajero.

Que éramos una familia humilde de pescadores no hay duda, por generaciones había sido así. Incluso yendo hacia atrás hasta 1798, había nacido el pescador Richard Easton, quien se casó con Eliza. Tuvieron al menos 8 hijos. Tras ellos vino John Record Easton, nacido en 1821, cuyo hijo John nació en 1.849, se casó con Mary Ann Dicks en 1866 y trajeron al mundo a mi abuelo George Edward (Monty) en 1876. Tenía casi ochenta años cuando le conocí, un hombrecillo encorvado.

Mi vida después de Castle Street, en un mundo diferente al que mi padre me había empujado, consistía solo en el balcón de mi nueva casa. Ese era mi mundo. Era bastante grande, lo suficiente para montar un triciclo. El balcón estaba conectado con la casa próxima por la terraza, pero en la otra dirección había un hueco considerable hasta la siguiente terraza vecina.

Y aquí tuve mi primera y quizás una de las más importantes lecciones del Dharma, pues ha permanecido indeleble.

Yo tenía entonces tres años y pico, y mi hermano David Geoffrey había venido al mundo. En ese balcón, siempre que me encontraba fuera, aparecía un niño en el balcón vecino más distante. Conocía bien su aspecto, pero su nombre se me escapa; quizás nunca le conocí por el nombre, que no es algo importante.

Él estaba enfermo con algún problema que le dejaba inmóvil y era claramente feliz, aunque solitario, sin hermanos que yo sepa. Nos saludamos y de algún modo nos comunicamos. Era mayor que yo por muchos años. Él tenía una afición, construía pequeños juguetes de madera. Le proporcionaban mucha alegría y, lo más importante, era lo que quería compartir.

¡Qué maravillosa palabra es “compartir”! Pocos conocen hoy esa experiencia, pero yo la aprendí temprano. El otro niño lanzó una cuerda cruzando de balcón a balcón y enviaba un nuevo juguete cada vez que salía, mayormente coches. Eran bonitos y pintados brillantes.

Los juguetes se han evaporado y los recuerdos de cómo jugaba con ellos se han ido, pero no el concepto de compartir. Ni estaba perdido, incluso en aquella época temprana, el hecho de que en su enfermedad había vida, abundancia y alegría.

Uno puede preguntarse qué compartí con él. Y ese es un punto importante.

Compartí su presencia y su sentido de la vida, y le proyecté mi aprecio, no por el regalo, sino por el espíritu involucrado.

Una lección valiosa, pues incluso dentro de las religiones auténticas y profundas, cuando hay un Dios involucrado, debe haber “para la comunicación correcta con Él” un auténtico receptor con poca Identidad.

Sin duda dentro de mí, la Identidad estaba comenzando a nutrirse, pero detrás estaba la potencia abrumadora de esta comunicación sin palabras, por medio de una simple cuerda y la visión de una figura sin nombre, sólo la experiencia de la forma.

De tales actos pequeños, no de mandamientos ni de la belleza de vidrieras de colores ni de elegantes predicadores, surge un entendimiento de la compasión interior y la benevolencia nacida.

Hubo una segunda lección que capté más tarde. El cuerpo es frágil pero, si la mente puede generar experiencias sin codicia, entonces ese cuerpo está realmente vivo.

No tenía más de cinco años y mi hermano tres, cuando la terraza fue el escenario de otra lección indeleble.

Mi hermano David estaba sentado en el muro, pues no era demasiado alto y de algún modo se había subido. Se estaba riendo y yo montaba un triciclo rojo dando vueltas. Llevaba una escoba y cada vez que pasaba, intentaba golpearle con ella. Parecía una gran alegría inocente… pero los mejores planes de inocencia, como dice el adagio, a menudo se tuercen.

Por fin le di con la escoba y se cayó del muro, golpeándose la cabeza en la barra de una cama de hierro en el balcón. Recuerdo el choque. Rompió a llorar y mi madre apareció lanzada. Corrió hacia ella y apoyó su cabeza para reconfortarla, ella le puso la mano derecha para acariciarla.

La retiró y estaba llena de sangre goteando. Parecía abundante. Se precipitó al interior y una vez más mi memoria me falla, pero recuerdo mi primer gran torrente increíble de preocupación, más que eso, de “culpabilidad”.

Era culpa mía. David recibió algunos puntos de sutura, pero lo que resultó más importante, como siguió durante todos mis años de niñez, fue que no hubo ningún castigo, ni de mi madre ni de mi padre. No hubo un “te prohíbo que hagas esto o aquello”. Recibí una sensación de culpabilidad inmediata en el momento del hecho, pero después ya nunca me llevaron a sentir culpa.

La elección de equivocarme libremente fue mía, y la de tomar responsabilidad, pero nunca experimentar culpabilidad, que es presionar al niño por parte de los padres o la escuela.

¿Es posible que aquel incidente aislado actuara como la base para todos los errores que cometiera, la semilla para ser libre de una mente culpable, al mismo tiempo que tomando la responsabilidad por el error? Así lo creo, pues la culpabilidad nunca condicionó mi infancia completa. No fui castigado ni una sola vez por mis padres, y siempre me otorgaron una absoluta libertad, acompañada de un sabio consejo, que estoy seguro ignoré a menudo y luego encontré el error más tarde.

