Oswaldo Encalada Vásquez. Noviembre 24, 2005.

Los escritores son seres especializados en hurgar en la profundidad de los abismos, tanto en la sociedad como en lo individual. De esas visitas a lo interior y oculto, el orfebre de las palabras obtiene los materiales con los que después plasmará su obra. De ese modo, la labor del artista es poner de manifiesto aquellas cosas que permanecían ocultas a la vista y la comprensión de la gente.

    Modesto Ponce Maldonado es el escritor que hurga e indaga en las profundidades de la condición humana, no sólo de algunos personajes, sino de una ciudad y de un país entero. Y luego de haber buceado en las aguas oscuras y deliberadamente oscurecidas que subyacen en las alcantarillas de la vida real, nos expone en esta gran novela que el poder es uno solo aunque tenga varias caras como la de un dado siniestro. Esas caras son el poder político, el económico, el religioso y el militar, que juntos se apoyan y juntos se sostienen para estar por encima de la gente, oprimiéndola, sofocándola, explotándola. Por eso, en varias partes de la novela hay acerbas críticas a cada una esas ominosas formas de explotación del ser humano. He aquí una breve andanada contra la iglesia tradicional: “Es sabido que la Iglesia Católica es especialista en la doble moral. La religión es, ante todo, poder. Poder humano que se sirve de un Dios que nadie ha visto. No existe mejor negocio. Y cuando los poderes político y religioso están unidos, como en el islamismo, todo es posible” (pág. 63).

    Y este otro toque de trompeta contra las fuerzas armadas: “Conversa con el general Taco, el héroe de mil batallas, egocéntrico y paranoico, otra ‘bestia vertical’, especialista en provocar escaramuzas y guerras no declaradas, de ocho o quince días de duración —tiempo suficiente para que colapse la economía del país— con el vecino del Sur, históricos combates en los cuales los uniformados se bañan de honor y gloria, uno que otro se afilia a un partido político para que el pueblo patriótico los premie con el voto en las próximas elecciones (pág. 54).

    Pero el rey de los poderes, el que maquilla y suaviza las aristas de los otros, el que opaca y acalla las estridencias de los demás, es el poder político, el que puede hábilmente disfrazarse como un auténtico camaleón para pasar como legítimo, el que se manifiesta con el encubierto rostro de la democracia. El poder es uno y solo, y es el mismo. Es como la luz del día, que siempre es idéntica, aunque su gradación nos parezca diferente a las diez de la mañana o a las tres de la tarde.

    ¿Cómo resolver los problemas temporales de una novela que abarca realmente, en el tiempo vivencial de los personajes, no más de aproximadamente diez o doce años? La respuesta es precisamente mostrar las metamorfosis de un poder único que se maquilla de diferente manera. El gran artífice masajeador, experto en cosmética y disfraces, es Henry, un enigmático personaje que solamente al final es descubierto en su verdadera esencia.

    En la novela desfilan como detentadores reales y efectivos del poder los siguientes —pero antes de continuar, debo decir que las leyes de la cortesía me impiden declaran su nombre paladinamente, al menos al principio, porque serán ustedes, estimados amigos, quienes los identifiquen a la primera—: “Flaco en extremo, es hueso y pellejo. Sueña en su propio rostro y lo sueña pálido y cadavérico, en sus propias manos desmesuradas por la pesadilla, en su propio dedo que, enorme, se agita al final del brazo convertido en aspa giratoria al arengar a la gente; en su boca y en sus dientes y en su lengua que pueden hablar a gritos tres horas seguidas, sembrando calamidades, desatinos y tempestades” (pág. 56).

¿Quién es este señor medio cadáver y de dedo largo? Nada menos que El Loco, el gran ausente, el castrador del pueblo ecuatoriano, el auténtico inventor de la dedocracia, Velasco Ibarra.

