El seguidor de arcoiris

El seguidor de arcoiris se lava las manos

con agua de lluvia y, sin sacudirse

del polvo nocturno, remonta el camino

que hizo la muerte, por ser la primera

que abriera una trocha en la selva

en que habría de alzarse la vida.

El seguidor bien lo sabe y respeta

su signo en la puerta —su puerta con signo—.

Y no sabe de nada.

Y no sabe de nadie.

En el fondo y en la superficie está más

solo que un simple muerto.

Quizás los matices que busca los halle

en las alas de un ángel, entre los demonios

o en otro universo mejor.

Su pobre arco iris tiene dos colores:

el negro y el blanco,

y es triste la lluvia pintada de grises.

Qué cosa más triste —qué triste y qué cosa—.

El seguidor ha cargado los hijos ajenos

sobre sus rodillas gastadas pasando.

«Quien siembre semillas tendrá que regarlas».

Cuando lo recuerda vacía sus bolsillos al suelo,

rompe los papeles al polvo, la hoja de afeitarse,

aunque son sólo escombros que halla

rodando en cunetas de cualquier camino.

Qué miedo a quedarse —quedarse qué miedo—.

El seguidor de arco iris siempre se despide.

Nadie lo conoce a mitad de saludo.

Es un vagabundo lleno de recuerdos

que será olvidado por ser tan ligero,

por no usar corbata ni polvo en el ceño,

por irse a llorar donde lloran los perros:

al fondo de un patio —un patio sin fondo—.

(1969)