07. LA LECCIÓN INDELEBLE DE MIEDO, VERGÜENZA, TRAICIÓN E INJUSTICIA

Mi abuelo había sido un gran coleccionista de sellos y tenía un álbum que me pasó a mí. Fue un acontecimiento importante, porque como resultado, lentamente, creció un hondo afecto por el mundo, el misterio de la aventura, por la naturaleza y la belleza, siendo causa esto último de muchos peligros y trampas.

Fui a una escuela privada llamada Warren durante y después de la guerra. Una escuela pequeña de la que recuerdo poco, excepto que gané un premio por algo, un libro de Walter Scott, Ivanhoe. Probablemente era demasiado joven para captar la historia realmente bien.

Pero en esa escuela había una niña que un día se trajo su colección de sellos. Me fijé en ella y me cautivó la hermosura del sello mostrado en la foto. Estaba ahí frente a mí. Nunca antes había visto algo tan magnífico. La tentación era grande. Sabía exactamente lo que estaba haciendo y lo robé.

Te aseguro que el karma funciona. Por un rato aquel día experimenté la intranquilidad de un ladrón en posesión de su trofeo; más tarde, cuando la niña descubrió que el sello había desaparecido, realmente sentí un miedo hondo que nunca había experimentado antes. Reaccioné inmediatamente, no con valentía ni honor, y huí, quemando el sello. Nunca lo encontrarían.

Nunca me descubrieron, pero viví con el karma de una vergüenza increíble. Ese es el castigo del karma… No se trata de que hagas algo y luego recibas alguna justa recompensa o castigo externo. Las consecuencias del karma son que sufres y sufres; lo cierto es que la vergüenza de aquel momento condujo a muchos momentos futuros en que recordaba el incidente con vergüenza. Miedo y vergüenza. ¿Qué aprendí? Creo que en ese momento no fue que el robo socialmente fuera incorrecto, sino que en alguna parte dentro el sistema sabe lo que es correcto, y la consecuencia es la vergüenza. No es un sentimiento de culpa, pues eso se limpia fácilmente.

Durante esa época ocurrió un segundo incidente. Los niños solíamos caminar desde Elburton, a través de Plymstock, hasta casa en Colesdown Hill. Me gustaban las niñas y tenía algunas amigas; durante el paseo, una de las niñas tenía un problema de Geografía que le preocupaba. Supongo que los niños éramos más serios en aquella época. En todo caso decidí resolver su problema.

Colesdown Hill en Devon (Inglaterra)

Estábamos pasando por una casa grande con muros coloreados de hiedra, que pertenecía a un médico; así que sin preocuparme, entré, llamé al timbre y le conté el problema a la persona que abrió la puerta, educadamente y en orden. Supongo que él era el médico, sonrió, entró en la casa y regresó tras unos momentos con la respuesta de su biblioteca.

No pensé nada más sobre eso, pero al día siguiente, me llamaron al despacho del director. Alguien de nuestro grupo se había chivado, estoy seguro de que fue una niña (el honor de un niño no permite semejante traición). Como resultado me golpearon la mano con la vara por una decisión incorrecta. El castigo fue justo y lo acepté. No les conté nada a mis padres, pero aprendí una gran lección.

Primero, que las buenas acciones con buenas intenciones a menudo no quedan sin castigo… y segundo, que las chicas, que llegarán a ser mujercitas, poseen una mente extraña y un modo de pensar sórdido, con una competencia celosa entre ellas, bastante diferente a la competencia entre chicos.

Otra cuestión que consideré fue: ¿habría entrado a la puerta del médico si el problema desconcertante hubiera sido el de un chico? Lo dudo mucho. Ya ves que me encontraba yo bajo el hechizo de la atracción femenina. Un pelo largo y una cara bonita eran suficientes para destruir mis defensas.

No consolidé la lección entonces, pero un pequeño germen de información se ordenó en su sitio.

Disfruté de mi primera experiencia auténtica interpretando aquí en esta escuela, y aprendí a entrar realmente en el papel que estaba interpretando. Quizás fue la experiencia de la guerra, quizás fueron los juegos de niños con espadas de madera y tapas de cubos de basura, quién sabe, pero la actuación se consumó. Quizás fue el sentimiento que había experimentado más temprano por una canción.

Canté y disfruté por primera vez sobre el escenario, vestido por mi madre y mi abuela, con una refinada espada y un magnífico arpa hecho por mi abuelo. Mi papel era el de un niño trovador.

Recuerdo bien la canción y el sentimiento que me trajo.

El niño trovador a la guerra se ha ido,

En las filas de la muerte le encontraréis;

La espada de su padre se ha ceñido,

Y su arpa fantástica colgada a la espalda;

“¡Tierra de Cantos!” dijo el juglar guerrero,

“Aunque todo el mundo te traicione,

Una espada, al menos, tus derechos guardará,

¡Un arpa leal te elogiará!”

¡El trovador cayó! Pero las cadenas del enemigo

No pudieron arrastrar su alma orgullosa;

El arpa que adoraba nunca habló de nuevo,

Pues rompió sus cuerdas en pedazos;

Y dijo “Ninguna cadena te ensuciará,

¡Alma de amor y valentía!

Tus cantos se hicieron para los puros y libres,

Nunca sonarán en la esclavitud”.

El amor por la poesía nació, no por la poesía en sí misma, sino por el mensaje que a menudo contiene. No eran precisamente cosas de la Gameboy, pero es que eran otros tiempos.