    La segunda metamorfosis se produce y asoma en escena con este otro gran personaje: “Nadie sabe que el señor Presidente se viste así, con la melena de un león, cuando tiene miedo. En el fondo es cobarde. Ni siquiera se atreve a caminar solo por la calle. Sabe perfectamente que, en caso extremo, cuando cualesquiera de los gobernantes, por elemental honra o dignidad, hubiera arriesgado su seguridad y hasta su vida, enfrentado con valor la situación adversa, él flaquearía y se le caerían los pantalones. Le paraliza la sola idea de un tumulto que lo rodee, de una medida de hecho que le retenga y le imponga condiciones, de un secuestro, de una rebelión que le sorprenda dentro de un recinto militar. No resistiría: ‘¿Qué quieren de mí, señores? ¿Dónde firmo, señores? ¿Qué más desean, caballeros?’ Esa misma cobardía le lleva a la prepotencia y al embuste. Es capaz de inventarse guerrillas urbanas para justificar la eliminación de los opositores de izquierda; ordenar la desaparición de sospechosos; disponer palizas a los dirigentes socialistas; perseguir a todos los que lo cuestionan, incluyendo a amigos y familiares; usar la fuerza para imponer cortes y jueces; levantar una ciudad entera a base de engaños solamente para defender sus intereses; proteger a financistas y banqueros; valerse de mafiosos a su servicio para los trabajos sucios; sostener que a quienes se rebelen hay que matarlos la víspera, como el pavo, por las dudas; creerse el dueño de la nación, el monopolista de todas las verdades, el único con quien sí se puede, el insustituible. Es el mandamás, el mayor odiador, el vengativo, el caprichoso desintegrador de una sociedad de por sí desarticulada, el depredador que jamás pudo ser acusado porque primero crea la ley y después lanza el zarpazo o recoge la colosal tajada...”

    El secreto de la metamorfosis es la habilidad del gran maquillador, este Henry de manos y habilidades prodigiosas. Pero no todo ocurre por la sabiduría de sus manos, sino porque en el Palacio de Gobierno dispone de muchísimas cajas llenas de aditamentos, “objetos, tereques, ornamentos y efectos” (pág. 196) que pueden ser usados o fueron ya usados por anteriores presidentes. Resulta irresistible citar a continuación una graciosa página de la novela en la que se pasa revista rápidamente a una buena parte de la historia nacional y, además, se anticipa a algunos hechos futuros, futuros para el tiempo de escritura de la novela, pero ahora presentes o ya irremediablemente pasados para el momento actual. Esta visita guiada es como hacer un breve paseo por el salón de los presidentes en el Palacio de Carondelet: “Una peluca de blanca pelambre, partida por la mitad, con grandes bigotes que rodeaban la comisura de los labios, junto a una botella vacía de White Horse, tal vez del más lúcido como desperdiciado de los gobernantes del último medio siglo. Un rostro, excesivamente joven, para el Presidente que no llegaba a los cuarenta, orador carismático y de ágil mente, que se desbordó en entusiasmos y buenas intenciones al ser elegido por un país que había cambiado después de casi diez años de dictadura, predestinado a morir en un accidente aviatorio.     Una máscara muy fina que, sin desdibujar el rostro, lo empalidecía en extremo y permitía apenas el movimiento de los labios, nunca una sonrisa ni el menor gesto de emoción, con lentes de carey de corte muy formal, propias de un inteligente profesor universitario de sociología o economía de sólida estructura mental, aunque misterioso y lejano” (...) “. Un semblante firme de político disciplinado, buen deportista, de profunda formación ideológica, honrado y luchador, insistente en exceso por volver a Carondelet. Un bonete de fraile, una almohadilla de terciopelo y un bastón recetado para quienes padecen problemas de columna, cuando el Presidente de turno de la catoliquísima República, un septuagenario de apariencias bondadosa —apariencia se ha escrito—, arquitecto de profesión que pensó que el cemento es sinónimo de progreso, hincaba su rodilla en el suelo para besar el anillo de cardenales y arzobispos. Una máscara, con bigote hitleriano, llena de granos y barrillos, digna de un asaltante de caminos, junto a una cuchara de gran tamaño, apta para una gran comilona, más una caja de preservativos. Una careta, de mal gusto y de poco uso, con boca de sapo, junto con una faja que convertía en grácil la cintura y en gracioso el contoneo de la cadera para quien todo puede darlo si de eso saca provecho. Otros aderezos propios de un hombre soltero, con corte de artista de cine o de figurín de revista de modas, también con lentes de carey de estilo formal, muy bostoniano, ideal para disimular vacíos y deficiencias, indecisiones y entreguismos, cobardías y reculadas. En el fondo, sepultada, se puede acceder a una bolsa plástica que guarda, envuelta en la bandera de ‘Guayaquil independiente’, las máscaras de dos alcaldes de la ciudad que, a pesar de intentarlo, jamás llegaron al Palacio de Carondelet: el de ‘pueblo contra trincas’, adorado por las mujeres por su irresistible pose de varón guapo, y que subsistía gracias a la contribución mensual de miles de sus simpatizantes; y la del hombre de cuerpo contrahecho, de ascendencia libanesa, feo, despiadado con sus enemigos políticos, agudo y mordaz, y de quien decían que nunca robó un céntimo, habiendo comenzado de muy joven como vendedor de telas” (...)Se podían observar algunos otros objetos, también sin uso, empacados y dispuestos para ser usados por futuros elegidos o posibles triunfadores en las urnas, entre los cuales está una careta, con expresión de odio, con algún parecido a Saddán Hussein; otra de bobo perdido, con cara de multimillonario heredero de la mayor fortuna de la nación y magnate del banano, aspirante a convertir el país en otra de sus haciendas; otra de coronel retirado, de militar rebelde, narizón y de jeta abultada, con arrestos de líder y corto de ideas —Juan Montalvo hubiera repetido aquello del “mudo cara de caballo” que escribió por el año de 1881 refiriéndose al general Veintemilla—, dispuesto a leer a Maquiavelo después de haber seguido por correspondencia el curso de Cómo gobernar en doce lecciones”.

