MI SOMBRA TE HA DE HACER FALTA de Lucrecia Maldonado (1998)

Mi sombra te ha de hacer falta de Lucrecia Maldonado

Lucrecia mira, observa, percibe, reconoce; camina por las calles, se mete en algún recoveco, en una rincón de la ciudad, en un pasaje que termina en un viejo patio, entre dos amantes. Entonces procesa. A veces Lucrecia alza los ojos, o los cierra, y piensa en algo más de lo que le rodea, en un mundo que no ha cesado de girar —de allí sus primeras cuatro narraciones—. También Lucrecia añora, o recuerda, o imagina. O, tal vez, sueña. Así pienso que nacen sus relatos: tomando lo que está fuera y lo que se ha quedado adentro. Mientras tanto, el libro que algún momento será, espera: los libros, aunque estallen los volcanes interiores y lo exijan nuestros fantasmas, se hacen sin prisa. ¿Cuántas historias y cuántos personajes fueron marginados o no llegaron a crecer? No lo sabremos nunca. Quizá la autora tampoco. Sabemos ahora únicamente de doce cuentos, divididos en cuatro secciones, de un título —Mi sombra te ha de hacer falta—, y que Lucrecia Maldonado ha escrito un segundo libro y está nuevamente con nosotros.

La primera impresión, por lo menos con respecto a su anterior obra —No es el amor quien muere—, es de una mayor soltura; de que se ha dado un proceso de apertura que se refleja en la temática y también —no es fácil separarlas— en la forma de crear los personajes y de contar las historias, apertura que no desmerece su libro anterior ni abona a favor de éste: simplemente, en ese sentido, me han parecido diferentes. Y esto, por principio, es bueno: escribir es un peregrinaje inacabable.

La segunda impresión confirma una característica propia de la autora, hondamente enriquecedora de sus creaciones, y que demuestra, una vez más, la presencia de una gran sensibilidad al servicio del talento y del oficio: su vinculación directa con la vida —la verdadera vida, la de todos los días (¿hay otra?)—, relación que, en este caso, parece irrenunciable, definitiva; atadura que, además, por no ser autoimpuesta o artificiosa, nace posiblemente de las mismas sensaciones de Lucrecia Maldonado, de los años vividos, de su actitud ante las cosas, de alegrías y torturas, incertidumbres, alumbramientos y ocasos. Basta leer la dedicatoria de la obra para confirmarlo.

Cristo como hombre (lo único que cuenta en definitiva) es recreado en La Trampa. El cuento, que nos lleva a recordar a La última tentación y la imagen de un ser que puede reír, bailar, dudar y amar, está desarrollado en dos planos: la historia tal como cuentan los evangelios, por un lado, y, por otro, el drama interno del personaje en busca de respuestas y explicaciones. No hace falta un desenlace inesperado. Todo el relato lleva hacia la meditación.

1939, con la sombra de Antonio Machado que falleció justamente ese año, escrito en su honor y a él dedicado, tiene un arranque que promete, una concepción de gran originalidad, pero la historia que cuenta desdibuja en cierto modo, por el sentimentalismo contagioso de las citas del poeta, la tragedia escondida de quien, después de haber perdido esposa e hijos en la guerra civil española, llega de exiliado a un medio extraño, a Quito, donde no conoce a nadie, con una de las obras de Machado bajo el brazo, regalada por él mismo antes de morir.

Califícate es una crítica bien lograda del militarismo y del fascismo criollos, torpes e inhumanos, contada en dos planos, con el condimento novedoso del lenguaje humorístico popular que sirve de contrapunto para un final trágico.

En un dos por cuatro, esta vez con la sombra de Gardel, es un relato muy bien estructurado en el cual se insertan textos de tangos y pasillos, situado en el Quito de los cuarenta. Sobresalen las figuras de los personajes y la reproducción del ambiente de la época. El final es excelente y deja en el lector un sabor que perdura.

En estos cuatro textos, la autora ha buscado, rompiendo épocas y espacios, escaparse de los temas y personajes que normalmente constituyen los ambientes de su narrativa: los de la vida diaria. Son aventuras tras nuevos mundos y formas, con la dosis, muy característica de su prosa, por cierto, de una sólida y enriquecida imaginación.

