José Saramago o la visión de lo profundo (1999, 2001)

Esta conferencia fue dictada en la Universidad Central del Ecuador, en la Universidad Andina Simón Bolívar, en Quito, en 1999, y en la Universidad Santa María, en Guayaquil, en el año 2001. Con anterioridad, en la revista Cultura # 6, de enero de 1999, editada por el Banco Central del Ecuador, se publicó un artículo sobre el mismo tema. (Ver Otros Artículos).

Tengo dos cartas de presentación. La primera, tal vez haber captado lo que alguien dijo de Saramago, según cuenta su mujer y actual traductora, la española Pilar del Río: “Es un clásico; ese hombre tiene el latido de la eternidad en su obra”. La segunda, haber mantenido desde joven una relación de amantes con la literatura, de una amante, en todo caso, que disculpó con paciencia mis extravíos, las épocas en que la vida me llevó por otros caminos, hasta que un día, hace algunos años, ya en la madurez, decidí comenzar a hacer algo que siempre soñé: escribir, publicar un libro de cuentos que ha tenido dos ediciones y tener lista, en proceso de revisión, una novela. No tengo más títulos: ser un lector que ha leído mucho menos de lo que hubiera deseado y ser además un escritor tardío. No soy un especialista ni me interesa; no soy un escritor profesional. No me siento obligado a ser magistral, pero acaso sea más espontáneo. Creo en la todopoderosa madre literatura, en su capacidad de encantamiento; la veo como fuente de vida, de sabiduría, como una religión. Al fin y al cabo religión significa etimológicamente “algo que liga”.

Hace ocho años Saramago no era conocido en Quito. Casualmente, un consejo me llevó a leer El Evangelio según Jesucristo”, obra que la encontré, imagínense, en una librería esotérica que no sabía lo que tenía, y a las cuales, por principio, jamás entro. Posiblemente era el único ejemplar en la ciudad. Lo leí, y desde entonces no sólo fueron sus obras, sino también su pensamiento y su vida. El hombre, en suma, a quien le había impresionado para siempre lo que alguna vez escribió Pessoa: “Ser todo en cada cosa.../ Pon cuanto eres en lo mínimo que haces...”.

Aislados y cada vez menos nosotros mismos, en esta ambigua y vacía época globalizadora, recién estamos conociendo a Saramago. Además él comenzó a escribir literatura a los cincuenta y cinco años. Antes ejerció varios trabajos: fue mecánico cerrajero titulado, diseñador, funcionario público, editor, traductor y, sobre todo, periodista. No pudo pagarse estudios superiores. Ha declarado que no se preparó para escritor; que lo es por un acaso. Entre los 16 y 22 años trabajó de día y a la noche leía en las bibliotecas públicas. Su primer libro lo tuvo a los dieciocho años.

Nació en 1922, de familia campesina, pobre, en un pequeño pueblo llamado Azinhaga, cercano a Lisboa. Él describe su vivienda como la casa que tenía “cuatro paredes ciegas”, como las casas de los campesinos de la serranías. Sus recuerdos de infancia se centran en sus abuelos analfabetos más que en sus padres. Escribió sobre “un abuelo bereber, otro abuelo abandonado en el torno de un convento (hijo secreto de una duquesa, ¿quién sabe?), una abuela maravillosamente hermosa... ¿qué más genealogía puede importarme?” El apellido propio de su padre fue Souza, pero a la familia lo apodaban “Saramago” y, por un error del encargado del registro civil, que estuvo pasado de tragos, fue inscrito como José Saramago. Los saramagos son unas hojitas silvestres muy finas y sabrosas que se comen con arroz. En español se conocen como “jaramagos”. El padre fue un hombre rudo y silencioso; de la madre no recuerda haber recibido un beso; un primer hermano había muerto a los cuatro años, la madre no se repuso jamás y negó al segundo el cariño que no pudo dar al que se fue. Una vez obtenido el Nobel, Saramago regresó a su pueblo a recibir un homenaje. Cuando le correspondió hablar, no pudo seguir y, llorando, se sentó. Lo mostró la televisión. Siendo muy chico emigraron a Lisboa donde el padre fue policía municipal. En 1947, con 25 años, escribió una novela, Tierra de pecado, título impuesto por el editor, pues el nombre de la obra era “A viuva” (La viuda). Ha pensado que a esa edad no tenía nada importante que decir, después de haber escrito en 1949 Claraboya que se mantuvo inédita. Se calló por treinta años hasta que publicó El año de 1993 (1975), que entiendo es más ensayo que novela, las novelas Manual de pintura y caligrafía (1977) y Alzado del suelo (1980), que obtuvo el Premio Ciudad de Lisboa. Pienso que estas dos obras pueden corresponden a un primer ciclo, aunque en la segunda muestra ya su estilo inconfundible. El propio Saramago ha dicho que, cuando comenzó a escribirla, “es como si hubiese saltado de aquí a otro lugar sin pasar por la elaboración consciente... se me saltó un flujo narrativo llevándose todo por delante...”

De sus cuentos, contenidos en dos obras, conozco Casi un objeto (1978), que se encuentra en los dominios de la literatura fantástica. La otra es Poetica dos cinco sentidos (1979). Además de estas dos primeras novelas, he leído con avidez todas las demás: Memorial del convento (1982), con la cual obtuvo el premio Pen Club, El año de la muerte de Ricardo Reis (1985), que recibió un galardón en Inglaterra a la traducción inglesa, año en que se le otorgó además el Premio de la Crítica por el conjunto de su obra, La balsa de piedra (1986), Historia del cerco de Lisboa (1989), el famoso Evangelio... por supuesto (1991). Estas cinco novelas, basadas en referentes históricos, serían las de un segundo ciclo (nótese que hablamos de referentes históricos, no de novela histórica). Ensayo sobre la ceguera (1996), Todos los nombres (1998) y La caverna (2000), son las de un tercer ciclo, con referentes sociales más que históricos. He leído también las 650 páginas de Cuadernos de Lanzarote —una isla en el archipiélago canario, donde él vive desde hace algunos años y donde aspira a morir —, una especie de diario de los años 93 al 95 que esperamos haya continuado. Tiene un cuento largo, titulado El cuento de la isla desconocida, cuyos derechos ha donado a los damnificados de desastres naturales en Colombia y Centro América.