    El último caballero de la banda tricolor es el que aparece en este atractivo retrato, sumario y decidor —¿recuerdan quién estuvo antes que mi coronel?   —: 

Entonces Henry le coloca la nueva máscara.

    —¿No le parece, mi estimado, que parezco tonto.    

    —No, señor Presidente, usted no es tonto, pero no trate de parecer inteligente.

    —Pero, querido Henry, me estorban estas barbas, ¿qué debo decir cuanto no tengo nada que decir?

    —Muy sencillo, señor, haga un chiste y sea el primero en reírse. Permítame que insista: no trate de parecer inteligente. Haga un esfuerzo por ser simpático. Nada más.”

    ¿Ahora me pregunto que diferencia hay entre uno y otro presidente? La respuesta es: ninguna, sólo el maquillaje. Del mismo modo que no hay diferencia entre el diputado A y el diputado B, y no hay diferencia porque la A es de asno y la B de burro.

    El gran mago que todo lo camufla y lo engatusa, el diestro en meter gato por león y rata por libre es el tal Henry, del cual se dice: “Pocos saben que nació en Washington, trabajó muchos años de diplomático en los países del tercer mundo, como consejero, asistente, delegado de tal o cual asunto, cualquier cosa por el estilo, y que en realidad es un agente del gobierno usamericano y que su nombre completo es Henry Gaystone”.

    Es decir, el gran engatusador es un empleado del imperio, en el fondo estamos hablando de la embajada norteamericana, que es la que desde dentro maneja todos los hilos y las ramificaciones del poder en algunas de las seudo democracias latinoamericanas.

    El poder, como concepto abstracto, necesita concretizarse en un espacio físico. Ese espacio es básicamente la ciudad de Quito. Por eso es que el verdadero y real personaje de la novela es la ciudad. Los capítulos del libro son como sus calles y sus avenidas. Hay capítulos dedicados íntegramente a la descripción, a la exaltación, como también a la desacralización de su historia. La abundancia de citas en la novela es el equivalente de los grafittis de la ciudad real. Las partes que hablan de la existencia pública equivalen a los parques y a las plazas de la ciudad, mientras que los capítulos que se refieren a la intimidad representan los aposentos interiores de las antiguas casas llenas de historia, aposentos donde los personajes descubren la sensualidad, el amor, la solidaridad, el respeto hacia los otros seres humanos.

