De Edgar Freire R. (2008)

Respuestas al cuestionario de Edgar Freire R.

Marzo 2008.

(INÉDITA)

¿Quién le motivó a la lectura?

No lo sé. Posiblemente nadie. Pensaría que fueron las palabras las que me buscaron. Antes de aprender a leer, abría el periódico con mis brazos y simulaba leer. Conservo la constancia en una fotografía. A los siete años sabía de memoria todos los letreros de la ciudad. Mi padre tenía muchos libros y fue un buen lector, pero conservaba el Índice de los libros prohibidos por la Iglesia. Yo lo consultaba a hurtadillas para comprarlos. Todavía conservo los Ensayos de Unamuno, mutilados con una hoja de afeitar. Mucho tiempo más tarde leí a Julian Barnes en un ensayo sobre Flaubert: “Ningún libro bien escrito puede ser peligroso”. De la infancia, no conservo en el recuerdo libros determinados, salvo los evangelios que debíamos aprenderlos de memoria en la escuela y que yo a veces trataba de corregirlos.

Fueron, pues, simplemente las palabras, los libros, sus pastas, las hojas que se pasan con los dedos, las páginas que se pueden abrir. ¿El misterio, la magia, la sorpresa que aguarda, esa otra vida que llegó después? Libros lujosos, intocados quizás; libros gastados también. Ediciones baratas de esa época que en ocasiones las vuelvo a encontrar emocionado en los anaqueles de algún tío muerto. Eran, en suma, los libros en sí. De niño, leía todo cuento infantil que caía en mis manos, pero no tuve una guía, entre los cuales hubo alguno que describía un animal imaginario hecho de partes de todos los demás, con un nombre de once sílabas que aún lo tengo en la cabeza. No tengo el recuerdo que alguien, en casa o en el colegio, haya puesto un libro en mis manos. La vida era muy simple, sencilla, inocente. Hasta cierto punto inconsciente. Se pensaba poco. Se cuestionaba menos y el tiempo era una plácida tortuga. No recuerdo de las lecturas obligadas del colegio. Los libros como tales comenzaron a llegar a los diez y seis años, época en la cual descubrí también la música, a Bach, a Beethoven, a través de los discos de pizarra. De Beethoven leí tres biografías que aún las conservo. O sea, al momento de iniciar, por lo menos en mi caso, el camino interminable hacia el encuentro de sí mismo. Empezó a llegar la vida, la sensación del amor, la levedad del deseo, las preguntas, seguramente los primeros golpes, las incertidumbres tempranas. Y con todo eso vinieron los libros… La sospecha de que había algo más y de que solamente vivir no es suficiente… Debo confesar que desde muy temprano busqué ese “algo más”. Comencé por la religión, y la fe comenzó a acabarse antes de los dieciocho.

Sin duda demoré demasiado tiempo en ciertas confirmaciones. Cuando entendí que las palabras no únicamente pueden nombrar a los seres y a las cosas. Cuando supe que tienen distintos significados, que pueden mentir, ser huidizas, tramposas, engañeras. Que cambian. Que esconden, sobre todo, silencios. Que pueden unirse en frases, desdoblarse, multiplicarse. Que son capaces de levantar mundos, servir de andamiaje a otros universos, a seres nuevos. Cuando descubrí también, en la infinidad de páginas y puntos finales, al cerrar la contratapa, que ya las palabras habían perdido el sentido y permanecía únicamente un libro más adherido a mi existencia, aunque después pueda decirse, con Paul Auster, que “los libros nacen de la ignorancia, y si continúan viviendo después de escritos es sólo en la medida en que no pueden entenderse”, aunque —podría añadirse— menos se entiende a la vida. Acaso por la misma razón Tabucchi dijo: “Yo no creo que los libros acaben en la última página”.

No fueron, entonces, las personas las que me motivaron. Los libros y las lecturas llegaron a mí; o yo les busqué a ellos, no lo sé...

¿Qué libros leía en su infancia y de qué manera han influido en su vida?