Ha escrito Viaje a Portugal, un libro de viajes por su país, poesía inicialmente, entre los años 66 a 75, Los poemas posibles y Probablemente alegría, cuatro obras de teatro como La noche, ¿Qué haré con este libro?, In nomine Dei, esta última acerca de la intolerancia religiosa, inspirada en las guerras religiosas del siglo XVI entre protestantes y católicos, infinidad de crónicas periodísticas, por supuesto, contenidas en dos volúmenes denominados El bagaje del viajante y De este mundo y el otro. El cine ha pretendido también algunas de sus obras. Ha mencionado que la próxima obra será una novela autobiográfica que alcanzaría sólo hasta sus 14 años. Sobre esta próxima obra ha dicho: “Todo lo que soy está en ese tiempo y en ese niño”.

Saramago ha realizado y realiza una actividad cultural intensa en Europa, que se ha incrementado notablemente desde que recibió el Nobel en 1988. Dicta conferencias en institutos y universidades, y ha ido, a más de a la mayoría de los países europeos, a los EE.UU, a Cuba, a Brasil, a Santiago, a Buenos Aires, a Montevideo, al mexicano Chiapas ( “la palabra Chiapas no me faltará ni un solo día de mi vida”, dijo después). Elena Poniatovska, que estuvo en este mismo auditorio hace pocas semanas, escribió: “La mirada de Saramago sobre Chiapas es intensa, tan intensa como la mirada de un niño chiapaneco al que le han destrozado la vida.” Con motivo de los cuarenta años de la revolución cubana nuevamente visitó Cuba, donde declaró: “Cuba está más firme que una roca”. Alguien que lo conoció allí, me ha comentado sobre su extraordinaria sencillez y se profundo humanismo.

Ha sido condecorado en Portugal y en Francia, es doctor “honoris causa” de las universidades de Sevilla, Turín y Manchester y, a raíz del Nobel, se han multiplicado estos doctorados, especialmente en España, como por ejemplo Salamanca; ha recibido algunos premios literarios, como el Camôes y el premio de la Sociedad Portuguesa de Autores en 1995 y varios premios internacionales en Italia e Inglaterra. Es miembro del Parlamento Internacional de Escritores con sede en Estrasburgo y de la Academia Universal de Cultura, en París. No pudo acceder al Premio de Literatura Europa en 1991 porque el gobierno portugués negó la inscripción de El evangelio según Jesucristo.

Así, con la primera lectura de este El evangelio según Jesucristo comenzó un peregrinaje fascinante. Existe en Saramago una característica que se repite mucho: las dos o tres primeras páginas llenan de asombro, desconciertan; no invitan a seguir, atan; no sólo comprometen al lector a no parar, lo envuelven en una corriente irresistible. El mismo sostiene que el primer capítulo de sus novelas es el de mayor trabajo. E igual las últimas páginas, que no son de despedida, de nostalgia, no; son mucho más que eso, son páginas que nos dejan algo clavado adentro, algo de lo cual no podemos desprendernos. Cuando leí el primer capítulo de El evangelio... mi asombro fue tal que cerré el libro por ocho días. Me parecía excesivo. Tuve la impresión de ingresar a una catedral de cristal, a un palacio de agua en ebullición; y me deslumbré... Lo volví a tomar, leí dos o tres veces el mismo capítulo, y pude continuar. Igual asombro tuve con las veinte últimas líneas. La ha leído íntegramente tres veces. La Universidad Andina, en Quito, me invitó a dictar una charla sobre esta obra que espero que en algún momento pueda ser compartida con ustedes aquí en Guayaquil.

Este Nobel ha sacudido a la opinión y a la crítica como pocos en los últimos años, más aún si el autor es marxista, ateo, contestatario, pesimista, crítico del hombre, opuesto, por ejemplo, hasta a la Unión Europea y, por cierto, a la globalización, fruto, según él, de un “capitalismo totalitario”, una de las principales enemigas de los derechos humanos porque no arrebatará “la memoria colectiva”. De los que piensan que si ha muerto un comunismo otro vendrá, y que con la vecindad de los EE.UU., acaso América Latina nunca sea América Latina, que dejó Portugal porque fue perseguido por la Iglesia Católica a causa de sus ideas y especialmente por El evangelio, perseguido por “toda esa maquinaria funcionando a todo tren (...) aquélla estructura odiosa, aquél odioso espíritu”. Un teólogo ha considerado al Vaticano como el último Estado totalitario de Europa... A poco de recibir el Nobel dijo ante algunos periodistas en relación a los ataques recibidos: “El Vaticano se escandaliza muy fácilmente por situaciones ajenas, pero nunca por cuestiones internas”. Piensa también que, además de la Carta de los Derechos Humanos, necesitamos otra sobre los Deberes Humanos. Ante todo es un gran humanista...

Saramago está en todo y se nutre de todo. Cuando se enteró del conflicto Ecuador-Perú en 1995 escribió: “Como siempre sucede en estos episodios, el conflicto ha sido motivo para que los ‘profesionales’ del patriotismo de ambos lados salgan a las calles en manifestaciones de apoyo más o menos histéricas, con las habituales banderas, himnos gloriosos (...) y criaturitas esperando crecer para ir, también, a la guerra. (...) ¿La paz no podía haber sido conseguida antes? ¿Era necesario que mueran estúpidamente una cuantas centenas (...) que no tenían nada que ver con el asunto? (...) a causa de unos cuantos kilómetros de selva amazónica que ambos juran a pie juntillas pertenecerles?”

Estas reflexiones preliminares, algo desordenadas, nos llevan a unos cuantos temas. ¿Cuáles son los secretos de la prosa de Saramago que han llevado a sus lectores a sentir una sensación de plenitud, de espesura? ¿Qué recursos técnicos ha incorporado a su estilo? ¿Qué fuerza interior, qué actitud llevaron al premio Nobel a escribir como escribe? Porque él cumple con uno de los requisitos de la buena novela: la capacidad de conmover, de sacudir. Se impone, por otro lado, la necesidad de volver a repasar y repensar sobre las relaciones de la literatura y la vida, la literatura y la historia (el conflicto con Perú nos da mucho material para esto). Un comentarista de Saramago ha opinado: “?Qué es más ficticio, la obra literaria o la Historia que se considera como ciencia?” “¿Es el escritor el historiador heterodoxo de la Historia”? No hay que descuidar que estamos ante un marxista; esa es la explicación por la cual sus novelas tienen base histórica. En definitiva, cuánta realidad en la novela y cuánta ficción en la historia. Baste pensar en Cien años de soledad o en El rodaballo del nuevo Nobel Günter Grass. De nuestro autor se ha dicho que “no describe la realidad; se la inventa”. Se ha opinado también que “nos lleva desde la irrealidad a la realidad”. El mismo cree que la literatura se hace “de fingimientos de verdades y de verdad de fingimientos”.

