El anónimo

Un día como otro yo leía mis cartas

rascándome una ceja, solo y en voz alta,

y el último papel que me cayó en las manos

era una carta anónima, en lenguaje claro.

La escribía una mujer de timidez muy obvia,

que hablaba de su vida con tan poca gloria;

se dibujaba lágrimas y a veces risas,

con tanta sencillez como con tanta prisa.

Cuántos papeles he recibido:

fotos y textos, firmas de adorno,

cuántos pedidos.

Cuántos honores y vanidades;

cuánto espejismo; cuánto juguete

de los mortales.

Aquella muchacha no pedía mi rostro

ni letras olvidadas ni inútil autógrafo.

Decía que, con lágrimas o con sonrisas,

mis cosas para ella siempre eran las mismas.

En su trabajo el gusto le conocen tanto

que corren a buscarla cuando en radio canto;

en su casa le dicen que me rinde culto

y eso hace que me sienta el autor de un hurto.

¿Con qué derecho, con cuál astucia

provoco encantos, provoco sueños,

provoco angustias?

¿Con qué derecho otros fantasmas

quitan y ponen a sus antojos

vida en el alma?

Me conmovió su gesto desinteresado:

escribir y verterse, sin pedir a cambio.

Decía -como hablando de un imposible-:

"...y me hubiera hecho infinitamente feliz

que tú un día me hubieras escrito una canción..."

...Y aquí está la canción, lo que un poquito cruda

porque la realidad se ha de cantar desnuda.

Sobrecoge pensar que de piedra brillante,

porque es piedra y brilló, se crea que es diamante.

Cuántos papeles he recibido:

fotos y textos, firmas de adorno;

cuántos pedidos.

Cuántos honores y vanidades:

cuánto espejismo; cuánto juguete

de los mortales.