Los libros que leí en la infancia, más que ejercer influencia, crearon en mí el hábito y me llevaron a otros. En los primeros años, las lecturas apasionan porque “pasan cosas” o son medios de aprendizaje o de satisfacer curiosidades, ya en Corazón de Amicis, ya en las innumerables de Verne, ya en el Tom Sawyer de Mark Twain u Oliverio Twist de Charles Dickens, o en las novelas de aventuras de Salgari. Después, había que rebuscar, sustraerse las novelas que había comprado mi padre o esperar de una tía lectora que me prestara o regalara libros. Como ejemplo, aún conservo Diario de un cura de campo de Bernanos, La historia de Sant Michele de Axel Munthe, las obras de Hamsum (Hambre y Pan), de Lagervist (El verdugo), o El grano de mostaza de Pearl Buck. Acaso uno de los primeros libros que compré con mi propio dinero fue Bounjour Tristesse de Francoise Sagan (consta que en abril del 56), en el que me impresionó que una mujer tan joven pueda escribir. Me gustaba contemplar su fotografía. Rebuscando en la memoria, recuerdo a Laforet, Delibes, Zunzunegi, Grahan Greene, Conrad, las novelas cortas de Thomas Mann (tengo a Tonio Kroger en una edición de 1945). Tuve predilección por los cuentos de Chekov y Maupasant. Tengo presente a Dostoievski en Crimen y castigo, el amor a la música me llevó a leer Juan Cristóbal de Romain Rolland, y conocí unos pocos tomos de los Episodios Nacionales de Galdós.

Desde los 18 años combiné la literatura con los ensayos y las biografías. Tenía necesidad de explicarme las cosas y enfrentar la crisis religiosa que, con el tiempo, me llevó al agnosticismo. Mezclé, por ejemplo, Unamuno, Papini y Ling Yutang: menuda “fanesca”. Leí casi todas las biografías de Stefan Sweig y algunas de Emil Ludwig. Con esfuerzo leí Filosofía de la religión del obispo Fulton Sheen, antecedente remoto de la actual La rebelión de los teólogos del jesuita Pedro Miguel Lamet y del tema de la teología de la liberación, como también de Mentiras fundamentales de la Iglesia Católica de Pepe Rodríguez.

Antes a los libros se los veía en otra forma, con amor y sin reservas. Ahora, la mayor parte pertenecen al marketing, a la literatura ligera, a la basura impresa. Debemos ser más cautos.

Pero la vida se impuso sobre el ensayo. Mi compromiso con la Literatura fue imponiéndose, hasta tal punto que a los 22 años escribí algo, y, entre otras cosas ya perdidas, un poema y un cuento que se publicaron en Letras del Ecuador, y que constituyeron mis “obras completas” durante 35 años, hasta que comencé a escribir pasados los cincuenta y cinco…

Superados los 28 descubrí a Durrel y a James, cuya influencia fue definitiva, a Huxley, Wassermann, Hesse, James, Camus, Sastre, Kafka. A Proust a los 33, aunque, debo confesarlo, en una etapa desolada de la vida, de modo que lo leo, en circunstancias especiales, cada diez o quince años y aún me falta la tercera parte. No estuvo errado quien afirmó que En busca del tiempo perdido es un libro como para leer en una obligada clandestinidad, o, como afirmó Semprún, es “un libro para toda la vida”. Fracasé con el Ulises a esa edad y lo leí mucho más tarde. Después me inundé de todo lo latinoamericano, todo ese torrente, que no deja de seguir, con Carpertier, Lezama, Fuentes, García Márquez, Onetti, Donoso, Vargas Llosa, Amado, Asturias, Benedetti, Rulfo, Bryce en sus primeras novelas, Cortázar, Sábato, Borges. La revolución cubana y Juan XXIII nos hizo recordar que existimos como latinoamericanos y que somos, sobre todo, seres humanos. Las venas abiertas… de Galeano es una especie de evangelio. La música de los sesenta y setenta fue también una afirmación de lo nuestro. La literatura usamericana vino más tarde: Faulkner, Dos Passos, Steinbeck, Hemingway, Nabokov, Capote, Scott Fitzgerald,…

