06. UNA LECCIÓN INDELEBLE DE AMABILIDAD

Uno de los ciervos a la entrada de Stag Lodge

Está muy claro que mi padre fue mi modelo y jugó un papel central en la construcción de mi carácter. Estoy seguro que ocurre lo mismo en la mayoría de las familias, pero dado que mi carácter de base como primer hijo de un padre de aversión e inteligencia natural era firme, yo reflejaba su imagen. Al igual que Marco Aurelio, puedo apuntar ahora a los momentos en el pasado en que aprendí las lecciones indelebles. Eso no construye la perfección, pero construye ciertas fortalezas y tendencias.

Mi padre siempre hacía las cosas a lo grande y con empeño. En Navidad no poníamos calcetines para los regalos, sino fundas de almohada. Lo celebrábamos sin Cristo, como lo habríamos hecho en la fiesta judía Hanuka, si él la hubiera conocido. Teníamos el árbol más grande posible, adornado en toda su dimensión radiante con una estrella brillante coronando la cima.

Tres ocasiones en el año eran especiales: la fiesta de la Cosecha, la Semana Santa y la Navidad. No era por razones religiosas, sino solo porque todo el mundo quería disfrutar de la excitación infantil. En otras palabras, estaban contentos si los niños estaban contentos, y para mi padre eso se refería a todos los niños. Tenemos que recordar aquí la importancia de la lección repetida en el Dharma, “estar contentos cuando otros están contentos correctamente”.

La Navidad era el momento para mi hermano y para mí, junto con otros niños que conocía, de compartir también con sus padres. Así que, cuando se acercaba la Navidad, salíamos a buscar nueces y otros frutos naturales del invierno.

Un terreno memorable para recoger frutos se encontraba cerca de Stag Lodge (la Mansión de los Ciervos), que yo adoraba. Siempre planeaba que algún día compraría Stag Lodge. Solía fijarme siempre con admiración en aquellos magníficos ciervos conforme montaba en bicicleta y soñaba.

Al final del sueño, yo con mi pareja compraba la finca. No hay ciervos en la entrada, pero la edificación del Seminario Mahabodhi tiene esa misma magia del pasado para mí, ya que los antiguos muros de piedra de las dos casas aún transportan la energía de sus constructores.

En cualquier caso, justo al pasar la Mansión a la izquierda siempre estaba una gran puerta de madera rota y abierta hacia los bosques repletos de tesoros: las castañas, castañas pilongas, los amentos (espigas de flores) de sauce y abedul, nueces, y las ramas de uno de mis árboles favoritos, el acebo, con sus fuertes hojas verdosas y sus bayas rojas brillantes.

Volvíamos a casa tras cargar nuestros tesoros, y no había cuadro en el hogar que no fuera adornado con acebo, ni jarrón que no tuviera los fascinantes amentos.

Ahora todo eso ha desaparecido y la civilización ha convertido la preciosa hierba y los setos en carreteras de cemento para los coches. Simon y Garfunkel lo dicen claro con su música: “¿Cuándo aprenderemos? … ¿Cuándo aprenderemos alguna vez?”

Por aquella época la familia por parte de mi padre había desaparecido de nuestras vidas, excepto mis tíos Rose, los gemelos Charlie y Albert y algún otro hermano más, que trabajaban en los barcos de mi padre, el Seaplane, el San Pedro, el Isabel (mi favorito), así como Mi Delicia, por supuesto.

A mi padre le gustaba dibujar, sobre todo barcos altos, pero en Navidad pintaba de nuevas la pared completa de nuestro cuarto de estar con el Papá Noel y sus renos. Luego, con partes estratégicas cubiertas de pegamento, todos compartíamos la tarea de lanzar lentejuelas y brillantina. Nunca supe quién lo retiraba todo después, porque nunca tomé parte en ello.

Mis abuelos se habían mudado a Colesdown Hill antes que nosotros y habían alquilado la parte trasera de una bonita casona antigua. Recuerdo el jardín conde había un árbol grande. Mi abuela lo llamaba el rompecabezas del mono, explicando que era el único árbol que el mono no puede escalar.