    Pero el espacio geográfico no sólo es Quito como ciudad, como para recordarnos que antes que a Sucre se le ocurriera el “desatino de bautizar al país con el nombre de una línea imaginaria”(pág. 50) está región también se llamaba Quito. Por eso, las ramificaciones de la novela y de la historia abarcan otras regiones y otros personajes del país. Están Machala y otros lugares de la Costa, el Oriente, la ciudad de Cuenca, algunos pueblos de la provincia de Pichincha. ¿Quién no es capaz de reconocer los siguientes hechos y personajes de nuestra ciudad?: “Existe otro páramo dilatado, sin término, con doscientas lagunas a las que nadie ha podido ponerles nombre todavía —El Cajas—, en el cual, según se le ocurrió a un inversionista preocupado por fomentar el turismo aprovechando la hermosura del paraje y la simplicidad de la gente, todos los meses la misma Virgen, madre de Dios, vestida de azul y blanco y con doce estrellas como diadema, se aparecía junto a un farallón, hablaba a través de una joven loca que se le pasó el arrebato cuando se casó y conoció el sexo, dispensaba bendiciones y consejos espirituales”(pág. 237). Hasta aquí la cita. Sin embargo, vale aclarar que esto de la simplicidad de la gente que dice el narrador, no se refiere propiamente a los azuayos y cuencanos, sino más bien al resto de deslumbrados, porque los peregrinos que acudían a las “apariciones” y recibían los mensajes del Cajas provenían en mayor proporción de otros lugares del país, porque se sabe que a los cuencanos y azuayos no es fácil meterles gato por liebre, así el gato venga disfrazado con ropas de cura y echando agua bendita.

    Pero ya es hora de dejar estos temas y pasar, aunque sea brevemente, revista a la construcción de la novela, a su parte estética, sus mecanismos y formas.

    Sin lugar a dudas El Palacio del Diablo es una gran novela, hecha con un impulso apasionado y sostenido, escrita con un lenguaje muy cuidadoso y preciso. Una novela donde la intertextualidad está presente desde la primera hasta las últimas páginas. Modesto Ponce juega con los otros lenguajes, con la música, con la historia. Hay capítulos que son eso, historia de la ciudad, y del país, por supuesto. El autor toma, injerta e incorpora otras manifestaciones como los grafittis, las citas, las alusiones, la memoria soterrada, las opiniones populares, los imaginarios urbanos.

    El autor comienza con una página de epígrafes entre los cuales se encuentran autores como Jorge Enrique Adoum, Alfonso Barrera Valverde, Cervantes, Cieza de León, César Dávila Andrade, James Joyce, Yukio Mishima, Salman Rushdie y Saramago. La novela termina con una lista de referencias a autores y libros. En esta lista hay 113 autores. Del diálogo frecuente entre el autor y los otros libros se ha ido construyendo esta novela; pero hay dos autores que deben ser mencionados de manera especial. Ellos son Aldous Huxley por su novela Contrapunto. Decimos esto porque toda la novela de Modesto Ponce está construida con la técnica del contrapunto. Por ejemplo, se contraponen personajes y caracteres como el caso del mendigo y de Nicanor Sancho de la Palma (que, entre paréntesis, es sacado de un cuento de Arturo Montesinos, que está, obviamente, en la lista de referencias). Se contraponen el cielo y la tierra, y del resultado se obtiene un ángel de la tierra, que lleva por apellido un decidor vocablo: Terrero. Se llama así, Ángel Terrero. He aquí dos muestras sueltas y al azar del contrapunto: “Allá los indios, los de a poncho. Acá los otros, los de levita y saco”(pág. 346). “Los únicos que piensan que el Altísimo debe ser Bajísimo” (pág. 410).

    Las voces, los ritmos narrativos se contraponen. A veces el ritmo es lento, muy lento, mientras que en otras veces los acontecimientos son apenas citado y evacuados de un plumazo o, por decirlo en términos postmodernos, de un teclazo.

    Huxley está tan presente que incluso hay una cita extractada de Contrapunto. Es ésta: “En este caso se cumple aquello que escribió el novelista inglés hace más de setenta años sobre las tres clases de inteligencia: la humana, la animal y la militar” (pág. 103).