Finalmente, hace que nos preguntemos otra vez: ¿para qué sirven los escritores? Para él, los escritores no salvan al mundo, pero ayudan a entenderlo. Considero en todo caso que quien escribe, y quien lee también, acaso esté más cerca de la vida, del mundo, que los señalados como “pragmáticos”, como “hombres de sentido práctico”, como “administradores” o, por supuesto, como “políticos”.

José Saramago sostiene que escribe, más que para ser leído, para ser oído. Las pausas propias del hablar y la cadencia incorporada al lenguaje oral, son diferentes al escrito. De allí que su prosa sea profundamente melódica y contenga elementos de la música, es decir “sonidos y pausas, altos y bajos, unos breves, largos otros”. “Música y palabra es casi lo mismo —ha dicho—; para hablar y para hacer música utilizamos sonidos”. Piensa que debe tenerse en cuenta “la voz que dentro de la cabeza del lector dice que los ojos que simplemente ven (...) El narrador oral no usa puntuación”. Esta concepción debe relacionarse con su origen campesino y con el recuerdo de los cuentos de los abuelos. Pero hay algo más. En una de las escenas descritas en El año de la muerte de Ricardo Reis tuve la sensación cierta de “mirar” la escena, cuando el autor consiguió el mismo efecto del lente cinematográfico que aleja o acerca la imagen. Es propio de la novela moderna utilizar los recursos de la cámara. Este tratamiento de los espacios narrativos tiene un ejemplo que me impresionó en Levantado del suelo. En alguna de sus páginas el narrador se aleja y se acerca, y en otros se sitúa sobre los hombros de los ángeles que miran desde el cielo lo que sucede en la tierra. Las dificultades para leer a Saramago se terminan cuando el lector capta el ritmo escondido en su prosa y mantiene el compás de su narrativa. Estamos, pues, ante un caso en que la palabra dicha se encuentra sobre la palabra escrita. El mismo Saramago así lo confirmó en una entrevista para la televisión española antes de recibir el Nobel. Leyéndolo en voz alta, por lo menos al comienzo, sus textos nos llegan más fácilmente.

Se le ha criticado por la forma que usa la puntuación, al emplear principalmente la coma. Usa con poca frecuencia el punto seguido y el punto y aparte. Prefiere los párrafos largos. No le hacen falta ninguno de los otros signos. Tampoco emplea los guiones o las comillas usualmente utilizados en los diálogos. Él abre el diálogo después de la coma usando una mayúscula. ¿Criticable? En modo alguno. La historia de la literatura es historia de transgresiones, de violencia contra lo establecido. Recordemos solamente las últimas páginas del Ulisses de Joyce, publicado a principios del siglo pasado y que tuvo grandes detractores; o Rayuela de Cortázar. Sin estas transgresiones no existiría la novela moderna. Aún más, no existiría casi la historia, ni el arte, y la misma vida se agotaría...

Ahora bien, creo que la técnica necesaria para conseguir los efectos buscados por un escritor, son fruto y consecuencia de su forma de ver el mundo, la vida, los temas tratados en definitiva. Para cada autor, expresarse en determinada forma significa que ése es su mejor modo de hacerlo. Volvemos, pues, a lo de siempre: el estilo es el hombre. Un crítico español piensa que “uno de los flujos mayores que nutre la significación de sus textos (los de Saramago), “está en el espacio vacío que deja la mutilación de Dios”, en la “vertiente contraria a la ocupada por los elegidos, en reubicar a los hombres y a su memoria en ese lugar deshabitado... a base de una titánica tarea ética e intelectual”. Y esta mutilación de Dios puede estar contenida para el crítico citado en la frase de uno de los personajes del Memorial del convento que dice: “Dios no tiene mano izquierda, porque es a su derecha donde sienta a sus elegidos... El hueco a la izquierda de Dios (o sea ese espacio vacío) es la palabra de la voz de los otros”, termina diciendo, o sea la voz de los que no tienen voz, de los que aspiran a poseer este mundo que es de muy pocos en realidad...

Acaso exista una doble vía por donde fluyen dos fuerzas que, en algún momento, se encuentran: la concepción del autor y la forma de expresarse y esa misma concepción que atrapa en sus redes a la forma hallada o descubierta y, en cierto modo, la domina y condiciona otorgándole a la par —hermosa paradoja— las alas para todos los vuelos. El autor busca la forma; el tema busca a la forma. Pero inclusive se puede ir más allá. La brasileña Clarice Lispector escribió: “Poseo a medida que designo; y este es el esplendor de tener un lenguaje. Pero poseo mucho más en la medida que no consigo designar. La realidad es la materia prima, el lenguaje es el modo como voy a buscarla, y como no la encuentro. Pero del buscar y del no hallar nace lo que yo no conocía, y que instantáneamente reconozco”. Marguerite Duras ha dicho: “La escritura es lo desconocido. Antes de escribir no sabemos nada de lo que vamos a escribir”.

Cien pintores han pintado girasoles, pero no hay uno solo igual a otro, y todos siguen siendo girasoles. El mismo violín no es igual en Bach o en Beethoven. El amanecer no siempre es el mismo, ni el viento de los páramos o del mar tampoco, y hasta las gotas de lluvia pueden ser diferentes.

Algo más. Saramago ha probado nuevamente que la novela es indefinible. De lo poco que sé la “definición” que más me agrada es aquella que dice que es “servirse de un relato para expresar otra cosa”. Alguien decía que “una novela es una novela”, así de simple e infantil si se quiere. E.M. Forster, en su obra Aspectos de la novela, reproduce una definición que la califica como “una ficción en prosa de determinada extensión”,¡nada más!, y añade que sería recomendable que tenga no menos de 50.000 palabras, o sean aproximadamente 250.000 caracteres! Kundera piensa que “la razón de la novela es decir lo que sólo la novela puede decir”. Cortázar compara a la novela con el cine —“la novela se termina con el agotamiento de la materia novelada— y al cuento con la fotografía, que tiene, por definición, inclusive un “limite físico”, el de las páginas. Definiciones que no dicen nada y dicen mucho, y que tienen directa relación con el concepto de la novela como “todo”. Vargas Llosa, en su magnífico estudio de la novela caballeresca Tiran lo Blanc, escrita hace cinco siglos, dice: “El novelista crea a partir de algo; el novelista total crea a partir de todo.” Alberes piensa que posiblemente las novelas máximas de los últimos cien años dieron lugar a este comentario: “Esto no es una novela”. Max Aub dijo que “la manera tradicional de narrar es, tal vez, la más falsa”.