El amor —¿se escribe sobre otra cosa, además de la muerte?—, es el tema recurrente de los restantes cuentos. La indefinición sexual, resuelta al fin a través de una relación, aparece en Ni sombra de lo que eras, en el cual se introducen elementos de humor e ironía que matizan el texto y una pintura bien trazada de los dos protagonistas. En El café se hace patente la complejidad del ser humano, los caminos extraños por los cuales puede recorrer la mente y la siquis de los seres, ajenos muchas ocasiones a la percepción directa de los mismos protagonistas. Los ex es nada más que un relámpago, una instantánea, en el cual la cortedad —trece líneas— no es obstáculo para cierta perplejidad que queda en el ambiente: ¿espejismo de lo inexistente o realidad tomada al vuelo, casi en la duración de un suspiro, de una mirada? En Bus escolar resalta la inventiva de una historia que, pudiendo ser de todos los días, se convierte en única, irrepetible. Cortazariana, que acaso podía manejar el contraste o la ambigüedad con una de las situaciones de los relatos de Cortázar, anticipa el final y distorsiona el misterio que apenas se insinúa.

Los primeros premios, en su orden, merecen Mi sombra te ha de hacer falta..., La otra y Ese maldito gusto por la música. Y los merecen porque, más allá de las cualidades narrativas, del buen uso de la palabra, de los conocimientos técnicos, del oficio, está algo sin lo cual escribir no sería sino un recorrido más o menos superficial alrededor de mundos y personajes más o menos interesantes —siempre el más o el menos juntos—algo que es savia, nervio, vuelo y espesura de la aventura de escribir: la imaginación. “¿Qué nos haríamos nosotros sin la imaginación?”, dice Eliécer Cárdenas en Diario de un idólatra. Quien escribe no puede ser un simple repetidores, ni un cronista de la vida y sus cosas, ni un historiador de experiencias propias o ajenas... Es, tiene que ser, mucho más y eso requiere inventiva, don de superar los límites, audacia, poder de transgresión. Y, sobre todo, Lucrecia Maldonado tiene eso, imaginación, alas, multiplicidad de alas.

En Mi sombra... sobresale la organización del conjunto, el entramado del argumento escogido. Se da un persistente ambiente de angustia y misterio entrelazados. La “realidad” y lo fantástico se entrecruzan. Las coincidencias no son coincidencias: tienen que ocurrir, aparecen como anillo al dedo (Líchigo). Los contrastes, por opuestos que parezcan, se complementan (Lucía y Pajarita); y los elementos comunes son naturales, sin artificios (los niños de la una y de la otra, el mundo de Marcelo y el otro). Todo es diferente y todo puede ser lo mismo...

La otra es un relato que encierra algo no revelado, una carga no delatada, un motivo que recorre por debajo de la insólita historia, una fuerza que explica lo inexplicable, que explica también cierto tono lúdico del cuento. Basta una palabra para decirlo: ternura. Lucrecia, en esta historia, ha contado otra historia, una que corre por debajo, sin palabras, y que va más allá de..., pero que está claramente expresada. Se dice lo que no se dice, y tras lo callado hay mil historias que contar o una sola historia que puede durar toda una vida.

Ese maldito gusto por la música, dedicado a quien esto escribe, fruto —según confesión de la autora— de una conversación (que resultó una semilla), que se extravió de mi mente y donde reconozco a Piazzolla, VillaLobos y el Cuarteto para cuerdas de Samuel Barber —de lo que seguro no hablamos, porque los pequeños milagros son los únicos milagros que existen—, tiene un texto de magnífico ritmo. La cadencia de frases y palabras se ajustan a lo contado, más todavía, existe una correspondencia precisa entre el contenido y la forma. Hay temas que imponen los puntos de vista, las formas (posiblemente todos), y Lucrecia ha tenido el talento de descubrirlo.

Gracias, Lucrecia, por este libro. Gracias a Marco también, que pone más alas a las alas. Gracias por “ese maldito gusto...”

Quito, octubre de 1998.