    La otra gran presencia es la de Cervantes, tanto que me ha parecido que la novela de Modesto Ponce es el homenaje más extenso que se ha hecho al príncipe de los ingenios. Cervantes está presente en el juego de crear narradores por encima de los narradores, de modo que hay una voz que parece estar contando la historia de manera tradicional, pero luego aparece otro narrador. A ratos se trata de un nosotros que dialoga, cuestiona, se enfrenta, se deprime o se indispone con el otro narrador. ¿Quién es este segundo narrador con vida propia, con nombres, con amores y con viajes? Es un mecanismo de creación para convertir a la ficción en metaficción y a la novela en metanovela. Se trata de una voz que tiene autoridad para cuestionar lo narrado, lo dicho y las palabras usadas. Es el primer narrador que se mira en el espejo de la novela y se duplica. Es esa otra parte del narrador que es el subconsciente. Y todo esto está claramente manifestado en el Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha.

    ¿Por qué esta imponente novela se llama El Palacio del Diablo? Para resolver esta cuestión es necesario retomar los múltiples títulos que ha recibido la ciudad de Quito en el curso de su historia. Títulos y designaciones que son recogidos lo largo de las 430 páginas de la novela. Quito ha sido llamada “Quitu”, “Kiti”, “Quitotl” que significaría tierra de colibríes. Con una buena dosis de exageración se le ha llamado “Escorial de los Andes”, “Florencia de América”, “novia del sol”, “mestiza de cielo y tierra”, “ciudad con ángel”, “ciudad antesala del cielo”, “zaguán del paraíso”, “mirador de Los Andes”, “ciudad imaginada”, “ciudad de las quebradas”, “ciudad de los barrancos”, “ciudad de las colinas”, “ciudad dormida”, “ciudad dormida”, “ciudad de los ocultamientos”, “monumento alargado”, “ciudad chismosa”, “ciudad tumultuaria”, y con un nombre muy popular: “carita de Dios”.

    Hasta aquí los nombres. Si hay cielo, este debe ser el palacio de Dios. Si los ángeles habitan en ese palacio. ¿Adónde iría un ángel expulsado del cielo? A su lugar opuesto —su contrapunto—, al palacio del diablo que es el infierno. De modo que Quito recibe un nuevo calificativo: es el palacio del diablo, y con este nombre no nos referimos, ni el autor de la novela lo hace a otra cosa. “En la actual calle de La Ronda (...) existía un prostíbulo muy frecuentado conocido como El Palacio del Diablo, a causa del cual posiblemente se construyó en 1595 la Casa de Santa Marta, donde eran recogidas las mujeres de vida licenciosa” (pág. 287).

    Es decir, en el Palacio estaban las mujeres perdidas, y en la casa las encontradas.

    La ciudad de Quito es el palacio del diablo, convertida en infierno por obra y desgracia de todos los que han usado el poder para sus ruines satisfacciones temporales, para empobrecer a las mayorías, para profundizar las divisiones, para crear más marginados, para agigantar las diferencias.

    El contrapunto una vez más, pues junto al zaguán del paraíso se encuentra ahora el palacio del diablo.

    Esta es, sin duda, lo repito, una gran novela, compleja, múltiple. Es un tejido textual lleno de alusiones y referencias, con la realidad que se cuela por todos los costados como un agua primigenia que lo imprenta todo. Es la novela de un escritor, y sobre todo de un gran lector, que construye su trabajo con el acompañamiento sinfónico de otros textos, de los ruidos y vivencias de la calle. Una novela que espera todavía muchos estudios y labor de exégesis, pues hace falta aclarar las conexiones, los paralelismos, las simbolizaciones; una novela que provocará discusiones y polémicas porque la realidad ecuatoriana es un drama y una paradoja, como dijera tan bien Benites Vinueza.

    Invito al amable público a acercarse, sin cautela, a una de las puertas del infierno, porque es ahí donde el diablo tiene su palacio.


Cuenca, noviembre 24 de 2005

Museo de las Conceptas