Así que, por un lado tenemos “novela total” y por otro “la vida”, el ser humano, su condición total, sus problemas, esta vida que se va introduciendo en las páginas, mientras son escritas en definitiva por la memoria del autor y, por supuesto, mientras son leídas. Se ha dicho que la novela debe ir más allá del tema, que debe sobrepasarlo. El peruano Ribeyro cree que la novela es como tomar un pasaje para ir a un sitio y terminar en otro. Saramago sostiene que ya el cine y la televisión cuentan historias, de modo que “a la novela y al novelista no le restan sino regresar a las tres o cuatro grandes cuestiones humanas, quizá sólo dos, la vida y la muerte, intentar saber, ni siquiera de dónde venimos ni hacia dónde vamos, sino simplemente quiénes somos”, de modo que leemos novelas como una forma de conocernos, de salvarnos en definitiva. La novela puede ser un género “antagónico, camaleónico y mestizo” escribe el prologuista de los Cuadernos de Lanzarote. Claro, todo eso, a través de una historia, de un argumento, de una organización, sin los cuales no podría sustentarse lo demás. Y “novelas totales” también pueden ser algunas que, en pocas páginas, han dicho mucho: basta citar a Kafka o a Rulfo. Sábato piensa que la novela es un “cosmos”, un “orden”. Las novelas son también, ya lo han dicho, “un proceso de conocimiento”.

Kundera lo confirma: ha dicho que “la novela es una meditación sobre la existencia” y su finalidad es “mantener el mundo de la vida”. De allí también su perennidad. En definitiva todos escriben sobre la vida y la muerte. No obstante, para Saramago se trata de “meditaciones sobre el error”, pensando que errar —en el sentido de no dar en el blanco— y errar —andar sin rumbo fijo, vivir en suma— tienen el mismo origen.

Julio Ramón Ribeyro, sobre todo cuentista, también habla de la novela “totalitaria”, y piensa que “la novela debe ser, ante todo, un código moral, del cual pueda desprenderse un modo de vida”; por eso piensa, y sus palabras nos llegan como anillo al dedo en el caso de Saramago, que un tipo de novela así sólo se puede escribir pasados los cincuenta años.

El propio Saramago tiene la misma idea de la novela. Ha opinado que, más que un género literario es un “lugar literario, un lugar de pensamiento, adonde todo pudiera acudir, donde todo pudiera entrar”. En fin, se ha dicho tanto sobre la teoría de la novela, analizando todos sus aspectos, desde los cognoscitivos hasta los lúdicos y los ético-sociales, y naturalmente desde el punto de vista del lenguaje como tal, que resultaría fuera de lugar tratar de ahondar más sobre el tema. Mencionaré, no obstante, la opinión de M. del Carmen Bobes Naves, que destaca como valores constantes en la novela: 1. El discurso polifónico. 2. La presencia de unidades sintácticas. 3. Un esquema. Y 4. La orientación de lo sintáctico hacia valores semánticos, de significado. En definitiva, qué y cómo se dice, qué se quiere o trata de decir, y qué sucede mientras se dice...

Otro aspecto interesante en Saramago es su negativa a aceptar la figura del narrador como ente separado del autor, en el narrador omnisciente o en el narrador personaje. Él piensa que no existe más que el autor, al cual ha descrito como un “narrador inestable”. Sostiene que “el narrador no existe (...) sólo el autor ejerce función narrativa real en la obra de ficción (...) Entre un cuadro y la persona que lo contempla no hay otra mediación que no sea la del pintor”. La mano que pinta o la mano que escribe son “prolongamientos de un cerebro y de una conciencia...” El narrador podría actuar como intermediario, como filtro para filtrar lo que pudiera ser demasiado personal. En una revista literaria española se mira en Saramago como “un grupo de narradores que se arrebatan la pluma... en un frenético juego de máscaras”, sin perjuicio de que sus textos tengan como tienen una organización de extraordinario equilibrio. Las famosas y constantes digresiones de Saramago, casi como anotaciones hechas al margen, rompen la narración y dan paso al autor, hasta el punto que él mismo ha dicho que su escritura es “desprogramada”. “Vive en la imprevisilidad... porque sabe adonde va pero no sabe por donde...”, ha dicho un crítico que lo entrevistó en Cuba.

Saramago llega todavía más lejos al afirmar que “el lector no lee la novela; lee al novelista (...) Lo que está en las novelas no es mi vida, sino la persona que soy, que es algo muy distinto (...) Yo soy la materia de lo que escribo”. Dijo también: “se vive para decir quienes somos”. En La semana del autor efectuada en Madrid en 1993, con su presencia, expresó: “Cuidado (cada libro) lleva dentro una persona (...) cada libro guarda un hombre”. Flaubert, como es sabido, prefería la mayor imparcialidad posible: “se debe sentir la presencia del autor en todas partes, pero no debe ser visto en ninguna” Henry James prefería “mostrar” (showin) más que “decir”(telling). Saramago, en cambio, está presente como autor y en muchas ocasiones, al utilizar la primera persona o en los comentarios que introduce en los textos, se convierte en un personaje innominado, en una voz que habla casi sin previo aviso...

La novela tradicional consideraba al autor como un dios omnisciente que todo lo sabe, pero que se halla lejano e indiferente. En la novela moderna, en cambio, se piensa sobre todo en el llamado “punto de vista”. De todas maneras, toda novela lleva la carga ideológica del autor, como ve él al mundo y a los hombres.

Estas consideraciones pueden contribuir a explicar por qué la prosa de Saramago es un flujo poderoso que atrae, deslumbra y arrastra. La historia contada, el uso de la palabra y la intervención de todo el ser del autor nos darían la explicación. Sábato dijo —volvemos a él— que “no se escribe con la cabeza sino con el cuerpo”. La prosa de Saramago es deslumbrante, con un altísimo contenido poético, llena de imágenes, sugerencias y giros. Son textos que vuelan, textos con alas. Pudiera prepararse una conferencia completa únicamente desde este punto de vista. Un especialista podría analizar la prosa del autor exclusivamente desde un ángulo sintáctico y lingüístico; otro desde el punto de vista semántico. Se encontrará una construcción verbal y de significados portentosa que no cae en el verbalismo, puesto que siempre se está narrando y diciendo algo. También se podría intentar estudiar a Saramago exclusivamente desde el punto de vista de sus ideas, extraídas del mundo novelístico. En La semana del autor a la que nos referimos se opinó que estas obras son novelas “para la humanidad (...) un homenaje a la solidaridad entre los hombres”.

