Testamento

Como la muerte anda en secreto

y no se sabe qué mañana,

yo voy a hacer mi testamento,

a repartir lo que me falta

—pues lo que tuve ya está hecho,

ya está abrigado, ya está en casa—.

Yo voy a hacer mi testamento

para cerrar cuentas soñadas.

Le debo una canción a la sonrisa,

a la sonrisa de manantial, esa que salta:

le debo una canción a toda prisa

para que quede que estuvo cerca, agazapada.

Le debo una canción a lo que supe,

a lo que supe y no pudo ser más que silencio:

le debo una canción, una que ocupe

la cantidad de mordazamor de un juramento.

Les debo una canción a los pecados,

a los pecados que no gasté, los que no pude:

les debo una canción, no como hermano,

sino de sal que el delectador también alude.

Le debo una canción a la mentira,

a la mentira pequeña, frágil, casi salva:

le debo una canción endurecida,

una canción asesina, bruta, sanguinaria.

Le debo una canción al oportuno,

al oportuno mutilador de cuanta ala:

le debo una canción de tono oscuro

que lo encadene a vagar su eterna madrugada.

Le debo una canción a las fronteras,

a las fronteras humanas, no a las del misterio:

les debo una canción tan poco nueva

como la voz más elemental de los colegios.

Le debo una canción a una bala,

a un proyectil que debió esperarme en una selva:

le debo una canción desesperada,

desesperada por no poder llegar a verla.

Le debo una canción al compañero,

al compañero de riesgos, al de la victoria:

le debo una canción de canto nuevo,

una bandera común que vuele con la Historia.

Le debo una canción, una, a la muerte,

una a la muerte voraz que se comerá tanto:

le debo una canción en que hunda el diente

y luego esparza con la explosión fuegos del canto.

Le debo una canción a lo imposible,

a la mujer, a la estrella, al sueño que nos lanza:

le debo una canción indescriptible

como una vela inflamada en vientos de esperanza.

(1976)