La literatura ecuatoriana llegó en los setentas, en especial las novelas y los cuentos de la generación disconforme de esa época. Reconozco que algo tarde —en el colegio había leído a Montalvo y Mera—, porque a nosotros no nos enseñaron a querernos, porque el peor problema nacional es que no nos amamos a nosotros mismos... Existen novelas nuestras que pueden recorrer continentes. Cuentos magistrales.

Conservo mi primer Quijote, una pequeña edición de cuero de Aguilar del año 1956, y luego heredé una del año 1939, lujosamente ilustrada, como también el Fausto, también de Aguilar, en edición de 1950. Recuerdo que a éste traté de leerlo sin éxito a los 16 años.

Me percato que no he respondido a la pregunta del cuestionario sobre qué libros leía en la infancia y de qué modo influyeron. No acierto a responder. Alguien escribió que vida y palabra, pensamiento y palabra son inseparables. Gide confesó en una de sus novelas que quiso escribir un “tratado de la insuficiencia”. También se aplicaría a los lectores. No he hecho otra cosa que dar pinceladas sueltas a lo leído, zarpazos a las desmemorias y, sobre todo, a las insuficiencias, a lo que nunca fue, al tiempo que se perdió en hacer la vida… Es triste, pero por más lecturas que nos hayan acompañado, no son más que un inventario muy reducido, un abrebocas hacia lo inconmensurable y desconocido.

¿Cuáles considera los libros más importantes de su vida? ¿Por qué?

Soy incapaz de clasificarlos. No existen en mi vida los libros más importantes. Es posible que sean todos, aún los olvidados; aún los que quizás no valía la pena leer. Tratar de hacer una lista sería imperdonable. ¿Qué hacer con los excluidos? Muchos llegaron en el momento preciso. A otros he vuelto. A otros a veces los abro y los hojeo, miro las anotaciones hechas, los subrayados.

Lo realmente importante es la vida y la sabiduría que me dieron esos libros. En los últimos veinte años y cinco he leído mucho más. Anteriormente fui un buen lector, pero tenía vacíos imperdonables, aunque pueda culpar a la vida que me exigió poner la cabeza en otras cosas. ¿Cómo puedo escoger? En una mirada a vuelo de pájaro en mi biblioteca (en espera de una señal interna que me detenga en el nombre), quietos en la intemporalidad de la literatura, allí está, por supuesto, todo Saramago, lo más importante que me ha sucedido en los últimos años, Gunter Glass, Durás, Yourcenar, Lowry, Bulgakov, Virginia Wolf, Marías, Bellow, Cela, Rushdie, Bufalino, Auster, Canetti, ese fresco extraordinario del El hombre sin atributos de Mussil, Celine, Conrad, Kundera, Oe, Kawabata, Murakami, Cohen, Calvino, Tabuchi, Berico, Coetzee, Marai, Eliade, Gao Xingjian, Le Clecio, Houellebecq, Krasznahorkai, Susking, Umbral, Giardinelli, Bolaño, Pligia, Aira, Lispector, Pamuk y Oz por leer todavía…

No soy un erudito ni estudié Letras. Me limito a mirar rápidamente en mi biblioteca… Faltan muchos más. Faltan también los que se espera leer algún día, aún a conciencia de que las entradas superan siempre a los despachos, aunque, a contrario de lo que sucede en las empresas, este hecho no deja réditos.

¿Qué personaje le hubiera gustado encarnar? ¿Cuál le ha causado mayor impacto?