Además las narraciones constituyen en sí alegorías, metáforas totales. Expresan, sobre todo, una imaginación sin límite. En los cuentos de Casi un objeto sobresale igualmente la inventiva. Me impresionaron Centauro y muy especialmente Desquite. En el primero de los relatos cortos, Silla, ocupa treinta páginas en contar un episodio que ocurre en segundos. En las novelas traslada la situación a temas con base o referentes históricos, o a historias paralelas, casi iguales, que ocurren, con nueve siglos de distancia, como sucede en Historia del cerco de Lisboa, que nos traslada al siglo XI cuando los cruzados expulsaban a los árabes de la península, y que nos hablan en definitiva de la misma condición humana y de una historia de amor, novela en la cual, aquí el contrapunto, el personaje Raimundo Silva, que tiene por oficio el de corrector de pruebas, y corrige un libro que es la misma novela, la que se explica en definitiva porque el corrector puso un “no” donde decía “sí”. O la imaginación incontenible que nos lleva en Memorial del convento a una máquina, símbolo de la utopía, que vuela gracias a la voluntad y al aliento de algunos seres especiales y que creó dos personajes inolvidables, Bluminda y Baltazar, llamados ella sietelunas y él sietesoles, quienes junto al padre Bartolomeo quisieran escapar en la nave voladora de las atrocidades cometidas por los constructores del complejo monumental de Mafra en el siglo XVIII, que dejó centenares de muertos, símbolo de la prepotencia de la Iglesia y de la tiranía del dogma y del poder. Ha escrito un crítico de esta obra, José Ornelas: “En lugar de la espiritualidad divina la espiritualidad humana, en lugar de la voluntad de Dios la voluntad del ser humano, en lugar del cielo la tierra”. Otro ha dicho: “En esta obra se “recrea portentosamente el ambiente cargado de prejuicios religiosos de una sociedad sometida a los designios de la nobleza y de la jerarquía eclesiástica”. O El evangelio según Jesucristo, en la cual, como en La última tentación de Kazantzakis, Cristo es un hombre como todos, fue uno de los muchos de los hijos de María y del carpintero José (hechos que cuentan los Evangelios, por otro lado), vivió sin casarse con la ex prostituta María Magdalena, presenció como su padre Dios y el Diablo se repartían el mundo y ambos convenían en utilizarlo para sus fines al crucificarlo en la cruz; glosa de dimensiones sobrecogedoras que desnuda sin misericordia a los detentadores humanos del poder divino. El evangelio es, por otro lado, la reacción del autor a la inexplicabilidad de la existencia del mal, de tanto mal, en el mundo y en el ser humano.

Memorial del Convento es “el paso de una época a otra”, dice el autor. De Historia del Cerco de Lisboa dice que se trata de un paso “radical” y se refirió a la ruptura de los tiempos, puesto que la historia es, “por excelencia, el territorio de la duda (...) y porque la Historia, no sólo no ha llegado al final, sino que no ha empezado”. El Año de la muerte de Ricardo Reiss es “el paso de la vida a la muerte y de la muerte a la vida”. “El paso de todos los pasos” es El Evangelio según Jesucristo, el cuestionamiento –digo yo- directo al Dios con agentes, gerentes y apoderados en la tierra, acaso la muerte de ese Dios como única salida ante el misterio y su infinita lejanía, y la aceptación de que Dios es un fruto de la incertidumbre humana, una respuesta a la desesperanza, a la necesidad, en suma un grito nuestro. Saramago piensa que “el espíritu es, admirablemente, una creación de la carne”. La vida —y hasta los descubrimientos arqueológicos— quizá nos estén llevando a la misma conclusión... El fallecido astrónomo Carl Sagan escribió: “el cielo es un producto de la tierra”. Aunque su visión fue física, la frase no deja de producir inquietudes e interrogantes a otros niveles, y no sólo, por supuesto, los metafóricos. Se ha afirmado que en Saramago se funde “lo verosímil y lo inverosímil, lo real y lo irreal, lo fantástico y lo histórico, con el objeto, no de describir la realidad, sino de inventarla; y se la inventa también con el propósito de cambiarla interviniendo en ella”. Alguien ha escrito que “en El Evangelio no se niega lo divino, la religiosidad latente en el corazón de cada hombre”.

Otro elemento notable en la narrativa de Nobel es la forma como maneja los tiempos. No solamente son saltos de años, de épocas, de siglos; se trata de reales rupturas de tiempos que no dejan de producirse en cada párrafo, casi en cada línea; rupturas que se introducen constantemente a partir de comentarios, comparaciones, ejemplificaciones, palabras del habla popular, refranes, frases extraídas de la cotidianidad, opiniones filosóficas, estéticas o políticas, crítica social, comentarios sobre el oficio de escribir, todo un universo asombroso de recursos...

El tratamiento caprichoso de los tiempos narrativos se complementa con los cambios constantes de los tiempos verbales: un presente que aparece repentinamente, un pasado que pudo haber ocurrido y no ocurrió, un futuro hipotético que jamás sucederá en la misma novela pero es referido, una posibilidad que ocurre en la mente del autor pero no en lo narrado. En el Cerco estos recursos se multiplican y se llega a mencionar el ataque japonés a Pearl Harbour, y a Hiroshima y Nagasaki. A través de toda la novela existe una cámara que cambia los planos del presente al pasado y del pasado al presente, de modo que el lector-espectador puede hasta sentir la sensación de que “retorna” a aquello que siguió sucediendo sin que ese lector, y casi ni el mismo autor, se podría decir, se percatasen. En esta novela, las “desviaciones” del autor sorprenden cuando, por ejemplo, hace decir al personaje lo que no dijo y ni pensó decirlo siquiera. De modo que, más allá del tiempo, también se incluye la posibilidad de lo que nunca fue ni será. Los cambios verbales, por ejemplo al tiempo presente, acercan la imagen, la realzan, la ponen ante la mirada directa del lector. También son bastantes frecuentes los cambios de tercera a primera persona o al revés, o el uso, como ejemplo, de un inesperado uso de la primera persona del plural cuando ha estado hablando en tercera, con efectos similares. Teóricos de la novela moderna han llegado a afirmar que “el tiempo es muchas veces el único personaje de la novela moderna”. Para Sartre “la mayoría de los grandes escritores contemporáneos... han intentado mutilar el tiempo”.

En Alzado del suelo están los campesinos de su tierra, “hombres y mujeres del suelo levantados, con las que aprendí a ser paciente, a confiar y a entregarme al tiempo, a ese tiempo que simultáneamente nos va construyendo y destruyendo...”. En el fondo de las memorias del autor, el concepto del tiempo campesino quedó para transformarse en conceptos narrativos. Esta novela explica el ser mismo del autor que en los campos de Azinhaga caminó descalzo hasta los catorce años, en un medio en que el campesino era explotado sin misericordia por hacendados y curas. En esta obra se cambia constantemente de primera persona del singular al plural, o a tercera, y hasta llega a dirigirse al lector cuando escribe, por ejemplo: “Ved ahora a estos chiquillos...”o cuando escribe: “porque ni tú ni yo hemos recordado haber puesto rosas en el arca...” El autor dice que con Alzado nació su manera personal de narrar.

