11. HORIZONTES DIFERENTES

Escuela selectiva de Secundaria de Plympton

Ocurrieron muchas cosas entre los doce y los dieciséis años que fueron decisivas para el desarrollo de mi temperamento particular. Todo es impermanente, eso es cierto, y la Escuela Secundaria de Plympton, tal y como era, ha ido desapareciendo lentamente de la memoria colectiva. Se está convirtiendo simplemente en parte del paisaje histórico, cuando entonces fue mucho más.

Cuando ingresamos, los profesores masculinos estaban regresando de la guerra. Eran profesores formidables muy entregados, con sus nuevas experiencias que se unían a los que habían mantenido la escuela mientras ellos estaban ausentes. El señor Hele era el Director de los niños y la señorita Horrell la Directora de las niñas.

La señorita Horrell era memorable, una profesora espigada y dura que, en un momento dado de las sesiones prácticas para las numerosas obras de teatro en las que participé, me agarró por la oreja hasta que pude pronunciar finalmente la palabra “inexorable” de forma correcta.

Fue en “El Mercader de Venecia” de Shakespeare, haciendo el papel de Graciano (el amigo del mercader), que se enfadaba con Shylock (el judío rico) por negarse a olvidar la deuda de una libra de carne.

“¡Oh, condenado seas, perro inexorable!

Y que tu vida acuse a la justicia.

Casi me has hecho vacilar en mi fe,

Para compartir esta opinión de Pitágoras:

El que los animales encarnan

En los cuerpos de los hombres.

Tu espíritu de perro fue en otro tiempo…”

He olvidado cualquier otra palabra de mis diálogos en la obra, pero ese comentario ha quedado en mi memoria durante más de sesenta y cinco años, y con él un amor a Shakespeare que no ha menguado nunca. Hay muchos poemas a los que guardo cariño gracias al gran aprecio de la señorita Horrell por la literatura y la lengua inglesa.

Luego estaba la señorita “tía” Jane, que nos transmitió un amor por la magia de las matemáticas, mientras que el señor “Archie” Lockett, con su presentación ingeniosa y su entendimiento de la Historia, nos hizo más viva la Historia Antigua que cualquier exposición virtual, pues te transportabas ahí en tu mente sin la mínima ayuda visual.

El señor Moisy tenía un estilo relajado impresionante que nos contagiaba.

Estos profesores hacían el aprendizaje divertido. El único que me caía mal era el señor Harris, el profesor de Francés.

Como travesura improvisada, até los cordeles de la ventana a la puerta para que no pudiera entrar al aula cuando le tocaba la clase. Me envió fuera de clase, con bastante acierto, pero nunca nos llevamos bien porque me parecía que favorecía a las chicas.

Teníamos una hora de deberes todas las noches y a veces más. Alguna vez se me olvidaba, pero lo remediaba de camino a la escuela en el autobús con ayuda de mis amigos. Sí, los deberes se tomaban en serio y los resultados contaban para las calificaciones. Cada semana había exámenes en todas las asignaturas y los tres primeros estudiantes de la clase iban al despacho del Director para que les firmara. Cada tres firmas, tenías un miércoles por la tarde libre de escuela.

Durante toda mi etapa en la escuela, apenas suspendí asignaturas, y estaba claro que en esto casi siempre me acompañaban las chicas.

Tenía la gran ventaja de un tutor personal, el señor Mac Grath, tres veces por semana durante una hora, añadido a los deberes de Matemáticas y Lengua. El señor Mac Grath era profesor con gran dedicación en el Colegio de Plymouth. Hablaba un inglés espléndido y me influyó mucho en la expresión oral. Me ayudó con las Matemáticas, pero su gran contribución a mi vida fue que me enseñó a escribir correctamente con orden y estilo. Vivía con su mujer y su tercer hijo Michael en la puerta vecina. Su hijo mayor era oficial en la India y apenas les visitaba, mientras que Peter, el segundo, era policía en el norte.

Trabajé duro y aprendí bien, siempre estaba preparado para las próximas lecciones en la escuela. No me ayudó con los deberes ni una sola vez, porque nunca era realmente difícil.

Es cierto que las lecciones consumían tiempo de bajar lo más pronto posible a los campos, donde siempre había algún partido en marcha que pillar. Ahí jugábamos con una pelota de fútbol de verdad, mientras que en el campo de la escuela nos las arreglábamos con una pelota de tenis. Esta también servía para otro juego llamado Tag, en el que tenías que golpear a todo el mundo con la pelota. Al primero que golpeabas, se convertía en tu aliado. Luego le podías lanzar la pelota y correr, tratando de arrinconar a otro como tu próximo aliado, y así. Podías despejar la pelota con el puño como defensa, pero nada más.

Así pues, ves que los días en Plympton no me metían presión y aprendí, al menos en teoría, cómo ser un “caballero inglés”.

Como dije antes, mi rebelión personal se estaba cociendo a las puertas. Empecé a detestar la manera de hablar de mi padre. No era por su acento de Devon, era por su continuo intento de usar palabras que él no entendía correctamente. Esta falta en inglés se llama “malapropismo”.

Un “malapropismo” es la sustitución de una palabra por otra de sonido similar, dando como resultado una frase sin sentido aunque a veces crea un efecto cómico. Por ejemplo, el alguacil Dogberry en “Mucho ruido y pocas nueces” de Shakespeare afirma en el Acto III: “las comparaciones son olorosas”, en lugar de “odiosas”.

Debería quedar claro que todos los errores de mi padre eran inocentes y bien intencionados, y que yo me estaba convirtiendo, lentamente desde su punto de vista, en un estúpido esnob. Por supuesto no me daba cuenta y me sentía avergonzado constantemente.

Él simplemente quería ser bueno, tan bueno en todo como yo empezaba a serlo. Debería haberle ayudado, pero no lo hice. Con sus malapropismos él era noble y yo no.

Lo que me gustaría que viera el lector es que, incluso cuando las condiciones eran casi perfectas para los avances naturales y correctos, mi predisposición en este caso era la de relevar algún día a mi padre como cabeza de familia, clan y tribu. Esta tendencia se convierte entonces en una inversión de la Identidad que posee un peso terrible.