09. LA LECCIÓN INDELEBLE DE QUE LA PALABRA EN EFECTO VENCE A LA ESPADA

A los diez años, me introduje en otro mundo. Mi padre, que era un hombre brillante pero sin educación, era su propio maestro, y antes de que conociera de hecho a mi madre, había aprendido a tocar música clásica en el piano, así que no fue ninguna sorpresa que entrara en una familia musical.

A menudo mis padres y abuelos tocaban y cantaban juntos por las tardes, pues teníamos un piano. Tocaban música popular también y mi padre además dominaba el banjo. Los niños naturalmente éramos admitidos y cantábamos las canciones fáciles con deleite, tales como “It’s a long way to Tipperary” y similares.

Mi abuela cantaba bien y su canción favorita era “Only a bird in a Gilded Cage” (“Sólo un pájaro en una jaula dorada”), lo que confirmaba su postura sufragista, y “Tell me pretty maiden” (“Dime, linda doncella”) acompañada a veces de cuentos de un amigo soldado de cuando era joven y bonita, que se la cantaba a ella, con su respuesta.

Dime, linda doncella

¿Hay alguna más en casa como tú?

Hay unas pocas, amable señor,

Pero muchachas sencillas, y apropiadas también.

Entonces dime, linda doncella,

¿Qué hacen estas muchachas tan sencillas?

Amable señor, sus modales son la perfección,

Y lo opuesto a mí…

Por primera vez mi padre me irritó por su insistencia en que cantara lo que él llamaba “terceras” y a veces “segundas”. Nunca estuve seguro si era el sonido lo que no me gustaba o era su orgullo e insistencia.

Por supuesto ahora comprendo que se estaba divirtiendo, pues había aprendido música él solo sin tutor, por prueba y error. Las terceras son la armonización más común en música, y cuando armonizas una melodía tienes que saber la clave de la canción y usar terceras diatónicas. Sueña extraño y no significaba nada para mí entonces, pero todo lo demás sí parecía entenderlo.

Supongamos que estás cantando una canción con una tonalidad en SI menor. La melodía vocal se compondría en la escala de SI menor (SI-DO#-RE-MI-FA#-SOL-LA). Cuando la voz principal canta la nota SI, la segunda voz la armonizaría cantando la nota RE (la tercera en esa escala).

Luego si la primera voz canta la nota MI, la segunda voz cantaría un SOL (la tercera nota desde la primera voz). Si no lo entiendes, no importa.

Quizás reflexionando, estaban ocurriendo dos cosas, pues era el momento. El puesto de mi padre como líder estaba siendo cuestionado. El futuro rey se estaba preparando para destronar al padre.

Has leído sobre ello en Historia y Literatura, pero hasta después no comprendí su fuente real y no vi los primeros síntomas.

También jugábamos a juegos de mesa por las tardes; entre ellos el parchís, al que todos nos uníamos con regocijo, mientras que el “serpientes y escaleras” (especie de juego de la oca, las serpientes te retrasan y las escaleras te avanzan) siempre contaba con menos preferencias. Ganar no era aún importante para ninguno.

La familia estaba completamente integrada, y con la suave persuasión de mi abuela, aprendí a ayudarla a enrollar los hilos de las madejas para formar ovillos de lana, y luego a hacer nudos y también ganchillo de crochet. Tejí varias bufandas, saltándome puntadas aquí y allá, pero a ella nunca le importaba.

En la cocina también hacía de ayudante, de nuevo con su suave persuasión, y aprendí a preparar bollos y pasteles con moras y frambuesas que recogíamos a diario y poníamos en grandes cestas de mimbre. Mi abuela había aprendido bien el oficio de sastre, así que tenía mano para arreglar cualquier tipo de prendas, pues aunque mi padre conseguía bastante dinero de la pesca, nunca usaba el dinero para nada que no fueran necesidades familiares sencillas. Lo que sí compró fue un coche, un Talbot Sunbeam, para salir por ahí ocasionalmente. Es extraño que recuerde el número de la matrícula: CJY 351. También teníamos un perro, un Terrier Airdale llamado Rex, al que nunca conocí bien pues murió de “moquillo”.

Por alguna razón desconocida para mí, nos habíamos mudado de casa. Mi padre había comprado un duplex de dos plantas en Elburton (un barrio de Plymouth), en la carretera a Dunstone, y estaba contento plantando vegetales y flores y ocupándose de sus gallinas. Las gallinas eran de la raza Rhode Island Reds, que manteníamos en un gran recinto al final del jardín. Aprovechaba sus excrementos para fertilizar el jardín y los huevos para consumo propio, pues nuestro desayuno consistía en huevos, bacon y tostadas. Mi hermano David y yo disponíamos de habitación propia, cada una con chimenea.