¿Pero, qué piensa Saramago del tiempo? Él sostiene que sólo existe el pasado, ni siquiera el presente que no pasa de ser un instante que se muere al momento que es; que somos pasado, un cúmulo de ayeres, un amontonamiento de pretéritos. “El tiempo vivido —dice— se presenta unificado a nuestro entendimiento, simultáneamente completo y en crecimiento continuo. De ese tiempo que se va acumulando es del que somos el producto infalible, no de un inaprensible presente (...) el tiempo como profundidad (...) nosotros avanzamos (...) como una inundación que avanza: el agua lleva detrás de sí agua, por eso se mueve y es eso lo que la mueve”. “Tras el tiempo, tiempo viene” escribe en El evangelio. No se trata entonces de recuperar el pasado. De ahí que la muerte no es “lo que extingue la vida y sus señales”, el hecho de estar o no estar, sino el olvido. La diferencia entre muerte y vida es ésa. “Siempre se muere temprano” ha dicho. La memoria, entonces, no sería una mirada al pasado, sino un reconocimiento de lo que somos, y como somos hoy y este instante, pasados en todo caso, donde todos los tiempos confluyen y están en forma simultánea. La literatura, en consecuencia, sería una lucha contra el olvido. “La verdadera muerte está en el olvido”. “Entonces se va el tiempo que pasó —escribe en el Cerco— que sólo él es verdaderamente tiempo, y se intenta reconstruir el momento que no supimos reconocer, que pasaba mientras reconstruíamos otro, y así sucesivamente, momento tras momento, toda la novela es eso, desesperación, intento frustrado de que el pasado no sea cosa definitivamente perdida”. En Cuadernos ha escrito: “Habitamos físicamente un espacio, pero, sentimentalmente, habitamos una memoria”. Borges digo que “es sabido que la identidad personal reside en la memoria”. Sábato piensa que “la conciencia del hombre es atemporal, contiene el presente, pero un presente lastrado de pasado y cargado de proyectos para el futuro”. Max Aub, el autor de Joshep Torres Campanals, cree que “no hay un solo personaje que viva a la misma hora que otros”.

Por esto escribió El año de la muerte de Ricardo Reis. Situada la novela en la época de la guerra española y de las juventudes hitlerianas, en la Lisboa de ese tiempo, cuenta que, una vez muerto Pessoa, uno de sus heterónimos, Ricardo Reis, vuelve de Brasil y, durante nueve meses, mantiene contacto con su espíritu, con quien dialoga constantemente, mientras se desarrolla una historia de amor transitorio, fugaz, que pronto terminará, el diálogo entre quien fue y ya no es con quien nunca fue y no pasó de ser una sombra, un nombre, casi nada. Se pinta a un Reis que, aunque está en el mundo, está fuera de él, a un Reis estático, según hace notar un crítico. En el fondo plantea el problema de que si el escritor debe interpretar la realidad, intervenir en ella para volverla distinta. Ricardo Reis al fin muere también, para hacer compañía a Pessoa. Obra que habla de la memoria y de la lucha contra ese olvido, “de la realidad como invención que fue, (y de) la invención como realidad que será”, según se dice en una de las páginas de la misma obra. Ya lo dijo Álvaro Campos, otro de los heterónimos de Pessoa: “Porque el presente es todo el pasado y todo el futuro”.

La metáfora hecha novela es La balsa de piedra. Un día los Pirineos se rompieron y la península ibérica comenzó a navegar por el Atlántico, “en busca de una utopía nueva”, ha dicho el autor, mientras las montañas cortadas por la mitad se alejaban. Gaston Bachelard, en El aire y los sueños, un ensayo sobre la imaginación y las imágenes poéticas, sostiene que “la isla flotante —magia tan frecuente para un psiquismo consagrado al agua—, se transforma, para un psiquismo aéreo, en una isla suspendida”. En el fondo la novela confirma las grandes diferencias culturales entre lo propiamente ibérico y el resto de Europa. A base de una organización narrativa extraordinaria, poco a poco van surgiendo los personajes, salidos, en el pánico general, de aquí y de allá, para unirse en el infortunio de saber que no son más continente, sino una isla, una balsa de piedra, que va hacia nadie sabe donde. El valor alegórico es poderosísimo. La balsa, al fin, termina deteniéndose, y se detiene hacia el sur. La península de ayer es la isla de hoy.

Manual de pintura y caligrafía, su primera novela, escrita en primera persona, trata de la búsqueda de la autenticidad: un pintor que pinta por encargo solamente retratos busca su mundo definitivo en la literatura. Saramago cuenta su propio proceso, el paso del periodismo a la ficción. Obra interesante para ser leída por un escritor: sugestiones, dudas y fantasmas, interrogantes ante el uso de la palabra,temores, lucha... ese es el largo, muy largo, oficio de escribir, y, sobre todo, según confesión del mismo autor, el hecho de aprender “la honradez elemental de reconocer y acatar, sin resentimientos ni frustaciones, (los) propios límites”. Obra también de amores y rupturas, en la cual se incluye, vale la pena mencionarlo, una apasionante periplo del protagonista por los principales museos italianos.

Cómo no mencionar a algunos de los personajes creados por la mente del nuevo Nobel. Es a través de los personajes que el argumento se soporta y camina; a través de los personajes la novela adquiere piel. Forster, ya mencionado, piensa que, desde el punto de vista de los personajes, “la ficción es más verdadera que la historia, porque llega más lejos que las evidencias”.

En el Evangelio María es una mujer simple, con varios hijos, campesina que poco entiende, y José un perseguido de sus culpas: cuando supo que Herodes ordenó matar a todos los niños, él calló con el objeto de salvar a su hijo. José termina sus días crucificado, confundido con maleantes y ladrones a causa de un error. Y, en el mismo Evangelio, Dios, el Diablo y el Pastor, éste último que en la última línea de la obra adquiere dimensiones inimaginables...