Quisiera ser el niño Óscar Matzerath de El tambor de hojalata de Günter Grass. En mujeres, la de mayor impacto es sin duda Justine, de El Cuarteto de Alejandría de L. Durrel. Ella debe tener, como una ciudad, el “cuerpo repleto de luces” del que hablaba Mishima en Música. Otra mujer inolvidable es Bluminda, la que lee en el corazón de los hombres cuando está en ayunas, de Memorial del convento de José Saramago. En varones, no me importa afirmar que encarnaría a Tadeo Lozada, el principal personaje de mi novela El Palacio del Diablo, cuyo alter ego es el amigo con quien dialoga en algunos de los capítulos. Reconozco que en este punto, a más de pecar por subjetivo, dejo de ser lector para hablar como escritor sujeto a la catarsis que significa escribir. El personaje de mayor impacto es El Quijote. Cuando tenía 18 años, en San Antonio de Ibarra, compré una pequeña figura de madera que lo representa. Aún sigue frente a mí en mi escritorio, 52 años después.

¿Por qué lee? ¿Qué busca en la lectura?

Es la mejor forma, y la más certera, de aproximarse a la vida, de conocer lo que somos. De enervar la razón, hasta el punto de llegar a saber que literatura perdurará, mientras nosotros nos dirigimos hacia la Nada. El convencimiento de la Nada puede llegar a ser fascinante a cierta edad de la vida, y agiganta el valor y el significado de la palabra escrita. De todos modos, la literatura, al congelar el tiempo y detener a la muerte, hace más lento ese destino: el camino de la nostalgia hacia esa Nada.

La literatura es lo más cercano a la Verdad que, por supuesto, no existe. En El Quijote (parte I, capítulo XLVII) se dice: “… tanto la mentira es mejor cuando más parece verdadera, y cuanto más agrada cuando tiene más de lo dudoso y posible.” Los grandes anhelos de la humanidad, los temas más trascendentales y profundos se resuelven a través de los mitos y sueños. Del maravilloso filme Solaris del ruso Tarkovsky se deduce que lo que imaginamos y nuestros sueños son nuestra conciencia. Sábato concluyó en Antes del fin que “el hombre sólo cabe en la utopía”. Musil pensaba que la conquista de la realidad nos hará perder el sueño.

La literatura nos lleva además hacia las regiones de la magia y del misterio, hacia lo desconocido que nunca acabará de conocerse. Y magia y misterio son los corazones de toda mujer y de todo varón.

¿Qué libro(s) le gustaría memorizar?

Ninguno. Los memorizados solamente se lo sabe de memoria. El libro es también lo que calla, lo que sugiere. Es el silencio, lo que nunca se dijo, lo que jamás se escribirá, pero que está, en alguna forma, siempre presente. Los libros son también los que nunca se leyeron o los que no se escribirán. Los que se reelerán, porque no se conocen de memoria. Prefiro la sensación a la memoria, el instinto a la razón.

¿Cree que la literatura puede cambiar el mundo? ¿Cuál considera su utilidad?

La literatura no cambia al mundo, pero ayuda a explicarlo. La literatura no mueve al universo, lo deja y lo abandona en su loca carrera, en sus absurdos y contradicciones, en sus maravillas y crueldades. En su brutalidad y demencia. La literatura no empuja sino soporta, no mueve sino contempla e interpreta. La literatura es libre. La literatura multiplica universos, no los transforma. Al mundo lo cambian las ideas y la acción. También las utopías. En ese sentido podría darse una vinculación indirecta con la literatura a través de la persona que lee.

A su juicio, ¿cuál considera es el futuro del libro?

Estará vinculado al futuro del hombre. El ser humano es, sobre todo, un ser sediento de comunicación y de participación, desde las primeras pinturas rupestres, desde los iniciales gritos que buscaban articular lenguajes y formas de expresión y entendimiento. No hay hombre sin lenguaje. Estrictamente casi no hay lenguaje sin libros. Lo prueba la incomunicación del mundo actual, sujeto a la avalancha de la imagen y de la noticia. El libro morirá cuando muera el último hombre, porque aunque una colosal biblioteca sea conservada en un boveda subterránea, varios kilómetros bajo tierra, serán libros muertos porque carecerán de lectores.