Buenos días Isel

(Enrique Núñez)

Los ojos se me cierran

y mis dedos no responden

a mi cerebro cansado.

Hace tres horas

vi por última vez tu rostro

y vi apagarse la luz de tu cuarto

y seguí esperando hasta que todo fuese

silencio y tú.

Es inútil que quiera incorporarme,

echar a andar.

Es mejor esperar el soplo

cálido del alba.

Es mejor que no llegue a mi cuarto

esta noche.

Es mejor que no te vea

años atrás.

Es mejor estar aquí,

velando tu sueño,

Isel.

Siento que tengo fiebre,

me lagrimean las pupilas

y un latido incesante golpea

en mis sienes.

Mis manos hacen una sola,

el millar de pequeñas gotas

que han perlado mi guitarra

que ahora tiene un brillo extraño

y despide un resplandor a momentos

y luego se apaga.

Ya no tengo fuerzas

para levantarme

y es tu imagen

es tu sueño de niña buena

el que me obliga

a dormir un poco.

Y ahora estamos juntos,

caminando de noche

por un bosque inmenso,

con los pies desnudos, mojados,

por las hojas muertas del sendero;

tú estás vestida de blanco, Isel.

Y tu sonrisa constante

me hace temblar de dicha.

Y puedo contar, que sé yo,

cuantos destellos

salen de tus ojos.

Y con mis labios

dibujo tus labios

y una lluvia fina

nos viste de agua

a los dos.

Temblando de frío

nos sentamos,

eternamente,

bajo un tronco viejo

y me tomas de la mano

corriendo entre los árboles,

me llevas a la orilla del torrente

que baja del cielo

como un fragor que a veces

pronuncia palabras.

Y te siento estremecer

cuando escuchamos claramente

cómo dices

que estoy vivo.

Y sentí miedo,

—lo sigo sintiendo ahora—,

cuando me despierto

y todavía no amanece.

La luna ya no está

donde la dejamos

y me duele el cuerpo.

Despertar con miedo

es terrible, Isel.

Es terrible contar los pasos

hasta mi casa,

no volver la cabeza

y, aunque no quiera,

tener que ver un fuego fatuo.

Y correr

para besarte

años atrás.

Y empapar de mí,

tu imagen.

Buenos días,

Isel.