Ya hablamos de Bluminda y Baltazar en Memorial. En el protector de pantalla de la computadora de la mujer de Saramago aparece esta leyenda: “Bluminda no se rinde”. La sola mención de un heterónimo de Pessoa nos da una idea de la dimensión del personaje Ricardo Reis, a quien acompaña Lidia, una mujer marcada por la transitoriedad y la levedad, que ya fuera nombrada en uno de los poemas de Pessoa-Reis. En el Apocalipsis de la península rota, en le desventura, en el terror se unen, llegados desde diversos puntos en la huida, Joaquín Sasa, Pedro Orce, José Anaico, Joana Carda, María Guavaira. Raimundo Silva, el solitario cincuentón corrector del Cerco y María Sara viven ellos la misma historia que vivieron nueve siglos antes Mogueime y Ouroana, ¡y llegan a dialogar entre ellos los personajes separados por esa distancia abismal!

Son precisamente todos estos personajes, con sus vidas, sus amores y sus muertes, los que me llevan a resaltar algo que destila la prosa de Saramago; algo que tiene sabor y olor a ser humano y que acaso sea una de sus calidades más hermosas, como hermosa es en el ser humano la capacidad de sentirla: la ternura. Quienes han leído a Saramago saben a que me refiero. Basta mencionar como ejemplo cómo describe la relación íntima entre José y María de la cual sería fruto Jesucristo. Si no somos capaces de ser simplemente humanos, no somos nada.

En el discurso pronunciado ante la Academia sueca, Saramago no habló sino de sus de sus personajes, “creador de esos personajes y, al mismo tiempo, criatura de ellos (...) hechos de papel y tinta”. Al final del discurso dijo: “No tengo (...) más voz que la que ellos tuvieron. Perdóneseme si les pareció poco esto que para mí es todo”. Él cree que sin esos sus personajes no sería la persona que es, “no hubiese logrado ser más que un esbozo impreciso (...) la existencia de alguien que tal vez pudiese haber sido y no llegó a ser”.

Y, en este tejido espeso, profundo, se encuentran y mezclan, se entretejen historias de amor. ¿No estamos los humanos viviendo siempre, en una u otra forma, historias de amor? En la dimensión de las novelas, abrumados con todo aquello que se va pintando en una tela extendida a límites insospechados, hay mujeres y hombres que se encuentran o se conocen, que saludan y conversan, que se buscan y se enamoran, que se tocan y se besan, que se aman y dejan de amarse; “...se besan hombres y mujeres al azar, ésos son los mejores, los besos sin futuro”, escribe en alguna página. Todas las obras de Saramago son historias de amor, del amor cotidiano, el de todos los días y las noches. Es que sólo el amor hace soportable la vida y la muerte. Nada más. Todas las novelas de Saramago son historias de amor.

Queda la impresión de que la figura de la mujer es siempre misteriosa —como misteriosas son—; lejana e inaprensible —como inaprensibles y lejanas son—. El amor sería una ilusión que se conquista día a día y una nostalgia que se pierde o se renueva noche a noche. El mundo de las mujeres de Saramago es fascinante. Mujeres inolvidables que el lector puede seguirlas por las calles de la Lisboa de los treinta, llevadas por los aires en la nave voladora del Memorial —Bluminda, cuando está en ayunas, mira lo que sucede dentro de los hombres, lo que hay dentro de las cosas y en la oscuridad—, tras las huellas del llamado hijo de Dios por la Judea de hace dos mil años, o las carreteras polvorientas de la isla desprendida dentro de un dos caballos cuyo motor funciona con dificultades... Saramago piensa que los hombres somos un poco tontos, porque no entendemos “el otro” que está más cerca, que es la mujer. Reconoce que acaso la mujer sea inaccesible pero no duda en afirmar: “me conoceré mejor a mí mismo mientras mejor conozca a la mujer (...) Los hombres somos una magnífica carrocería, pero hasta que no se nos ponga el motor no somos más que apariencia; y el motor es siempre la mujer”. En Memorial se puede leer esto: “Charla de mujeres, parece cosa de nada, eso piensan los hombres, pero no se dan cuenta de que esta conversación es lo que mantiene al mundo en su órbita, que si no se hablaran las mujeres unas con otras, ya habrían perdido los hombres el sentido de la casa y del planeta”. Y pocas páginas más adelante hay algo más: “aparte de la conversación de las mujeres, son los sueños los que mantienen al mundo en su órbita”. El protagonista del El lado oscuro del corazón, una película del argentino Subiela, cuyos diálogos se hicieron en parte con textos de Benedetti, buscaba “una mujer que vuele”.

Quedan aún Ensayo sobre la ceguera, Todos los nombres y La Caverna, recientemente presentada. Con Ensayo Saramago inició otro ciclo que se completa justamente con La caverna. Con estas novelas, Saramago se refiere al ser humano de fin de siglo, aunque lo que sucede en estas novelas no sucede en una época determinada. Más todavía, Saramago expresamente confesó a un periodista que en ninguna de sus novelas habla “del día de hoy, no porque no sepa hacerlo, sino porque no me interesa”, como tampoco se encuentran descripciones de la naturaleza o “una discoteca, un bar o algo que se le parezca”. Declaró que “quizá no sea un novelista sino un ensayista que escribe novelas”.