Tenía unos cuatro metros de altura cuando yo era un niño y pueden vivir durante mil o dos mil años, alcanzando los treinta y cinco metros. Siento la certeza de que alguien lo habrá talado ya, pensando en que su aspecto es feo o que no encaja en el jardín. Ese es el precio del progreso.

Les visitaba a menudo, mi abuelo solía fabricar soldaditos de plomo con varios moldes que tenía mientras que yo los pintaba guiado por él. También le ayudaba a hacer cigarrillos con una maquinilla que poseía, pues era más barato que comprar los que le gustaban. Como resultado, tenía varias colecciones de cigarrillos, así como de sellos. Recuerdo sus cromos de tenis, criquet, y de futbolistas también. Tenía muchos, aunque quizás los que más me encantaban eran los de trenes, porque parecían más misteriosos.

Mis abuelos participaban en todo lo que hacía nuestra familia. Con otros amigos llamados los Bond, jugaban a todo con las cartas, incluso recuerdo un juego que llamaban los Desnudos. Cuando ya me habían mandado a la cama a la hora de dormir, salía sigilosamente y escuchaba debajo de la mesa. Era un juego bastante inocente, en el que los dibujos desnudos contaban en tu contra al finalizar el juego. Creo que la versión normal se llama los Corazones.

Mis padres también plantaban vegetales en nuestro jardín trasero, mi hermano y yo plantábamos flores. Toda la elección era nuestra, y yo elegía la flor del pensamiento, delicada y colorista. Cuando se abrían otras flores en el campo, tenía la idea de que podía fabricar perfumes. Por supuesto no sabía cómo, pasaba horas apretando los pétalos de las flores y disolviéndolos en agua. Luego se los entregaba a mi madre y mi abuela como regalo. Disfrutaba haciéndolo y dándoselo, y ellas disfrutaban recibiendo estos perfumes improbables.

Ya ves, eso es otra cosa que aprendí. Comprar algo para regalar no es bueno en absoluto, debe haber una entrega plena de uno mismo en el acto de dar.

Otro acontecimiento importante tuvo lugar en mi noveno cumpleaños. Todos mis amigos con sus hermanos estaban invitados a mi fiesta de cumpleaños en la cima de la colina Colesdown. Como era usual, teníamos todo tipo de juegos y premios, mi padre los reunió todos, desde el “Ponle la Cola al Burro” hasta la “Llamada del Cartero”, probablemente el comienzo de mi aprecio por el lado divertido de la vida.

La fiesta estaba en pleno apogeo cuando mi padre llegó con una niña pequeñita, en realidad un año mayor que yo. Se llamaba Thelma Johns, una niña preciosa. Gracias a ella, aprendí una gran lección. Parece que mi padre la había encontrado al pie de la colina llorando desconsolada, así que naturalmente se detuvo y le preguntó qué le pasaba. Ella le contó que en lo alto de la colina había una fiesta en marcha y que no estaba invitada.

Así que quedó invitada en ese momento y entró con tal alegría que se hizo evidente la amabilidad de mi padre, igual que el valor de ser amable sin cognición.

Asimismo había una prueba de justicia social en su acto, porque la niña no procedía de una familia rica. Ella se convirtió en la reina de la fiesta y más tarde llegaría a ser mi primer amorcito, tras empezar a dejarnos notas cariñosas en los huecos de los muros de piedra. Para ello teníamos la colaboración del grupo de amigos de cada uno, quienes ahora se habían despertado al hecho de que había chicos y había chicas.

Ahora es diferente. En aquella época, las relaciones de amores y besos empezaban cuando tus amigos y los de ella escribían cuidadosas notas declarando “Thelma te quiere” o “Arthur te quiere”, lo que uno inmediatamente negaba, por supuesto.

¡Oh! ¿Dónde se ha ido esa belleza inocente?