Fui a la escuela a los cuatro años y recuerdo los pequeños pupitres y los niños a mi alrededor. Se llamaba Colegio Smeaton. Mi padre quería que fuera a la escuela, a una buena, porque él nunca había tenido ese placer.

Me relacioné con los otros estudiantes con gran tranquilidad, pero tuve la mala suerte de ser pillado durante una clase mirando bajo las ropas de una niña.

Pudo no haber sido nada… una curiosidad inocente, pues el “sexo” como tal no ofrecía su feo aspecto en aquellos días. En cualquier caso, caí supuestamente en desgracia, avisaron a mi madre y me enviaron a casa.

Ni ella ni mi padre se enfadaron… era natural que me enviaran a casa… pero no había sentido de culpa en mi mente, y me explicaron, no que era un error, sino que la sociedad no lo comprendía o aprobaba, incluso aunque la niña pequeña pareciera disfrutar la travesura tanto como yo.

Otro incidente ocupa el relato en aquella época. Por alguna razón permanece oscuro. Un día decidí no ir a la escuela y salir de excursión. Tenía quizás seis años.

De una manera u otra conseguí bajar los Escalones del Mayflower en el Barbican y subir a bordo del ferry a Mountbatten. Luego conseguí bajarme en Mountbatten, que era una península quizás a una milla saliendo de Plymouth, donde había una base de las Fuerzas Aéreas.

No puedo imaginar la preocupación que inundó a mi madre ni lo que hizo sin comunicaciones, porque no había teléfono en nuestra humilde casa. Sin embargo, un amable soldado me encontró merodeando por la base de Mountbatten y de algún modo me llevó a casa.

No recuerdo mi llegada a casa, pero lo consideraron, cuando mi padre volvió a casa exactamente como lo que fue, “una aventura”. De hecho, los beneficios de unas circunstancias favorables no pueden subestimarse, aunque las circunstancias favorables puedan construirse para uno mismo y su familia en cualquier momento.

Todo lo que uno tiene que recordar es que en el Dharma no existe CULPABILIDAD ni ARREPENTIMIENTO ni RECRIMINACIÓN… No existe nada tal como un castigo que sea válido… la COMPRENSIÓN no deja ya nada más para perdonar.

En el Colegio Smeaton, aparte de esos incidentes, me presenté en alguna fiesta escolar con la ayuda de mi abuela, apareciendo como uno de los tres gatitos “que habían perdido sus manoplas”, y poco más hay que contar.

Tres gatitos perdieron sus manoplas, y empezaron a llorar,

“Oh mamá, con pena tememos haber perdido nuestras manoplas”.

“¿Qué? ¡Perdidas vuestras manoplas, gatitos malos!

Entonces no tendréis pastel.”

“Miau, miau, miau, ahora no tendremos pastel.”

Los tres gatitos encontraron sus manoplas,

Y empezaron a gritar

“Oh madre, mira aquí, mira aquí

Que hemos encontrado nuestras manoplas.”

“Ponéos vuestras manoplas, gatitos estúpidos,

Y tendréis pastel.”

“Miau, miau, miau, ahora tendremos pastel.”

Los tres gatitos se pusieron sus manoplas

Y comieron pronto el pastel

“Oh mamá, tememos haber ensuciado nuestras manoplas.”

“¿Qué? ¡Ensuciadas vuestras manoplas, gatitos malos!”

Entonces empezaron a gritar “Miau, miau, miau”

Empezaron a gemir

Los tres gatitos lavaron sus manoplas

Y las colgaron a secar,

“Oh mamá, no te has enterado que hemos lavado nuestras manoplas.”

“¿Qué? ¡Lavadas vuestras manoplas, buenos gatitos!

Pero huelo un ratón cerca”

“Miau, miau, miau, olemos un ratón cerca…”

Una canción de niñera que todavía hoy se le lanza a los niños pequeños. El tema equivocado de “házlo mal y serás castigado, házlo bien y serás premiado”. ¡Qué comentario tan triste sobre la cultura y la civilización humana!

Así que yo fui un gatito que había perdido sus manoplas, gracias a la costura de mi abuela. Era una adepta en hacer casi todo con telas, cáñamo, algodón, pieles y lana; un día recibí un soldadito de juguete de treinta centímetros de alto. Pero no era un simple soldadito viejo, era un muñeco que había hecho ella misma. Lo tejió con lana y lo rellenó de lana. Su uniforme era una chaqueta roja brillante y llevaba pantalones azul oscuro con una banda amarilla desde lo alto hasta abajo en cada lado. Era un soldado de la guardia real con su sombrero del palacio, una cosa preciosa.

Su idea era que los niños podían tener muñecos. Tenía razón, por supuesto, y disfruté del muñeco soldado durante muchos años. Siempre estaba en guardia, por ser de la guardia real, y nunca marchó a la guerra ni siquiera en mi cabeza. Mis juegos de guerra llegarían más tarde, cuando aparté mi soldadito aun sin olvidarlo.

Bob Easton, el hermano de mi padre