Quienes, como en el Ensayo, comienzan a perder misteriosamente la vista para sólo tener una nube, que no es negra sino blanca dentro de su cerebro, una “especie de sida óptico”, digo alguien, y no miran lo que todos miran, condenados están al olvido, a una gran cárcel que no da abasto para tanto ciego, al abandono, a la muerte, donde ya no les queda ni siquiera el nombre —no hay un solo nombre propio en toda la obra—, y las sombras de lo que fueron —no me atrevo a llamarlos personajes— están únicamente referidos por el autor como “el ladrón del coche”, “la muchacha de las gafas”, “el médico”, etcétera, todos abandonados a su suerte por el hecho de ser diferentes, aislados, condenados a batirse como puedan en la tarea de sobrevivir. “Libro poblado por sombras de sombras” dice el autor, quien llega a aceptar que podría hacerse una novela sin personajes, pero que sería imposible “hacerla sin gente”. “Mis ciegos —dice— podrían pasar sin nombre, pero no podían vivir sin humanidad”. Los ciegos representan a los marginados, internados, mejor dicho depositados, en viejos manicomios, al cuidado, como no podría ser de otra manera, de militares. Marginados que no son solamente los miserables o los pobres de nuestras naciones, ajenos a todo en sus submundos; también son, o serían, los que piensan de otra manera, los diferentes. Sobrecogedor, espeluznante relato que avanza mientras galopa una sucesión de punzadas internas en el lector. Existen en esta novela dos aspectos fundamentales. El primero, que se relaciona con el poder, destaca que ese poder establecido, y temeroso del contagio de la ceguera, condena a los ciegos al olvido, a la muerte en vida, porque son diferentes y porque constituyen una amenaza. El segundo, que los ciegos son iguales, o están igualados en su tragedia, pero también comienza entre ellos la lucha por el poder, por imponerse a los demás, pero es una lucha por sobrevivir a cualquier precio, no necesariamente por aplastar al otro, que es muy diferente. De allí la reiterativa referencia al alimento, a la comida, a lo largo de toda la novela. Es el ser humano convertido en animal. El animal mata para comer. El hombre mata por matar. Confundida entre los ciegos sólo hay una persona que ve, sin que los demás se enteren: es una mujer. Nuevamente la mujer, el símbolo, la esperanza... Un crítico ha dicho que es esa mujer la que sustenta el relato, porque el omnisciente está también ciego... No están ausentes de la novela agudas referencias ideológicas, cuando, por ejemplo, sin mencionarlo, se cita a Marx a través de uno de sus más conocidos pensamientos: “de cada uno según sus posibilidades; a cada uno según sus necesidades”. Al final todos empiezan a recuperar la vista. La obra termina con este diálogo: “...Por qué nos hemos quedado ciegos, No lo sé, quizá un día lleguemos a saber la razón, Quieres que te diga lo que estoy pensando, Dime, Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, Ciegos que ven, Ciegos que, viendo, no ven”. En el fondo, los ciegos de Ensayo no son los verdaderos ciegos; los ciegos somos los demás, los que vemos. Nótese que los ciegos de la novela recuperaron la vista; los que vemos no la hemos recuperado. “Saramago —se ha opinado— hace que recapacitemos sobre la responsabilidad y el derecho a heredar la tierra”. Sobre esta obra la televisión española llamó a Saramago para que respondiera a preguntas de latinoamericanos que, desde sus respectivos países y por vía telefónica, conversaron con el autor. Tuve oportunidad de intervenir en el programa.

En Todos los nombres, según un comentarista, “el cementerio se mete a la ciudad”. Se ha dicho también que “es un libro sobre la vida que reivindica la muerte”. Cuenta la historia de don José —el único personaje nombrado—, escribiente en el Registro Civil. Las partidas de nacimiento y defunción, o sea todos los nombres, cubren edificios y salas llenas de estantes que no dejan de ampliarse: se requiere de un plano o de un hilo atado a la cintura para no extraviarse entre los legados de documentos, certificados médicos, fichas hospitalarias. Los cementerios, por otra parte, con tres mil años de muertos, ocupan gran parte de la ciudad. Aún así, la inevitable muerte no es el problema. Lo grave, repetimos, sigue siendo el olvido. Todos, en el fondo, rescata el amor como el único remedio contra la muerte, es decir contra el olvido. Novela dueña de una metáfora desequilibrante, descomunal; una historia de amor como pocas, porque carece de destinataria, desconocida al principio, muerta una vez conocida. El segundo personaje de la novela es esa muerta que la hubiera querido viva el escribiente. El autor declaró al programa Negro sobre Blanco de la televisión española que esta novela tiene su más remoto origen en el hermano fallecido que no conoció. Y con Todos los nombres, aunque puede ser una ciudad como las de hoy, no necesariamente es nuestro tiempo; es todos los tiempos y es nuestro tiempo también. No en vano Saramago admira a Kafka, a Borges, a Pessoa y a Camus.

La caverna se inspira en la parábola de la caverna de Platón. En alguna forma todos estamos condenados a no poder jamás ver la luz, atados en el fondo de la caverna, de espaldas a la puerta de ingreso, por donde entran los reflejos de otros que pasan o transitan frente a una hoguera. Condenados a ver sólo sombras y a confundir la realidad con esas sombras que se tienen adelante... Es la historia de un alfarero viudo y su familia, sin más mundo que ellos mismos, su casa en el campo, el horno, un moral y un perro, y las piezas de barro que no tiene a quien vender. Frente a ellos, la ciudad, conocida como El Centro, en realidad un mall descomunal, donde todo, absolutamente todo está previsto. Los campos no son tales: se llama “cinturón verde” a grandes extensiones cubiertas de invernaderos plásticos. De todos modos, con La Caverna se deduce también la incomunicación, el aislamiento, la soledad, en la manipulación de los seres; se puede pensar, al igual que Orwel en 1984 y Huxley en El mundo feliz, en un universo dominado po r la globalización, la electrónica, la informática y la genética. Me dio la impresión, después de leer La caverna, de que tiene excesivas páginas, que podían ser cien menos.

Los ciegos que viendo no ven y los condenados a mirar sombras de sombras dentro de la caverna somos también nosotros, cada uno de nosotros: no sabemos ni siquiera —disculpen la digresión— lo que pasa en nuestro país, en nuestro país donde nunca pasa nada...

Proyecta escribir El libro de las tentaciones, que será, como ya se señaló, una especie de memoria de él mismo pero que termina cuando tenía 14 años. “El mito del paraíso perdido es el de la infancia –no hay otro”, ha dicho Saramago.

En Cuadernos de Lanzarote nos topamos directamente con el hombre, como si conversáramos con él frente a la chimenea de su casa. Son páginas indispensables para conocer su pensamiento, su ética sobre todo. Sostiene que el deber del escritor es escribir, nada más. Marguerite Duras ha recomendado algo semejante: “Escribe, no hagas nada más”. Piensa que “el compromiso no es del escritor como tal, sino del ciudadano”, que añade a su “ciudadanía personal, una responsabilidad pública”. Y uno de los grandes temas de Saramago es el asunto del poder. ¿Dónde reside el poder? Se sitúa, menciona uno de sus críticos, “en la invisibilidad, porque no es la luz no que lo sostiene, sino la opacidad de la sombra”. Y otro de los grandes temas, acaso, la de violentar y sacudir la realidad. El escritor, por tanto, no sólo debe estar comprometido con su texto, sino con la sociedad en que vive. A un periodista le dijo: “El autor existe para contagiar el desasosiego”. Su consejo a un escritor es éste: “no tener prisa no es incompatible con no perder tiempo, que el pecado mortal del escritor es la obsesión de la carrera”.

Carlos Fuentes, en su nombre y en el de García Márquez, al recibir en México a Saramago expresó: “Eres un hereje, Saramago, y hereje quiere decir el que escoge, el que cuenta una historia diferente... sigue narrando, no cuentes la historia que nos contaron sino la historia que imaginamos, la historia que aún soñamos... no te rajes, Saramago...”

Gracias a la Universidad Santa María y a mi amiga Cecilia Ansaldo, gracias también a Alfaguara y a mi amiga María Fernanda Heredia, sin cuyo auspicio y ayuda esta charla no hubiera sido posible. Y sobre todo gracias a ustedes por escucharme.