Muchas noches jugaba al Subbuteo (fútbol de mesa con jugadores en peanas) con mi hermano frente a un fuego rugiente. Son recuerdos entrañables. Teníamos nuestros equipos favoritos y el mío era el Dynamo de Moscú.

En cualquier caso, esto son los antecedentes para mi cambio de escuela, un gran cambio, una escuela pública. La razón era que mis padres querían que hiciera la reválida para entrar en la enseñanza secundaria después de los 11 años, y mi escuela infantil, aunque era una privada buena, no lo permitía. Así que cada día iba a la nueva escuela en el autobús y coincidía con amigos bastante diferentes.

El primer día lo recuerdo bien, en la escuela pública Hooe, pues durante el recreo en una caseta de chapa en la parte trasera, me encontré con el chulo de la escuela. Como niño nuevo supongo que tenía que demostrar mis condiciones.

Nunca hasta ese momento había luchado y nunca me había enredado en un desacuerdo importante con nadie. Incluso con mi hermano, que era un muchacho sensible y dulce, siempre jugábamos en paz sin rivalidad.

Ni siquiera consideré el luchar como una alternativa, pero tampoco pasó por mi mente el correr, o el ser víctima de una paliza… así que hablé.

No tengo ni idea de lo que dije, pero algo pasó, pues fue una nueva experiencia para el chulo y para los otros niños que habían acudido para ver lo que estaba pasando al grito de “¡pelea… pelea!”

En cualquier caso, tras algunas frases sin réplica, muchos se pusieron de mi lado en la discusión unilateral mientras su beligerancia y amenazas continuaban.

Entonces pasó lo nunca visto. Otro niño tan grande como el chulo avanzó y hubo pelea, pero no conmigo, con el chulo, que perdió con la nariz sangrando antes de que los profesores llegaran al rescate.

Fue extraño lo claro que estaba en mi cabeza que no tienes que luchar y luego que las palabras pueden vencer al final, al menos para mí. Fui un éxito inmediato con las chicas de mi edad y ese año comencé una amistad con dos chicos en particular, David Strange y Raymond Farnwell, y más adelante en la escuela secundaria en la que entramos.

Tanto impresionó mi acto de paz a las chicas que un día algo después me puse grosero con el encargado del autobús de la escuela por insistir en romper su regla de que los niños no podían sentarse atrás del autobús.

Me echó del autobús y tuve que volver a casa caminando. Para su gran sorpresa, cuando ya no podía echarse atrás, ocurrió una pequeña revolución y la mayoría de las niñas se bajaron del autobús para caminar conmigo hasta casa.

Las palabras lo conquistan todo, fue una lección nunca olvidada. Pero ahora sé que las palabras pueden conquistar también la paz.

Aquel año fue preparatorio, pues mi padre amaba las matemáticas y había aprendido por su cuenta. Yo naturalmente tenía que ser un genio. No me entusiasmaba su método pero funcionó.

Tenía que ignorar todo excepto los números y luego tenía que recorrer todas las tablas de multiplicar sin parar tan rápido como fuera posible. Esto significaba, por ejemplo, que tenía que recitar la tabla de multiplicar del 3 así:

1-3-3,2-3-6,3-3-9,4-3-12,5-3-15, etc. hasta llegar al doce. No me permitía ni siquiera decir “treinta y seis” después de “tres doces”. El resultado tenía que ser tan rápido como para decir “tres seis”. Si era lento, entonces golpeaba una regla de madera en la mesa cercana a mí hasta que mi velocidad fuera la correcta… Cuando lo conseguí todo entonces empezaron los verdaderos deberes. Me lanzaría números aleatorios y el resultado tenía que ser inmediato. Funcionó, no había nadie mejor en matemáticas.

Aprendió navegación celeste por su cuenta y aprobó el examen de capitán, así que no era cuestión simplemente de hacer lo que dijera, él se ponía como ejemplo.

Tenía once años, aún al final de la edad del desarrollo donde puedes caer presa de la codicia y hacerse una parte de tu carácter. Fui afortunado, pues la codicia no cabía en nuestra casa y mi padre, madre, abuela y abuelo ansiaban pocas cosas, excepto el estar unidos como familia. Así que tuve dos padres y dos madres y por eso honro a los cuatro. Mi hermano en este momento tenía nueve años y mi hermana Christine llegó al mundo, pero no hubo cambios en mi estilo de vida.